Meditación predicada en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz (Roma, 19 marzo 2020)
La segunda lectura de la misa de hoy en esta gran solemnidad de san José -que tanto contenido tiene para nosotros y para toda la Iglesia- nos presenta, en primer lugar, la figura de Abraham. Ese gran patriarca, que también la Iglesia ha considerado después como nuestro padre en la fe.
Dice san Pablo en la epístola a los romanos que leeremos hoy, que Abraham, “en la esperanza, creyó contra toda esperanza”. Y creyó contra toda esperanza que sería padre de muchos pueblos, y esto le valió la justificación.
Conocemos bien la historia de Abraham: esa disponibilidad al querer de Dios cuando era un querer poco comprensible humanamente. Ser padre de muchos pueblos en las circunstancias de edad en que se encontraba. Después, ese ponerse en camino hacia un lugar sin saber a dónde iba, confiado en que iba a ser Dios quien le iría mostrando en cada momento lo que debía hacer, lo que debía planear. Una fe grande.
Esta figura nos la presenta hoy la liturgia como un preámbulo a san José, a ese gran patriarca del nuevo testamento, a nuestro padre y señor san José. Vemos ahí también, muy en primerísimo lugar, la fe grande de san José.
Y ahora, en nuestra oración, dirigiéndonos a san José, le pedimos que nos consiga una fe muy grande. A él, al que llamamos nuestro padre y señor, le pedimos que nos consiga una fe sin condiciones, una fe que comporte una confianza completa en el Señor, un fiarnos del todo.
Hoy en la misa hay dos evangelios posibles. El de san Mateo nos cuenta cómo se enfrentó san José a un misterio, al grandísimo misterio de la Encarnación. Humanamente lo descubre y, como justo que es, no quiere denunciar a María, quiere dejarla en secreto. Pero llega después un sueño. Un sueño en que se le transmite nada menos que el Misterio: “Porque lo que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un Hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el Ángel del Señor”. Ciertamente, es un sueño especial acompañado de toda la gracia de Dios para la claridad.
Y, luego, conocemos muy bien cómo era la actitud de san José ante fenómenos extraordinarios: el nacimiento, después de haber preparado todo con gran cariño. De Nazaret tienen que irse a Belén, donde no encuentran sitio; más aún, tienen que ir corriendo de noche a Egipto, huyendo. Él, que había escuchado del Ángel que ese Niño es el que salvará a su pueblo de los pecados. Sin embargo, no es capaz de salvarse a sí mismo, tiene que ir huyendo. Con una incertidumbre grande, porque no se le dice: “Vete a Egipto por un tiempo determinado”; sino: “Vete allí hasta que yo te diga”. Podrían ser meses, podrían ser años, podrían ser semanas… Es la disponibilidad ante lo que el Señor nos pide, cuando eso que nos pide comporta una duda especial, concretamente en lo imprevisible, cuando el futuro se pone un poco incontrolable. Pero ahí está la fe, la fe de fiarnos del Señor.
que nos fiemos del Señor a través de los medios por los que Él quiere hablarnos
También nosotros en muchas ocasiones en nuestra vida encontraremos momentos –probablemente no con un carácter tan extraordinario– en los que de alguna manera tenemos que poner en un primer plano el fiarnos del Señor. Se lo vamos a pedir para todos, especialmente hoy a san José: que nos fiemos del Señor. Y que nos fiemos del Señor a través de los medios por los que Él quiere hablarnos. San José podría haber pensado: “[He tenido] un sueño, he soñado esto, pero ya me lo dirán de un modo claro”.
Una fe grande. Y después, ese volver de Egipto. Obedecer pensando también, poniendo responsabilidad propia, poniendo iniciativa para volverse a Nazaret, en lugar de quedarse en Belén. Es la obediencia de la fe. Fiarnos, fiarnos del Señor. Señor, ayúdanos a fiarnos de ti. A fiarnos de todo lo que nos llega de tu providencia, también cuando es así extraordinaria. Para que sepamos obedecer. Para que sabiendo obedecer por amor, seamos libres.
Una obediencia que no es dejar de pensar. Nuestro Padre [san Josemaría], precisamente refiriéndose a san José, nos decía en una homilía que, en las diversas circunstancias de su vida, el patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Por eso, nuestra obediencia a los planes de Dios, en lo grande y en lo pequeño, tiene que ser hecha a base de libertad, y por tanto de responsabilidad, de hacer las cosas porque queremos. Porque queremos, y así seremos siempre libres. Cuantas veces lo hemos meditado siguiendo las enseñanzas de nuestro Padre. No somos libres simplemente por la capacidad de poder elegir entre una cosa u otra: somos libres porque podemos amar, porque podemos sentirnos –como decía también nuestro Padre– libres como pájaros. También libres en estas circunstancias en que estamos encerrados por el coronavirus. Somos libres como pájaros, porque podemos amar. Podemos amar y, por tanto, hacer todo, sufrir todo por amor; en consecuencia, porque nos da la gana.
San José es para nosotros también un modelo en lo ordinario, en la monotonía de la vida ordinaria. También nuestro Padre nos dice: ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Solo trabajo todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea.
Así es nuestra vida. Un día de trabajo y otro, sin particulares novedades. Pero, ¿qué podemos esperar?, pregunta nuestro Padre. ¿Qué podía esperar san José? Y continúa: el nombre de José en hebreo significa “Dios añadirá”. Y Dios añade a la vida santa de los que cumplen su voluntad dimensiones insospechadas. Lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Y esta es nuestra vida.
Te damos gracias, Señor, y te pedimos por intercesión de san José, hoy especialmente, que nos hagas entender la grandeza de la vida ordinaria. Eso que tantas veces hemos meditado y que tantas veces necesitamos volver a aprender: la grandeza de la vida ordinaria. Y, concretamente, la grandeza de la vida de trabajo.
Lo divino es Él mismo, lo divino es su Presencia, su Gracia
Porque Dios, a esa vida nuestra, aparentemente monótona, pone –como decía nuestro Padre– lo divino. Y, ¿qué es lo divino? Lo divino es Él mismo, lo divino es su Presencia, su Gracia; lo divino es la eficacia sobrenatural de nuestro trabajo. Es hacer divino nuestro trabajo, haciendo que sea una realidad santa.
De san José conocemos pocos detalles de su vida, pero podemos imaginar su trabajo en Nazaret. ¿Cómo trabajaría, especialmente con Jesús? Nosotros, Señor, queremos trabajar contigo, queremos que nuestro trabajo diario, corriente, ordinario, tenga también ese añadir lo divino, que sea sobre todo tu presencia. Que trabajemos contigo, Señor. Que sea, con palabras o sin palabras, algo habitual en nuestro día y en nuestro trabajo decirte a ti, Señor: “Jesús, vamos a hacer esto entre los dos”. Es así. Esto nos tiene que dar, por una parte, alegría, seguridad; y también la responsabilidad de que no estamos haciendo algo nuestro, solos, sino que estamos haciendo algo muy de Dios, una colaboración con Jesucristo en todo lo que hacemos.
Fe: la fe de san José. Esperanza: la fe que fundamenta la esperanza. Esa esperanza que, como leemos en la epístola a los Colosenses, está puesta en lo que “nos está reservado en los cielos”. Y ahí tenemos que ver también nuestro trabajo, en la esperanza de lo que “nos está reservado en los cielos”. Y ya ahora, no solo cuando por la gracia y la misericordia de Dios vayamos al Cielo, si somos fieles, sino ya ahora lo que nos está reservado en los cielos es toda la ayuda de Dios, todo el cariño de Dios, todo este mirarnos el Señor amorosamente a todas horas.
¿Cuál es nuestra esperanza? ¿Qué esperamos nosotros durante el día? Tantas cosas. Pero que nuestra esperanza esté en los cielos. Que sea fruto de la fe, la esperanza fruto de la fe. Que estemos siempre esperando, con una segura esperanza, lo divino en nuestra vida.
Y eso también nos dará seguridad ante lo que nos parezca difícil en nuestra propia vida espiritual, que tantas veces -ante la conciencia de la vocación a la santidad- nos podrá parecer imposible, ante la experiencia –tantas veces repetida– de nuestras limitaciones y miserias. Tantas veces nos parecerá imposible la realización de la misión apostólica –transformar este mundo, llevar este mundo a Dios, poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas– tantas veces, humanamente, diremos: “Señor, esto es imposible; pero nosotros, Señor te pedimos, aquí, ante el cuerpo de nuestro Padre, que nos des –como tuvo nuestro Padre– la seguridad de lo imposible”.
Como san José. San José tuvo la seguridad de lo imposible. Y esa seguridad nos hará también imitar a san José en eso que decía nuestro Padre, quien veía en la figura de san José al hombre de la sonrisa permanente y el encogimiento de hombros. Un encogimiento de hombros no de indiferencia, sino de: “Bueno, da igual [lo que ocurra], porque sea lo que sea aquí está la eficacia”.
Podemos sin duda imaginarnos su rostro amable, su rostro simpático
Y la sonrisa permanente. En el evangelio no vemos la sonrisa de san José, pero podemos -con nuestro Padre- sin duda imaginarnos su rostro amable, su rostro simpático, su rostro lleno de sonrisa permanente que da alegría a los demás, que da seguridad a los demás. Nosotros te pedimos también, Señor, por intercesión de san José, que seamos gente que sabe sonreír, que sepamos sonreír también cuando hay dificultades, cuando encontramos la contrariedad. Sabemos bien, y lo habremos experimentado con cierta frecuencia, lo que decía nuestro Padre: que a veces una sonrisa es la mejor mortificación. Porque a veces cuesta esfuerzo sonreír, porque hay dificultades, hay preocupaciones, hay enfermedad. Puede costar sonreír. Y la sonrisa entonces no es una cosa ficticia. Puede y debe ser profundamente auténtica, porque es ese saber sonreír sabiendo que ahí el Señor está poniendo lo divino en nuestra vida. Y saber sonreír también para ayudar a los demás, para dar seguridad, para dar alegría.
Ante las situaciones difíciles, saber sonreír y saber, sobre todo, rezar. Ayer el Papa Francisco, a propósito de la pandemia, hacía esta invitación: “Invoca siempre a san José, sobre todo en los momentos difíciles, y confía tu existencia a este gran santo”. Pues vamos también ahora, uniéndonos a la oración del Papa, pedirle precisamente a san José, que termine, que abrevie este tiempo difícil para tantísimas personas en todo el mundo.
Fe, esperanza y caridad. El amor. La fe que obra mediante la caridad. Podemos imaginar el cariño de san José por el Niño Jesús, el cariño de san José por la Virgen. Un cariño hecho de servicio, de dedicación, de responsabilidad por sacar adelante esa familia santa.
Y la caridad tiene tanto que ver con la fidelidad, una fidelidad que hoy precisamente queremos con san José, renovar. Decirle al Señor, una vez más se lo decimos ahora: “Aquí estoy, Señor, para lo que quieras”. Además, dándote gracias, porque somos muy conscientes de que este podernos entregar al Señor, este podernos darnos del todo es un gran don que el Señor nos da, que el Señor nos ofrece.
Benedicto XVI en una ocasión decía que la fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor. Efectivamente, todo nuestro renovar la fidelidad es el nombre del amor, tiene que ser algo que surge del amor, del querer, del desear la unión con el Señor y, en consecuencia, del querer a los demás, porque nuestra fidelidad a los planes de Dios, la fidelidad a nuestra vocación cristiana, a nuestra vocación a la Obra es amor al Señor, amor a los demás, renovado en el tiempo.
Hoy pedimos, especialmente también ahora, al Señor a través de san José, por la fidelidad de todos, por la renovación de la fidelidad de todos en la Obra. Que todos tengamos muy viva siempre la conciencia de que la fidelidad a la vocación es fidelidad a Jesucristo. Es, sí, fidelidad, a un modo de vida, a una misión, a un espíritu, pero es eso fidelidad a Jesucristo, de tal manera que nos sintamos siempre muy del Señor.
San Pablo dice aquello de: “Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; por tanto, ya sea que vivamos ya sea que muramos, somos del Señor” (Rom, 14,8).Y esa es nuestra gran identidad. Nuestra identidad es que “somos del Señor”.
Nuestra fidelidad es reafirmar con agradecimiento que “somos del Señor”. Y todo esto también mediante la fidelidad lógicamente al espíritu que hemos recibido de nuestro Padre: hoy es su santo. Es lógico que hoy acudamos también especialmente a su intercesión.
Esta fidelidad nuestra que hoy queremos renovar con una voluntariedad actual, fuerte, es fidelidad a nuestro Padre. Que no veamos a nuestro Padre –no lo vemos así– como una figura pasada de la historia, sí admirable, que nos ha dejado unos escritos estupendos… Que veamos también esta fidelidad como le dijo Pablo VI a don Álvaro, con aquel consejo: “Cuando tenga que decidir algo, piense cómo decidiría el fundador, y así acertará”. Y comentó don Álvaro que le dio mucha alegría ese consejo, pues era lo que estaba ya haciendo desde el primer momento.
Que también la fidelidad nuestra tenga este matiz –para nosotros muy importante– de fidelidad a nuestro Padre: fomentar el interés por conocerle mejor, por conocer mejor su espíritu, sus escritos, su vida, que nos ayudará precisamente a ser más fieles en lo ordinario, en el trabajo, en lo pequeño de cada día, en el hoy y ahora. Y, a la vez, a ser fieles cuando en alguna ocasión se nos presenten, como a San José, circunstancias especiales, particularmente difíciles.
Fidelidad. Fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor. Y es así: nuestro amor es amor de correspondencia. Y por eso, gran parte, o más que gran parte objeto muy fundamental de nuestra fe, es la fe en el amor de Dios por nosotros. Para que nuestro amor, nuestra fidelidad sea correspondencia: sabernos queridos por el Señor. Como decía nuestro Padre, lo recordábamos antes, sabernos mirados amorosamente por Dios a todas horas, a todas horas. Que no estamos solos nunca, no solo porque estamos gracias a Dios rodeados de personas que nos quieren: es que está el Señor con nosotros. Está tan con nosotros el Señor que somos algo suyo: Domini sumus.
Por eso la fidelidad tienen que ser una fidelidad llena de alegría. Lo es. Y hoy, al renovar nuestra fidelidad, queremos que sea también una renovación de la alegría con que afrontamos cada cosa que tenemos entre manos, en el trabajo, en las circunstancias actuales tan peculiares por la epidemia. Vivir con alegría.
Vivir con alegría, con esa sonrisa permanente de san José, porque es lo que el Señor quiere. Ser fieles al Señor es también estar contentos. Cuando no estamos contentos no estamos siendo fieles, porque el Señor quiere nuestra alegría: “Que mi alegría esté con vosotros y vuestro gozo sea completo” (Jn 15,11).
Es estupendo pensar que Dios lo que quiere es que estemos contentos, que seamos felices. Y no solo eso, sino que, además, nos da todos los medios para ser felices. Y nos da sobre todo su presencia, su amor, su compañía.
Y con esta fe, con esta esperanza, con esta caridad, con esta correspondencia fiel, queremos que sea una fidelidad apostólica. No puede ser de otra manera. Nuestra identificación con Cristo lleva necesariamente al afán de almas, que de un modo especial ayer pusimos en manos de san José. Y que hoy, con palabras de nuestro Padre, se lo decimos al Señor poniendo por intermediario a san José: “Almas, almas de apóstol, son para ti, para tu gloria”. Vamos a repetirlo mucho, quizá hoy: “Almas, almas de apóstol, son para ti, para tu gloria”. Recorriendo el mundo, porque todo el mundo es nuestro –nos lo ha dado en heredad el Señor–, recorriendo el mundo desde América del Norte, América del Sur, Asia, África, Europa, Oceanía: “Almas, almas de apóstol, son para ti, para tu gloria”.
Terminamos acudiendo con san José, a María, Madre nuestra, y con María y con José a Jesús, a esta trinidad de la tierra (Jesús, María y José): que nos lleven siempre de la mano a la Trinidad del Cielo, a ese Dios nuestro al que pertenecemos. Domini sumus, “somos del Señor”.