Las peculiaridades de unas nuevas normas culturales

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

Es posible que las líneas inmediatamente precedentes, al enlazarlas con lo que le ocurrió al Beato Josemaría el 2 de octubre de 1928, permitan intuir con cierta precisión algo de lo que implicó aquel hecho. La «llamada universal a la santidad» que Dios le hizo «ver» no supuso, en modo alguno, una ampliación del contenido de la Revelación, de la fe objetivamente considerada; pero sí la necesidad de elaborar o volver a elaborar unas normas culturales —o no conocidas, u olvidadas de tiempo atrás— que permitieran precisamente una respuesta —una vida-de-fe—, por un lado, más completa y radical; por otro, referida a la totalidad de los hombres.

En palabras citadas más arriba, ha podido verse cómo subrayó el Beato Josemaría, escasos años después del 28, que nada de lo que Dios le había propuesto —reclamando su cooperación, como instrumento dócil, para llevarlo a la práctica— suponía ni renovación, ni innovación en la Iglesia. Es claro el sentido de la primera afirmación: lo que Dios le había hecho «ver» no era la mera adaptación de algo ya existente, en el orden de la cultura. Basta recordar cómo se entendía la vida cristiana por aquellos años —cómo, incluso, se había venido poniendo en práctica desde bastantes siglos antes— para percibir que, sin desechar nada, respetando todo, el espíritu de lo que poco después el mismo Josemaría Escrivá comenzaría a denominar Opus Dei, nada tenía que ver con los presupuestos culturales imperantes 13 . En el segundo caso, la claridad es similar: no cabía hablar de innovación, por lo mismo que la «llamada universal a la santidad» no significaba nada distinto a lo que ya se estaba viviendo en la Iglesia, aunque supusiera traer al primer plano requerimientos antiguos, patentes en la misma enseñanza de Jesucristo en los años de su vida en la tierra, que —por diversas razones culturales— habían quedado notablemente marginados.

Hay que aludir a una cuestión más. Y es que, en aquellos años primeros del siglo XX, fueron no pocos los hombres y mujeres que en la Iglesia estuvieron sinceramente preocupados —por así decirlo— por una más plena adaptación a los tiempos, que permitiera una incidencia mayor del Cristianismo en el mundo de la época. Los esfuerzos fueron diversos y —en líneas generales— loables. Entre ellos, por supuesto, la renovación de la Acción Católica a la que ya se ha aludido.

Resulta, sin embargo, inevitable recordar que la mayor parte de estos esfuerzos —por no decir todos— tendieron a moverse dentro de los planteamientos culturales del momento, aunque evidentemente se deseara su renovación actualizadora. La aparición del Opus Dei —aunque, por entonces, ni siquiera tuvieran nombre los desvelos del Beato Josemaría por poner en práctica lo que, con enorme fuerza, sentía que Dios le urgía— habría de suponer algo así como una variación considerabilísima respecto a muchos de los presupuestos culturales por entonces imperantes. Bastaría fijarse en la fuerza con que subrayó, desde el primer momento, que la convocatoria, la llamada a la santidad, era para todos, en las más diversas circunstancias y con respeto absoluto para las características específicas de aquellas situaciones en las que los cristianos pudieran encontrarse: no se trataba de sacar a nadie de su sitio. Era en el sitio en que cada uno estaba, en las coordenadas en que hubiera logrado situarse o la vida le hubiera colocado, donde debería aspirar, con la ayuda de Dios, al máximo desarrollo de su personalidad humana y sobrenatural.

No es que se olvidara que el cristiano debería procurar ser más justo socialmente, o tener mayor capacidad profesional, o influir más en la vida social, o tratar de que mejorase la situación económica, por ejemplo, de su familia. A lo que se apuntaba era a que —sin marginar nada de esto, pero en modo alguno convirtiéndolo en objeto único del esfuerzo— allí donde cada cristiano se encontrara debería procurar vivir con la mayor radicalidad posible las consecuencias sociales de su religión, una verdadera vida-de-fe 14 .

Gonzalo Redondo