La vida espiritual del sacerdote

Capítulo del libro "Escritos sobre el sacerdocio", de D. Álvaro del Portillo (Palabra, 1990)

Hay unas palabras de la oración sacerdotal de Jesucristo que resumen admirablemente la exigencia y la naturaleza de la espiritualidad del sacerdote: Pro eis ego sanctifico meipsum, ut sint et ipsi sanctificati in veritate —por ellos me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad 21. El modelo —y más: porque se trata de una imitación-incorporación— de esa espiritualidad no puede estar más que en Cristo, y en particular en aquella acción supre­ma del sacerdocio de Cristo, que es el Sacrifi­cio de la Cruz, perpetuado en la Eucaristía22.

Una contraposición entre el ministerio sacer­dotal y la vida espiritual del sacerdote es falsa, y solo puede proceder de no haber entendido rectamente una de las dos cosas, o las dos. Esa contraposición no se ha dado jamás en los sacerdotes santos, que han encontrado en el ejercicio del ministerio una exigencia de propia vida espiritual, y en esa vida espiritual un estí­mulo para el ministerio cultual y pastoral.

La vida espiritual personal del sacerdote —como señala el Decreto Presbyterorum Ordinis, ya en su mismo planteamiento de base— ha de tender a hacerla idónea, sobrenaturalmente proporcionada al ministerio23: y eso requiere, por lo menos, la misma atención ascéti­ca y el mismo empeño de piedad que necesita cualquier otro cristiano para el buen cumpli­miento de su propia misión. El ministerio rec­tamente ejercido —por ejemplo, la Misa bien celebrada, los Sacramentos bien administrados, la Palabra de Dios bien predicada, la cari­dad pastoral delicadamente vivida, etc.— fo­menta la vida interior; y la vida interior bien en­cauzada dispone para el mejor ejercicio del mi­nisterio. Pero ni una ni otra cosa salen solas; las dos requieren atención, correspondencia a la gracia. Por eso la Iglesia ha aconsejado siempre a

los sacerdotes determinadas prácticas de piedad y determinados medios ascéticos24.

Precisamente el hecho de estar destinados —y consagrados— al ministerio sacerdotal, hace necesario tener también una sólida vida de piedad personal: algunas de esas prácticas están mandadas, otras aconsejadas, y muchas otras dejadas a la libre iniciativa de cada uno. «El sacerdote secular, dentro de los límites ge­nerales de la moral y de los deberes propios de su estado, puede disponer y decidir libremente —en forma individual o asociada— en todo lo que se refiere a su vida personal, espiritual, cul­tural, económica, etc. Cada uno es libre de for­marse culturalmente con arreglo a sus propias preferencias o capacidades. Cada uno es libre de mantener las relaciones sociales que desee y puede ordenar su vida como mejor le parez­ca, siempre que cumpla debidamente las obli­gaciones de su ministerio. Cada uno es libre de disponer de sus bienes personales como estime más oportuno en conciencia. Con mayor razón, cada uno es libre de seguir en su vida espiritual y ascética y en sus actos de piedad aquellas mo­ciones que el Espíritu Santo le sugiera, y elegir —entre los muchos medios que la Iglesia acon­seja o permite— aquellos que le parezcan más oportunos según sus particulares circunstancias personales»25. Pero en tanto siga siendo sacerdote secular, todo este ámbito amplísimo de libertad ha de estar orientado a hacerle «vi­vir esa vocación con plenitud», ha de ayudarle a «buscar la perfección precisamente en el mis­mo ejercicio de sus obligaciones sacerdotales, como sacerdote diocesano»26.

En general, hay que decir que no es creíble que una intensa vida espiritual personal sea re­fractaria al culto, a la oración pública, a la ad­ministración de los sacramentos, a la atención pastoral. Cualquier espiritualidad que impidie­se u obstaculizase a un fiel cristiano el cumpli­miento de sus propios deberes de estado sería, para ese fiel cristiano, y en tanto siguiese te­niendo esos deberes, una espiritualidad desor­denada, inconveniente, contraria a la voluntad de Dios.

Por otra parte, y es algo que una experiencia de siglos ha probado y sigue probando con do­lorosa continuidad, precisamente cuando la vida espiritual del sacerdote es deficiente, cuando falta la piedad personal, cuando no hay lucha ascética, lo primero que sufre —a veces de modo radical, y con consecuencias que tras­cienden con mucho la vida personal del sacer­dote— es el ministerio mismo, el verdadero mi­nisterio sacerdotal, su servicio al Pueblo de Dios como sacerdote, como ministro del Sacer­docio único de Cristo27.

Se trata de conseguir una íntima unión de los dos aspectos. «Esa unidad de vida no se puede conseguir solo con la organización externa de las labores ministeriales, ni solo con la práctica de ejercicios piadosos, aun cuando contribuyan a fomentarla; pero los Presbíteros pueden rea­lizarla si en el cumplimiento de su tarea imitan a Cristo Señor, cuyo alimento era hacer la vo­luntad de Aquel que le envió para llevar a cabo su obra»28.