La patria de los que tienen un corazón grande y ganas de darlo

India es el tercer ejército del mundo. Es uno de los países con más proyección económica. Un continente en sí mismo que evoca pobreza, espiritualidad y fascinación al mismo tiempo. Un continente en muchos sentidos desconocido y ajeno a las coordenadas en las que nos movemos en Occidente.

Desde que conocimos la iniciativa de Football is Life, un grupo de amigos de Granada supimos que íbamos a estar compartiendo parte de nuestra vida con los habitantes de los slum –barrios marginales– indios. Nos identificamos inmediatamente con ese proyecto. Más de un año y medio de trámites y preparativos, meses en los que hemos ahorrado dinero y nos hemos preparado para estar a la altura de quienes íbamos a encontrar, hasta que nos subimos a un avión en Málaga rumbo a Bombay: 18 millones de personas, una mezcla intensa de religiones y etnias, donde mueren diariamente 16 personas en los trenes por atropellos o asfixia y la pobreza convive con el más moderno desarrollo.

Vivi -Vivian- y un amigo suyo acuden a medios de formación en Gulmohur, el centro del Opus Dei de Bombay. Nos esperaban en el aeropuerto y nos facilitaron un Uber que nos llevó a las instalaciones que tienen los salesianos en el barrio de Matunga. Habían pasado pocos minutos de la siete de la mañana cuando descargábamos las maletas.

Los voluntarios granadinos del proyecto Football is Life.

En el slum de Govandi

Con el tiempo necesario para una ducha y un desayuno, nos pusimos las zapatillas de deporte y la equipación con los logotipos de los patrocinadores y, sin rupias, subimos al autobús con Paco y Álvaro, coordinadores del proyecto, hacia un lugar llamado Govandi. En el viaje de 45 minutos, que tantas veces íbamos a repetir, intentamos quedarnos con los detalles de lo que pasaba ante nuestros ojos... y nuestros oídos. El ruido. El intenso ruido de la ciudad. Todos los coches se ven en la obligación de usar su claxon. Todos. También los autobuses, y los rickshaw, y los camiones y las bicicletas. La sinfonía diaria de Bombay es una mezcla de todos esos sonidos. Así, con una humedad considerable, llegamos a nuestro slum.

Entrar en el slum es dar el primer paso. Has oído hablar de esos barrios pobres. Te han contado muchas cosas de la convivencia entre ratas y cuervos. Allí convive la miseria con la porquería. El olor es intenso. Y, cuando llueve, junto a tus tobillos flota todo tipo de basura. Orgánica e inorgánica. Las calles no están asfaltadas. Y las cabras, gallinas, niños, adultos, enfermos, vehículos... conviven en un mismo espacio organizados por el ruido de las bocinas.

Avanzamos y comenzaron a aparecer los protagonistas de la historia: los niños. Muchos. Decenas. Todos perfectamente peinados y con uniforme. Sí. Llegamos al colegio entre apretones de manos y sonrisas. Preguntas en indi y marathi que respondemos con cara de guiri. Pero ya comenzamos a intuir que esos niños van a marcar nuestros días en India... y cuando regresemos a nuestras casas. En el colegio hay un caos importante. Niños que entran y salen acompañados por sus hermanos o hermanas y por sus madres. Otros llegan solos. Las mujeres van vestidas con trajes de las mil y una noches. Espectacular. Son las diez de la mañana y aparecen criaturas de cuatro o cinco años con una tarjeta identificativa colgada del cuello como único seguro de vida. Otros salen. Otros regresan. Otros y otras nos miran con sorpresa y simpatía.

A los pocos minutos aparece la responsable de una ONG india. Es la encargada, este primer día, de organizar los grupos de niños y niñas para el entrenamiento en el patio del colegio. No hay pistas deportivas. Contamos con un pequeño pabellón por si llueve mucho. A estas horas ya sabemos qué es el monzón. Nos ha caído con fuerza en varios momentos. Nadie nos advierte de que en India la lluvia no avisa. Llueve. O mejor: el cielo se te cae encima. Tomamos nota para el resto de días: chubasquero y pack lunch. No lo olvidaremos para el futuro.

Entrenamiento con un grupo de niñas.

45 minutos inolvidables

Comienzan los entrenamientos siguiendo las instrucciones que nos dan en un manual. Dos horas. Descanso. Otras dos horas de entrenamiento. Y vuelta a casa. Procuramos hablar en inglés con niños que apenas conocen algunas palabras. Los voluntarios se adelantan a este problema utilizando el lenguaje universal de la mímica y llegan los primeros problemas: allí asentir es mover la cabeza de la misma manera que en occidente se mueve para decir que no. En un momento dado, el coordinador me pide que avise a Nacho para que guarde los balones en la sala de profesores. Está en el otro extremo del colegio. Estoy empapado de la última broma del monzón y prefiero llamarlo a gritos. Mi sorpresa es mayúscula cuando varios niños se ponen junto a nosotros y bailan. Sí. Bailan sin motivo. Ante mi perplejidad me explican que “nachonacho” es algo así como “baila, baila” en hindi.

Paco nos sugiere recorrer el slum para conocer en qué condiciones viven esos chicos y chicas. Allá vamos. Pasan 45 minutos... ¡inolvidables! Es como descender a las profundidades de la miseria. Sin teorías. Es el gran paso: darse cuenta. Comprender que en dos metros cuadrados pueden hacer su “vida” muchas personas. Gente que parecen no saber cuál es su dignidad. Seres humanos olvidados. Hombres y mujeres que piensan que la Providencia les ha otorgado un papel y ellos no pueden ni deben cambiarlo. La tristeza se mezcla con la compasión. Llegamos a la montaña de basura donde se originó este barrio en el que vive cuarto de millón de personas. Allí algunos vecinos salen a nuestro encuentro.

Al regresar a Matunga Don Bosco las preguntas se suceden. Estamos muy cansados, pero con la percepción de que tenemos que aprender rápido muchas cosas.

Al poco tiempo de llegar a Govandi descubrimos que los niños están muy ilusionados con una palabra: selfie. Era la llave que abría la puerta a saturar el móvil de sonrisas. Pablo y Pepillo vieron una oportunidad excelente de dejar un recuerdo de su estancia en ese colegio. Pocos días antes de regresar imprimieron las fotos y se las dedicaron a esos chicos y chicas que, -seguro-, las guardan como un gran tesoro.

Al poco tiempo de llegar a Govandi descubrimos que los niños están muy ilusionados con una palabra: selfie...

Un orfanato y una cárcel de menores

Vivian apareció de nuevo en el colegio con su amigo. Es un enamorado del fútbol. Nos fue de mucha utilidad ya que, entre nuestro inglés y su hindi… conseguimos hacernos entender. Pepillo fue mucho más allá y se aprendió un buen número de palabras, números, nombres en hindi y marathi. Que por intentarlo no quede.

Después de varios días en Govandi llegó el momento de conocer otros lugares. En Matunga, el barrio donde está la residencia de los salesianos, tomamos un taxi que nos llevó hacia Hindamata Ambedkar, donde se encuentra el orfanato La Casa de Nuestra Señora. Una institución diocesana donde decenas de niños son acogidos para evitar que terminen en la exclusión social, sin presente y sin futuro. Suena muy dramático… como la vida en India para miles de niños. Ir al orfanato también significaba para nosotros ir a la cárcel de menores. Allí trabaja una ONG católica con la que Cooperación Internacional colabora. Las medidas de seguridad dejan mucho que desear. Tan es así que llegué a preguntarme si era una cárcel o una asociación. Nos contaron el caso de uno de los chicos que está internado por haber asesinado a su tío. Se excusaba con un argumento bastante duro: fue el hermano de su padre el que intentó venderlo a una mafia y no le quedó más remedio que cortar por lo sano. En esa cárcel también entrenamos a fútbol con los internos.

A los organizadores se les ocurrió impartir clases de inglés en Govandi. Para ello acudieron a una ONG del lugar que cedió un pequeño local en medio del barrio. Allí nos desplazábamos en rickshaw por poco más de 30 céntimos. En la planta baja hay una guardería en la que los niños toman algo a media mañana.

“I thirst”: con las hijas espirituales de Santa Teresa de Calcuta

El slum, el orfanato, la cárcel de menores… y Asha Daam en Byculla. Ese nombre indio es mucho más conocido si leemos con atención el cartel de la entrada: Misioneras de la Caridad. Son las hijas espirituales de Santa Teresa de Calcuta. Y es el lugar más impresionante que hemos pisado en Bombay.

Al llegar, tras recorrer un breve trayecto desde la estación de bomberos, nos recibió un furgón de la policía y un cadáver que salía de esa casa. Nos identificamos y fuimos a saludar a la superiora. Nos invitó a ayudar, a sonreír, a rezar… Impresiona ese letrero de la capilla “I thirst”, Estoy sediento. Es lo que oyó la Madre Teresa de labios de Jesús de Nazaret y lo que le hizo cambiar su vida de religiosa de las Irlandesas por servir a los más pobres de los pobres.

En Asha Daam hay pabellones para niños, mujeres y hombres adultos. También las personas con enfermedades infecciosas tienen un lugar allí. No pocas veces coincidimos con una mujer a la que su marido le arrancó los ojos en la puerta del pabellón de las mujeres. Una mujer. Un ser humano horriblemente mutilado. Y en ese hogar ¿qué hicimos? Pues… impresionarnos mucho. Nuestra colaboración se limitó a cortar el pelo a las más mayores, hablar con los niños y cantar. Sí. Cantamos. Y mucho. A los hombres, a los niños, a las mujeres, a las monjas… Se trataba de poner alegría en una casa llena de contrariedades.

Mural pintado en el exterior del colegio.

Es la casa de Sabina. Una chica que tuvo el inolvidable detalle de preguntar, uno por uno, por todos los voluntarios del año pasado. Está en una cama paralizada por una enfermedad. Aprovechamos, como no podía ser de otra manera, para pedirle que rezara por nosotros. Le llevamos el último día un pequeño centro de flores y ella aseguró, como agradecimiento, que nos iba a dar todo lo que tenía: su capacidad de rezar. Y lo haría por cada uno hasta que se muriera. No salimos mal pagados.

De lo que vivimos en el hogar de la Madre Teresa es testigo cada uno y Dios. Se hace muy difícil entender cómo puede una sociedad estar enferma hasta arrojar en un vertedero a recién nacidos por tener el síndrome de Down, por sufrir una parálisis cerebral o ser albino. Los ancianos, los enfermos, los descartados tienen ahí su hogar. Imposible no acordarse del Papa Francisco y su grito a favor de estas personas.

De una mafia de explotación sexual a responsable de una multinacional

India tiene tesoros enormes como la generosidad de sus habitantes. Pero ha suspendido la asignatura de saber que son hijos y no siervos. Después de tantos años de presencia cristiana en ese país, queda mucho por hacer.

No es Bombay una ciudad turística; pero permite un momento occidental en un mundo diferente: un comercio de comida rápida. En ese local encontramos un nuevo oficio: una chica estaba en la cola con la única misión de sonreírnos. La encargada nos mostró un ejemplo vivo de superación: a los cinco años fue vendida a una mafia para la explotación sexual. Cuando cumplió siete años consiguió escaparse para vivir debajo de un puente. Literal. Poco después, y gracias a la ayuda de una congregación religiosa, se formó y ahora tiene un puesto de responsabilidad en esa multinacional.

La visita a Dharavi, donde se grabó la película Slumdog millonaire, también fue inolvidable. Nos acompañó un profesor de la escuela parroquial a recorrer ese inmenso suburbio. Allí comprobamos cómo el reciclaje se hace necesidad. Y cómo se explota a la gente. La zona más limpia era la cristiana. No podremos olvidar nunca a esas mujeres vistiendo una imagen de la Virgen con un sari en mitad de la calle..

En India hay muchas cosas que no se pueden contar ni escribir. Es un país para vivirlo y para soñarlo.

India es un país donde haces amigos en el tren que te piden la dirección y prometen responder. Un sitio donde en el banco de una iglesia, -esperando el comienzo de la misa-, alguien te cuenta cómo necesita que reces por él y promete oraciones para ti. El país de los niños olvidados, del ruido y los olores dulzones y penetrantes. Es el sitio donde, el día que regresamos, decenas de niños rodearon el autobús para decirnos adiós. Niños que nos habían pedido minutos antes que no nos fuéramos. Niños que te preguntaban si querías ser su padre.

Allí hay agradecimiento. Hay generosidad. Hay futuro porque el individualismo no ha conseguido arraigar. Es verdad, están olvidados. Pero quizá en ese lugar siguen explicándonos con su silencio y su abandono que otro mundo es posible. Y que tenemos que construirlo entre todos. En India hay muchas cosas que no se pueden contar ni escribir. Es un país para vivirlo y para soñarlo. La patria de los que tienen un corazón grande y ganas de darlo. En esos caminos que llenan Bombay de ruido y de miseria… nos encontraremos. Mientras tanto hay que seguir trabajando en nuestro slum particular. También aquí hay mucho por hacer hasta conseguir que los niños sonrían como en India… el lugar donde penas y dichas no sean más que nombres, porque habita la sonrisa.