II. El 2 de octubre de 1928

Trascendencia de un acontecimiento: 2 de octubre de 1928. Datos para la comprensión histórico-espiritual de una fecha.

Prescribía el Código de Derecho Canónico que los sacerdotes seculares se retirasen, al menos cada tres años, para unos Ejercicios Espirituales. La praxis iba, en la España de los años veinte, más allá de la ley, y bastantes sacerdotes solían hacerlos anualmente. Para facilitar esa práctica, en la diócesis de Madrid se organizaban diversas tandas, algunas de ellas en la Residencia de los Misioneros de San Vicente de Paúl. Era esta Residencia un amplio caserón, con fachada de ladrillo visto, construido a fines del siglo XIX, según el estilo y la disposición corrientes en muchos edificios religiosos de aquel tiempo: de planta rectangular y cuatro pisos de altura, la edificación se estructuraba en torno a un gran patio central; en el interior, amplios y largos pasillos daban acceso a las habitaciones, sencillas y austeras.

Allí se dirigió Josemaría Escrivá de Balaguer el 30 de septiembre de 1928 para participar en una tanda de Ejercicios destinada a durar hasta el 6 de octubre. El segundo día de ese retiro espiritual, el martes 2 de octubre, fiesta de los Santos Ángeles Custodios, después de haber celebrado la Santa Misa, revivió, recogido en su habitación, los afanes que, desde hace once años, Dios ha sembrado en su alma. A lo largo de todo ese tiempo, el Señor le había ido sugiriendo horizontes y concediendo luces que estaban como grabadas a fuego en su corazón y en su mente.

Para garantizar el recuerdo, había adoptado además la precaución de tomar algunas fichas. Esa mañana sacó una vez más esas fichas y se dispuso a ordenarlas para releerlas y meditarlas(62). De pronto las anotaciones que tiene ante sus ojos se desvanecen. Una vez más, y ahora con particular plenitud, Dios se mete en su vida y le hace ver, como iluminados por un foco de potentísima luz, los presentimientos y atisbos anteriores, a la par que los completa y los proyecta hacia el futuro. Las diversas inspiraciones y llamadas, su esfuerzo personal por ser fiel a los dones divinos, las ilusiones

y afanes que las anteriores intervenciones de Dios habían suscitado en su alma, todas esas realidades, que eran hasta entonces como piezas sueltas de un mosaico aún sin componer, adquieren de repente sentido preciso bajo la luz superior que Dios ahora le comunica y que lo sitúa ante un proyecto divino claro y decisivo.

En meses y años posteriores nuevas iluminaciones divinas irán completado el mosaico, pero ya desde ahora, desde ese 2 de octubre de 1928, conoce el camino que Dios le traza, lo que Dios quiere, el porqué de los vericuetos a través de los cuales el Señor le ha ido llevando, lo que debe ser su vida en lo sucesivo, lo que serán —como fruto de cuanto Dios ahora le manifiesta— las vidas de miles y miles de personas, en todo el mundo, a lo largo de los siglos.

Con la conmoción propia de quien es objeto de una intervención extraordinaria de Dios, el Beato Josemaría Escrivá, en la tranquilidad de aquella mañana del 2 de octubre de 1928, percibió con luz especialísima la universalidad de la llamada de Dios, y ante su vista se abrió un panorama amplísimo, ilimitado, de cristianos de las más diversas condiciones y latitudes santificándose en medio de las ocupaciones profesionales y de los quehaceres más diversos: artesanos y obreros, campesinos y hombres de negocios, profesores universitarios y personas de poca cultura, casados y solteros..., todos, sin excepción, llamados por Dios a la intimidad con Él; todos, allá donde estén, en el taller, en la fábrica, en la sencillez del propio hogar, en la quietud de los campos o en el ajetreo de la vida ciudadana, pueden y deben realizar con plenitud su condición de cristianos, amando el mundo como lugar del encuentro con Cristo y de la manifestación de su gracia.

Para eso lo quiere Dios, para eso sembró hace ya años la inquietud en su alma: para que dedique su vida entera a propagar entre los hombres la llamada divina a la santificación, promoviendo una obra —a la que más adelante designará con el nombre de Opus Dei— cuyo fin sea precisamente difundir la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado en medio del mundo, entre personas entregadas a las más variadas tareas civiles y seculares. «Padre, ¿y aquel 2 de octubre de 1928...?», rememorará años más tarde, el 2 de octubre de 1964. «Aquel día —prosiguió diciendo— el Señor, en su Providencia, quiso que en el seno de la Iglesia Santa, de la Iglesia Católica, que por ser romana es universal, naciera esta pequeña simiente que hoy está produciendo frutos en tantos miles de corazones de todas las razas, de tantos países»(63).

Y mientras eso ocurría, mientras la luz de Dios invadía su alma, las campanas de una iglesia cercana, la de Nuestra Señora de los Ángeles, repicaban festejando a su patrona. Su sonido, atravesando la distancia, llega claro y distinto hasta el lugar en que se encuentra, constituyendo como el contrapunto de su honda vivencia interior. «Nunca han dejado de sonar en mis oídos esas campanas», dirá después, muchas veces(64).

A lo largo de su vida, el Fundador de la Obra tuvo que referirse en bastantes ocasiones a lo ocurrido el 2 de octubre de 1928: no podía por menos de hacerlo, como es obvio, tratándose de la fecha fundacional de la Obra. Fue siempre muy sobrio, más aún, escueto(65). De ordinario, se limitó a decir que en ese día vio — empleó siempre esta palabra— la Obra. Su resistencia a descender a detalles nacía de su humildad —siempre rehuyó todo lo que de una forma u otra, condujera a hablar de su persona—, pero también, y quizá sobre todo, de su preocupación por apartar a quienes le escuchaban de «actitudes milagreras», para conducir la atención hacia lo fundamental: la santificación de la vida ordinaria(66). «El fundamento de la Obra —decía en 1968— no son los milagros, ni las manifestaciones sobrenaturales de carácter extraordinario, que las ha habido porque Dios ha querido, sino la filiación divina, el trabajo constante de cada día, siempre con optimismo y buena cara»(67).

Pero si fue parco en el descender a detalles, subrayó siempre con plena nitidez el punto central: la iniciativa divina. «Carísimos: en mis conversaciones con vosotros repetidas veces he puesto de manifiesto —notemos que este texto data del 19 de marzo de 1934— que la empresa, que estamos llevando a cabo, no es una empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural, que comenzó cumpliéndose en ella a la letra cuanto se necesita para que se la pueda llamar sin jactancia la Obra de Dios ». A continuación, y haciendo referencia a algunos rasgos de la situación del momento, prosigue de forma aún más explícita: « La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre, para resolver la situación lamentable de la Iglesia en España desde 1931». «Hace muchos años —añade, completando la idea—, que el Señor la inspiraba a un instrumento inepto y sordo, que la vio por

vez primera el día de los Santos Ángeles Custodios, dos de octubre de mil novecientos veintiocho (...). No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo »(68).

La fuerza de estas frases escritas en 1934 hace innecesarias otras citas. Insistamos sólo en un punto. La luz que el Fundador del Opus Dei recibió el 2 de octubre de 1928 no fue una inspiración genérica, sino una iluminación precisa y determinada. Ciertamente, con los años, el Señor le comunicó luces nuevas y la experiencia vivida le ayudó a profundizar en la inspiración entonces recibida, percibiendo nuevas facetas y alcanzando formas de expresión que contribuyeron a perfilar cada vez con más nitidez el espíritu y el apostolado del Opus Dei. Pero todos esos desarrollos se retrotraen al 2 de octubre de 1928 y encuentran en él su encaje(69).

Fue en ese día cuando, por reiterar su propia expresión, vio el Opus Dei.

José Luis Illanes