"Isogaba maware" (si tienes prisa date una vuelta)

"De pequeño, aparte de querer ser torero, médico y bombero –como casi todos los chavales de la época–, soñaba también con la posibilidad de poder viajar a Japón algún día".

Galería de imágenes: Mi vida en Japón

Nací en Valladolid en 1955, el sexto de una familia de 9 hermanos. No es que mis padres, piloto de las fuerzas aereas y ama de casa, tuvieran muchos recursos (de mayor me enteré que a veces no llegaba el sueldo a final de mes y mis padres tenían que comer menos para que no nos faltara el alimento suficiente a nosotros); simplemente vivían para nosotros.

Desde pequeño tenía admiración por Japón. No sé exactamente por qué, pero pienso que algo tenía que ver con lo que escuchaba en el colegio sobre San Francisco Javier, ya que mis padres me llevaron siempre a un colegio católico, de religiosas primero, La Asunción, y de religiosos después, La Salle. En mis juegos de niño solía elegir a Japón como mi país favorito, por ejemplo, en las carreras de coches miniatura, que estaban de moda en los sesenta, yo tenía dos, con los nombres de Kyushu y Ryukyu (ahora Okinawa), nombres que tomé de un mapamundi. Aparte de querer ser torero, médico y bombero –como casi todos los chavales de la época– soñaba también con la posibilidad de, algún día, poder viajar a Japón para ver a un “samurai”.

Pasaron los años y mis sueños quedaron relegados en el olvido. Por su condición de piloto, mi padre cambiaba de destino con frecuencia y le gustaba llevarse consigo a la familia. De ahí que iniciara mi carrera de Medicina en Cádiz para terminarla en Madrid. Aquí, a mis 23 años, mi madre me presentó al hijo de una amiga, Jesús, que también estudiaba Medicina, para que me ayudara a adaptarme en mi nuevo ambiente. Jesús me llevó a estudiar a un Centro de la Obra, y al cabo de un tiempo de ir por allí, un 8 de diciembre, pedí la admisión en el Opus Dei.

En mi último año de carrera, 1982, el Prelado del Opus Dei me preguntó si, con toda libertad, quería ir a Japón. Aún sabiendo que corría el riesgo de no poder ejercer la carrera que estaba terminando, me animé a decir que sí. Por un lado se despertó la ilusión que tenía desde pequeño, alimentada por el amor de predilección que san Josemaría tenía a este país, y, por otro, he visto a menudo cómo muchas personas que no son de la Obra, ni siquiera cristianas, han abandonado su profesión o lugar de trabajo por un motivo razonable. Mi hermana se trasladó a Sevilla desde Canarias porque sus hijos tenían asma; mi vecino Yamamoto, médico como yo, dejó de ejercer la medicina para continuar con la academia que había fundado su padre, etc.

Mis padres no sólo vieron con buenos ojos mi partida sino, incluso, con un poco de envidieja. Mi madre me llego a decir: “¡Qué suerte! ¿Qué tal si te quedas tú al cuidado de la casa y yo me voy en tu lugar?”, o algo así. También me ayudó a conseguir el visado en dos semanas (cuando me habían dicho que tardaría meses), pues un compañero suyo de universidad conocía al embajador japonés.

Y aquí me veo desde hace ya más de 25 años ¡en Japón! Toda una aventura “doméstica”, porque los “enemigos” de mi adaptación a estas tierras no fueron ni “samurais” ni “ninjas” sino el idioma, los palillos, las algas en la sopa, saber moverse con zapatillas, etc.

Llegué con visado de profesor de español pero no encontré a ningún alumno. Tuve que hacer un curso intensivo de inglés para ponerme a enseñar a chavales el idioma de Shakespeare. Este trabajo provisional duró trece años y me trajo muchas satisfaciones, porque los chicos son sencillos, como en todas partes, y aprendí mucho de ellos. Un terremoto qué asoló la ciudad de Kobe en 1995, me dejó sin escuela y sin alumnos (gracias a Dios ninguno sufrió daños personales, pero sí sus casas y la economía familiar). Con esto abandoné mi trabajo “provisional” y, por fin, pude conseguir un puesto de profesor de español en la universidad, donde sigo hasta ahora, haciéndolo compatible con mi trabajo como director en la residencia universitaria de Seido Cultural Center. Y junto a la aventura “doméstica”, la divina de procurar convertir mi trabajo en oración y medio de servir a los demás para acercarlos a Dios, fuente de la verdadera alegría.

De los japoneses he aprendido mucho: el orden, la delicadeza en el trato, la puntualidad, etc., y me gustaría añadir que "el saber escuchar", pero no tengo claro que lo haya aprendido, pues poseo más facilidad para hablar que para escuchar: y suelo hablar incluso más que antes, mientras ellos dicen “hai, hai”.

Tengo muchos y buenos amigos, algunos de los primeros tiempos, como Kazuo, al que conocí en el curso intensivo de inglés, empeñado en buscarme novia hasta que le expliqué que yo soy numerario, algo que entendió perfectamente; o Michio, arquitecto: su hijo Hare me invitó a su casa para jugar con el tren eléctrico que le habían regalado por su cumpleaños. Así estuve jugando una tarde con él y con su padre, y terminé haciéndome buen amigo de su padre. Tiene gran devoción a san Josemaría: le reza, con su mujer, todos los días antes de dormir y recibe muchos favores por su intercesión; estoy convencido de que algún día le conseguirá el “gran favor”, su conversión.

Otros son profesores o alumnos de la universidad, o les he conocido en mis viajes por todo el país. Uno de ellos me preguntaba hace unos días qué me trajo a Japón. Le contesté que, al principio creía que era un sueño de niño, después el deseo de emular a los santos de un joven educado en una familia cristiana y ahora veo, de forma más meridiana a medida que pasan los años, que vine aquí para servir: aprender a servir, también como instrumento para que algunos se acerquen a la fe cristiana.

Pienso que hay que ser optimistas al valorar el trabajo de la Iglesia en países de amplias mayorías no cristianas, como Japón. Los grandes cambios son lentos. Aquí dicen "iso gaba baware": si tienes prisa date una vuelta. Es lógico que tengamos prisa para difundir la fe en este pueblo lleno de virtudes, pero también hay que tener paciencia.