Los pasos de mi incorporación al Opus Dei

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

Al pedir la admisión en el Opus Dei en febrero de 1940, mi decisión interior fue de entregarme al Señor para siempre. No me preocupé de saber qué era jurídicamente la Obra, ni de precisar en términos técnicos las consecuencias morales del compromiso que establecía con Dios. Conocía, sin embargo, todo lo esencial. Era cuestión de responder a una invitación divina y de guardar lealtad durante toda la vida a la palabra que daba al Señor y al Padre. Gracias a Dios, desde entonces nunca se me ha pasado por la cabeza dudar de la llamada recibida. Pienso que a los demás que llegaban al Opus Dei les ocurría algo parecido. El Señor nos daba gran fe en que la Obra era de Dios, en que Él la sacaría adelante, y en el singular papel del Padre, y esto resultaba más que suficiente. Nos fiábamos con plena seguridad del Padre. Y no dudábamos de que, como él enseñaba, aunque nos viéramos del todo incapaces y llenos de defectos, Dios, que nos había llamado, nos daría las gracias necesarias para ser fieles. Si alguno abandonó luego el camino emprendido, me parece que no fue por falta de fe en el Padre y en la Obra, sino por no verse con fuerzas o condiciones suficientes.

Hasta mi incorporación definitiva al Opus Dei estaban previstas diversas etapas, sujetas a unos plazos concretos. Pero el Padre podía flexibilizar esos plazos dependiendo de las circunstancias. Así ocurrió en mi caso: hice la admisión en la Obra en la fiesta de san José de 1940, durante la Semana de Estudio, y la incorporación jurídica temporal el 5 de junio del mismo año. Un par de meses más tarde supe que algunos iban a hacer la incorporación definitiva a la Obra el 2 de octubre, y quise sumarme a ellos. Esto resultó mucho más difícil, porque el Padre no tenía ninguna prisa: pensaba que yo era muy joven y que no se perdía nada por esperar más tiempo. Álvaro me aconsejó que le escribiera al Padre.

Recuerdo que la carta fue bastante breve, una cuartilla por ambas caras, escrita con mucha fuerza, como de aragonés a aragonés. Aunque han pasado desde entonces sesenta años, recuerdo que comenzaba con un "¡Quiero! ¡Porque me da la gana!", que tantas veces había oído decir al Padre que era la razón más sobrenatural para entregarse al Señor. Luego daba otras razones: si había tenido ya edad para apartarme del Señor, la tenía también para comprometerme a seguirle durante toda mi vida; y la de que en Aragón, como él bien sabía, se alcanzaba entonces la mayoría de edad a los veinte años, en lugar de a los veintitrés que establecía el derecho común, y yo estaba a punto de cumplir los veintiuno. Días más tarde me dio Álvaro la gran noticia de que el Padre me permitía hacer la incorporación definitiva el 2 de octubre.