Queridos hermanos y hermanas,
Las veces pasadas hemos visto que el anuncio cristiano es alegría y es para todos; hoy vemos un tercer aspecto: es para hoy.
Casi siempre se oye hablar mal del hoy. Cierto, entre guerras, cambios climáticos, injusticias planetarias y migraciones, crisis de la familia y de la esperanza, no faltan motivos de preocupación. En general, el hoy parece habitado por una cultura que pone al individuo por encima de todo y la técnica en el centro de todo, con su capacidad de resolver muchos problemas y sus gigantescos progresos en muchos campos.
Pero al mismo tiempo esta cultura del progreso técnico-individual lleva a afirmar una libertad que no quiere ponerse límites y se muestra indiferente hacia quien se queda atrás. Y así entrega las grandes aspiraciones humanas a las lógicas a menudo voraces de la economía, con una visión de la vida que descarta a quien no produce y le cuesta mirar más allá del inmanente.
Podríamos incluso decir que nos encontramos en la primera civilización de la historia que globalmente trata de organizar una sociedad humana sin la presencia de Dios, concentrándose en enormes ciudades que se mantienen horizontales, aunque tengan rascacielos vertiginosos.
Viene a la mente el pasaje de la ciudad de Babel y de su torre (cfr Gen 11,1-9). En él se narra un proyecto social que prevé sacrificar toda individualidad a la eficiencia de la colectividad. La humanidad habla una sola lengua –podríamos decir que tiene un “pensamiento único”–, está como envuelta en una especie de encanto general que absorbe la unicidad de cada uno en una burbuja de uniformidad.
Entonces Dios confunde las lenguas, es decir restablece las diferencias, recrea las condiciones para que puedan desarrollarse unicidades, reanima el múltiple donde la ideología quisiera imponer el único.
El Señor aparta a la humanidad también de su delirio de omnipotencia: “hagámonos famosos”, dicen exaltados los habitantes de Babel (v. 4), que quieren llegar hasta el cielo, ponerse en el lugar de Dios. Pero son ambiciones peligrosas, alienantes, destructivas, y el Señor, frustrando estas expectativas, protege a los hombres, impidiendo un desastre anunciado.
Parece realmente actual este pasaje: también hoy la cohesión, más que la fraternidad y la paz, se basa a menudo en la ambición, en los nacionalismos, la homologación, en estructuras técnico-económicas que inculcan la persuasión que Dios sea insignificante e inútil: no tanto porque se busca un algo más de saber, sino sobre todo por un algo más de poder. Es una tentación que impregna los grandes desafíos de la cultura actual.
En Evangelii gaudium he tratado de describir algunas (cfr nn. 52-75), pero sobre todo he invitado a “una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades” (n. 74).
En otras palabras, se puede anunciar a Jesús solo habitando la cultura del propio tiempo; y siempre teniendo en el corazón las palabras del apóstol Pablo sobre el hoy: “en el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé” (2 Cor 6,2).
Por tanto, no hay que contraponer al hoy visiones alternativas procedentes del pasado. Tampoco basta con simplemente reiterar convicciones religiosas adquiridas que, por verdaderas que sean, se vuelven abstractas con el paso del tiempo. Una verdad no se vuelve más creíble porque se levante la voz al decirla, sino porque se testimonia con la vida.