Familia de hidalgos

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Todas las jornadas de trabajo, don José Escrivá cruza la Plaza porticada, a la que se asoma su casa, y acorta por el pasadizo de Almudí para llegar hasta la tienda. Algunos días de la semana y desde unas horas antes, los campesinos extienden su mercancía bajo los soportales de la Plaza, que acoge, también, un buen número de establecimientos que empiezan a descubrir puertas y escaparates con el trajín del nuevo día. Barbastro es una ciudad trabajadora y comerciante. El Somontano es fértil y ofrece a Huesca, Zaragoza y Cataluña parte de su copiosa producción de cada año. El trigo, aceite y vino, circulan camino de muy varios destinos; el valle se inunda de fruta en primavera. Pastan los animales en un entorno verde, con fuerte olor dejara y de tomillo, y la industria teje su abundancia de cáñamo. También fabrica su aguardiente, jabón, loza y vidriado. Y para completar la dedicación laboral de sus aragoneses, los telares se mueven en una limpia competencia de tejidos.

Es tierra, Aragón, de contrapuntos. Murallón de montaña y transparencia; embestida de torrente y dulzura de almendral en las laderas. Cuando gesta un creador, diseña un Goya; si alumbra un poeta le pone el nombre de Marcial o de Argensola:, y si de fortaleza se trata, pone un San José de Calasanz entre los santos.

Apoyada en las faldas pirenaicas, está cruzada Barbastro por el amistoso caudal del río Vero. Es él quien presta regadío a toda la comarca y, en un alarde generoso, se pierde y cede su importancia al Cinca, que es el que figura en planos y cartografías. Tres puentes de comunicación ha construido la ciudad para no verse partida: el del Portillo, el de San Francisco y el que se llama, aún, de la Misericordia.

Cuando el invierno llega y las nieves se amontonan en la alta cordillera, el Vero recibe deshielos repentinos que bajan por los barrancales. Algunas casas de la ciudad tienen las señales del nivel que dejan las riadas, llevándose enseres y riquezas de almacén que hay en los pisos bajos. Pero, habitualmente, el Vero es un buen acompañante de huertas y paseos; un protagonista más que participa de los quehaceres y descansos de todo el vecindario.

Las tiendas de esta época, española y provinciana, no destacan por su uniformidad. Es frecuente exponer, en el mismo y variopinto escaparate, aperos de labranza, libros para la escuela, loza y ultramarinos. Y dentro hay una mezcla de olor sin estrenar, cuya exacta procedencia sería difícil adivinar a cierra ojos.

El establecimiento llamado «Juncosa y Escrivá» es grande. Tiene un sótano donde se montó la maquinaria para fabricación industrial de chocolate. Se apilan aquí cacao, azúcar y harina. Las tabletas salen ya con envoltura, indicando el uso cabal a que han de destinarse: para comer en crudo; para ser consumido una vez hecho.

Es éste un alimento que va unido a la cordialidad de la merienda en esta tierra: los chicos toman sus tabletas con pan; los mayores, se reunen en los largos atardeceres invernales junto a una taza humeante y unas buenas tostadas bien crujientes.

Además de la fábrica, en la zona de entrada existe un local rectangular, con grandes mostradores de madera recia y reluciente por el uso. En el piso superior, al que nos lleva una espiral de escalones que trepan sobre un eje, podemos encontrar almacenadas telas que don José y don Juan Juncosa hacen llegar a través de su gestión con Cataluña. En la misma casa, en la planta de arriba, vive don Juan José Esteban, notario de Barbastro y buen amigo.

También un cuñado de don José, Mauricio Albás, mantiene un negocio comercial desde hace varios años. Con José Escrivá y con Sambeat, un industrioso más, completan el trío de amigos que viven, holgadamente, de su trabajo en la industria y el comercio.

Don José es puntual, estricto y hogareño. Sambeat tiene que recordarle algunas veces que vaya a la tertulia de los miércoles en «La Amistad», el antiguo casino afincado en la Plaza del Ayuntamiento. Allí se reúnen los socios de la casa, para extender la vida y su quehacer sobre una mesa, hablar de las familias y ponerse al día en los negocios.

Este hombre es una figura que cuadra bien en el telón de fondo de Barbastro. Con esa calle empinada que cubren, en buena parte, los aleros de la casa de Argensola; con las columnas y pórticos de la Plaza, la cabeza barbuda que blasona el escudo de la tierra y los almendros que florecen, cada abril, en la aparente aridez del Somontano. Porque él es, también, así. Recio de conciencia y sonriente; trabajador austero y elegante; lleno de buen humor, pero sin concesiones ni estridencias. Recorre las calles conocidas apoyado en un bastón, con el que marca un modo peculiar de andar y de pararse a escuchar a los amigos.

Su familia es harto conocida en la región. Su abuelo, médico titular de Fonz, había casado con doña Victoriana Zaydín y Sarrado. Los Zaydín eran Infanzones de Juseu; la posición económica de todos los vástagos era espléndida; las costumbres, refinadas.

El padre de don José Escrivá emparentó con otra familia importante al casarse con doña Constancia Corzán. A esta rama pertenecía don Francisco Codera y Zaydín, célebre arabista español. En 1904, un gran número de discípulos y amigos españoles y extranjeros le dedicarán los «Estudios de Erudición Oriental», precedidos por una semblanza suya, firmada por Eduardo Saavedra, en la que se glosa la formidable y original personalidad del arabista. Desempeñando previamente la cátedra de Griego en Granada, Codera obtiene la de Lengua Arabe de la Universidad de Madrid en 1874. Hombre de vastísima cultura y capacidades múltiples para las ciencias y las letras, poseía una espléndida biblioteca que ponía a disposición de cualquier estudioso interesado por un tema. Menéndez Pidal, al recibirlo como Académico de la Historia, citará, entre sus cualidades, este gran desprendimiento intelectual, con una frase del lingüista: «más quiero perder mis libros, que guardarlos inútiles en el estante, cuando alguien los necesita».

Hombre de arraigadas convicciones religiosas, ha dejado la impronta de su genialidad en la metodología para el estudio del árabe, ya que sus diez volúmenes de la «Biblioteca Arábigo-Hispana» siguen vigentes en las cátedras actuales. De él se ha dicho que tenía temperamento de fundador. El 11 de junio de 1950, varias entidades científicas colocaron una lápida conmemorativa en su casa de Fonz (Huesca), que mantiene indeleble su memoria.

También doña Dolores Albás cuenta en su ejecutoria familiar con una tradición de hombres de Leyes, eclesiásticos y médicos.

Una de sus hermanas contraerá matrimonio con Lorenzo Carne, que pertenece a una familia de gran influencia en Huesca. Manuel Camo Nogués, hermano de Lorenzo, es director del periódico «La Monca» y jefe del partido liberal. Antimonárquico y republicano declarado, ocupará, sucesivamente, los cargos de Diputado a Cortes, Senador vitalicio por designación Real y Vicepresidente de la Diputación Provincial. El día 18 de diciembre de 1906 el Ayuntamiento de Huesca cambiará el nombre a la Plaza de Zaragoza para estampar el de este político oscense.

El doctor Blanc y Fortacín es primo de doña Dolores Albás. Este profesional pasará a las páginas del «Diccionario de Autoridades Médicas» por la brillantez de sus conocimientos en Patología Quirúrgica. En 1902 obtendrá su plaza en el Hospital de la Princesa y, luego, entregará su vida a la docencia en la Facultad de Medicina de Madrid. Ingresa en la Real Academia de Medicina en 1945. Un óleo de grandes dimensiones perpetúa su presencia en la Galería de Presidentes del Colegio de Médicos de Madrid; su fotografía sigue hoy en una sala de reuniones, junto a la de Ramón y Cajal, García Tapia, Carmona y Camón y otros ilustres profesores de la antigua Facultad de San Carlos.

Don José Escrivá no tiene el menor empaque, pero sí un buen señorío. Es hombre de fuertes convicciones, de fe que todos conocen y respetan. Porque no es su creencia una apostilla que mantiene por tradición, sino una exigente norma a la que acomoda un modo de ser y de actuar en todas las circunstancias de su vida.

El país cruza una etapa ideológica anticlerical que se infiltra en todas las clases sociales. No sólo los menos favorecidos por la fortuna, sino personas de la propia estirpe de don José, alardean de un liberalismo agresivo frente. al hecho religioso y moral. Don José hace constar su condición de católico ferviente; no oculta que en su hogar se reza por las tardes el Rosario, que se acerca a la iglesia con frecuencia, y que Dios mantiene y acrecienta el amor y la ilusión con que se unió con doña Dolores en matrimonio. Es cordial, buen amigo y muy sincero. De genio fuerte, pero educado y cortés. Nadie le recuerda un gesto, una palabra o un hecho destemplado. Un día por semana, abre de par en par su generosidad para ayudar a cuantos se encuentran, de verdad, necesitados. Se organizan verdaderas colas en la tienda «Juncosa y Escrivá», porque es grande la magnanimidad con que, ese día, don José comparte sus ganancias con los que tienen peor fortuna.

Doña Dolores le espera a la vuelta del trabajo. Sabe que llegará en cuanto se lo permita la atención de sus quehaceres. Por la entrada de la calle Mayor suenan sus pasos, sobre la escalera, a eso de las ocho de la tarde. Viene a charlar un rato con su esposa, a compartir el tiempo libre con Carmen, la primogénita, a saber, una vez más, que todo transcurre con normalidad alrededor de la curia donde crece el pequeño Josemaría.

Durante los años que median entre 1905 y 1909 les nacerán tres hijas más: María Asunción, María de los Dolores y María del Rosario. La familia Escrivá y Albás se amplía con nuevas vidas, aunque Dios quiera que, en el futuro, el dolor y la enfermedad arrebaten del hogar a parte de sus hijos.

Hay tres mujeres que ayudan a doña Dolores Albás en las tareas de la casa y en el cuidado de los niños. Es presumible que una de ellas, la cocinera, sea ya María: una aragonesa que sabe bien su oficio. Puede aderezar las fuertes y exquisitas comidas somontanas echándoles la alegría y el jugo de sus vinos y sus huertas. Pero una casa es mucho más que la faena diaria indispensable. Es una mano propia, es el calor personal de la señora que pasa por el último detalle, es la presencia amable del cariño que se adivina tras la disposición y el orden de las cosas.

Por eso, doña Dolores Albás nunca está ociosa. Podemos encontrarla ahí, junto a un aparador, dirigiendo las tareas del servicio: frotando las manzanas y peras con un paño bien blanco para convertir la fruta en el adorno final de una comida; revisando el orden en los arcones de la ropa. O cosiendo incansablemente cualquier labor que requiera la hábil presencia de sus manos.

Aquí, en este hogar hidalgo, sólido de economía y trabajador de oficio, cristiano de raíz y de costumbre, va a encontrar Josemaría, desde niño, los cimientos de su fe, de su modo de ser y de su vida.

Unos años más tarde, cuando los azares hayan volcado sobre la casa de sus padres el dolor y las contradicciones, aprenderá de modo inequívoco el valor de la alegría verdadera, la entrega incondicional a la humildad y a la pobreza oculta; la actitud decidida de aceptar, de bendecir, de querer por siempre la Voluntad de Dios sobre todas las cosas.

De don José Escrivá y de doña Dolores Albás heredó, desde el principio, la seguridad de apoyar la vida en las amables manos de la Virgen. Y de responder afirmativa y serenamente a las exigencias de la Providencia.