La vida junto al Padre

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

El Padre era el alma de la residencia. Nos enseñaba a tener como centro de la casa al Señor reservado en el sagrario del oratorio, al que solíamos saludar al llegar y salir. Cuando le era posible, nos celebraba la misa. Alguna vez nos dirigía antes la oración, y los sábados por la tarde oficiaba además la Bendición con el Santísimo y la Salve. Cuando no había misa en casa, íbamos a la iglesia de San Fermín de los Navarros o a alguna otra próxima. Para mayor libertad de todos, el Padre prefería que los del Opus Dei no nos confesáramos con él. Cada mes nos dirigía un retiro espiritual, al que los de la Obra invitábamos a otros residentes y amigos.

Era muy intensa la actividad que desplegaba el Padre. Nos tenía a cada uno en su corazón, estaba al tanto de cuanto nos sucedía, no sólo a los que éramos de la Obra, sino a todos los residentes y a las numerosas personas a las que dirigía espiritualmente. Viajaba con mucha frecuencia para recorrer las ciudades en que se había comenzado o se iba a comenzar la labor apostólica, visitaba a muchos obispos y a otros eclesiásticos, daba ejercicios espirituales en diversos lugares, dirigía pláticas y meditaciones a muchas o pocas personas de toda clase.

Don Josemaría presentaba a Dios como un Padre que nos quiere con locura. Por eso, nos decía, lo propio del cristiano está en el polo opuesto a la actitud temerosa y tristona de quien ve en la religión un conjunto de normas negativas, como envidiando al que no está sujeto a esas limitaciones por no tener fe. El Padre proclamaba a gritos su gran amor a la libertad, y nos repetía que debíamos portarnos bien porque nos saliera de dentro, libremente: "Porque me da la gana, que es la razón más sobrenatural".

Nos contaba el Padre que, cuando vivía en Burgos, solía llevar a la Catedral a quienes le iban a ver y subía con ellos a las torres para contemplar las filigranas góticas de los remates, gárgolas y cresterías, un primoroso encaje de piedra labrado por los canteros. Y les hacía ver que aquellos artesanos sabían que su labor no sería apreciada desde la calle, pero por amor de Dios ponían en ese trabajo todo su esmero: eso era espíritu del Opus Dei.

En aquella primavera de 1940 tuve la suerte de que me encargaran pasar a fichas algunos guiones de meditaciones del Padre. Estaba escrito cada uno en una cuartilla, en sentido vertical, con su letra inconfundible de trazos firmes y gruesos. Incluían frases en latín de la Sagrada Escritura, sobre todo del Nuevo Testamento, de las que arrancaban sus enseñanzas. Subrayaba alguna otra palabra o frase, o la ponía con admiraciones para pronunciarla con mayor fuerza. Eran guiones vibrantes, encendidos como su palabra: quemaban. Mi trabajo consistía en pasar cada guión a una ficha tamaño octavilla, de cartulina. Esa tarea debió de resultar completamente inútil para el Padre, porque hube de emplear letra pequeña, difícil de leer; se perdía además el vigor de su trazo. Sin embargo, a mí me hizo mucho bien, y al leer cualquiera de aquellas frases me parecía escuchar viva y llena de fuego la voz del Padre.

Ya entonces me llamaba la atención su "don de lenguas". Con esta expresión suya se refería al don sobrenatural, que pedía también para sus hijos, de hacerse entender por todo el mundo, cualquiera que fuese su base cultural o su preparación espiritual. Y la predicación del Padre era en efecto entendida por todos, por los que ya éramos del Opus Dei, por los que sin serlo llevaban cierto tiempo escuchándole o por quienes le oían por primera vez.

El Padre celebraba a veces la misa en casa, y llamaba la atención su gran amor y delicadeza en seguir todas las rúbricas. Sus genuflexiones e inclinaciones de cabeza eran actos patentes de adoración o veneración. Daba gusto asistir a la Misa celebrada por el Padre. Su extraordinaria fe, su piedad, el amor que se apreciaba en su mirada, acciones y gestos, facilitaban nuestra participación. Nos aconsejaba poner nuestros pobres corazones en la patena, unirnos a sus intenciones, aprovechar los mementos de vivos y difuntos. Se advertía que el Padre estaba muy recogido interiormente, que vivía la misa con mucha intensidad.

Recuerdo el dolor que le producía si al celebrar la misa en sus viajes advertía en alguna iglesia descuido, dejadez o suciedad en el altar o en los objetos de culto, por lo que implicara de poca delicadeza y amor a Jesús Sacramentado. Alguna vez le oí comentar, con mucha pena, que había tenido que celebrar en un altar en el que parecía que hubieran estado tomando huevos fritos sobre los manteles.

Por consejo del Padre, los residentes solíamos rezar a diario, juntos, el rosario. Las ocasiones en que yo lo había oído rezar en las iglesias me habían dejado un recuerdo de oración algo monótona, con cierto sonsonete rutinario en quien lo dirigía y con contestaciones desacompasadas de los fieles. En aquella residencia era muy distinto. Habría también involuntarias distracciones, imposibles de evitar, pero el Padre había enseñado a la gente a rezar el rosario con devoción y cariño. Nos indicaba cómo debíamos rezar: despacio. Había escrito en Camino (n. 85): "Mira qué dices, quién lo dice y a quién. Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré con Santa Tersa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios" Además, para facilitar la contemplación, el Padre había publicado, en una edición muy pobre, el libro Santo Rosario, que incluía consideraciones llenas de piedad y de amor recio y exigente sobre cada uno de los quince misterios.