Estuve cerca de Monseñor Escrivá

Testimonio de Alfredo López, Abogado. Vocal del Tribunal de Defensa de la Competencia

El paso por la tierra de Monseñor Escrivá de Balaguer ha sido el de un incansable, inteligente y alegre sembrador del buen Amor. Pidió a los hombres que pusiesen en todas sus actividades paz y alegría y él las comunicó con un ejemplo atrayente y contagioso.

Cuantos tuvimos la suerte de acercarnos a este sacerdote de Dios nos sentimos invadidos por un cariño inagotable, pródigo en detalles de ternura, delicadezas, comprensión, buen humor, que dejaba en el alma una sensación de bienestar espiritual y un estímulo de vida, limpia de egoísmo y afanosa de servir a los demás. Pero la siembra de felicidad del fundador del Opus Dei no alcanzó sólo a los que gozamos directamente de su trato, sino a un número incon­table de almas a las que Dios le encomendó que transmitiera por el ancho mundo, un día 2 de octubre de 1928, fecha fundacional del Opus Dei.

Este mensaje venturoso consiste en devolvernos el sentido de la dignidad de nuestra tarea, sea ella la que fuere, y hacernos com­prender que desde todos los lugares limpios de la tierra, altos o bajos, grandes o pequeños, brillantes o grises, se puede y se debe servir a Dios y a los hombres labrando con este servicio la propia santidad. Monseñor Escrivá de Balaguer, fiel al Evangelio, ha abier­to de par en par a todos, sin excepción ninguna, los caminos de la santidad y, por lo tanto, ha puesto en nuestras vidas la alegría desbordante de las almas que se saben llamadas por Dios, una a una, por su nombre, y empujadas por las rutas del divino Amor. Y esto, lo mismo el camionero que el investigador, el empleado modesto que el gerente, la madre de familia que el médico famoso... Porque digámoslo con palabras suyas–: «Las obras del Amor son siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia. El Señor nos da a conocer que todo tiene importancia: las acciones que, con ojos humanos, consideramos extraordinarias, esas otras que, en cambio, calificamos de poca categoría. Nada se pierde. Nin­gún hombre es despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno su propia vocación y en su hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que le corresponden por su esta­do, en sus deberes de ciudadano, en el ejercicio de sus derechos–, estamos llamados a participar del reino de los cielos».

Aunque parezca audaz el intento de penetrar en las profundi­dades de un alma como la de Monseñor Escrivá de Balaguer, yo me atrevería a decir que una de las causas más poderosas de su inmenso atractivo humano y de su portentosa actividad apostólica estuvo en la humildad de considerarse un pobre instrumento en las manos de Dios. Por eso sentía algo así como una especial ternura ante el borriquito sobre el que montó Jesús para hacer su entrada triunfal en Jerusalén. Saboreaba las palabras del salmo: «Como un jumento soy yo delante de Ti, pero estaré siempre a tu lado, porque Tú me has tomado de tu diestra», a cuyas palabras del Libro Sagra­do él añadía, para dar más fuerza a su sentido de humildad, «Tú me llevas por el ronzal». Le gustaba hablar de pinceles y de cuán estúpidos serían si se enorgulleciesen del cuadro que, sirviéndose de ellos, pintase el artista. Y para transmitir este sentido de auténtica humildad escribía cosas como éstas: «Espéralo todo de Jesús. Tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. El obrará si en El te abandonas». Abandono del que brotará como fuente caudalosa el tesoro de su alegría, aquella alegría no fisiológica de animal sano, sino sobrenatural, nacida de entregar todo y de entregarse él mismo en los brazos amorosos de su Padre Dios.

El lenguaje del fundador del Opus Dei en su famoso libro Cami­no y en sus Homilías alcanza momentos de amor arrebatado como el de los místicos: «Primero, una jaculatoria, y luego, otra y otra... Hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resul­tan tan pobres..., y se deja paso a la intimidad divina en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía esca­parse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del Imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto».

«Mirar a Dios sin descanso y sin cansancio». Late en estas pala­bras uno de los elementos esenciales de su mensaje; que, sin duda, resultó llamativo y aun incomprensible cuando empezó a propar­garlo. Me refiero a su invitación a la gente de la calle, no sólo a la santidad, sino a ser, dentro de ése su camino de santidad, almas contemplativas. Almas contemplativas en medio de todas las tareas del mundo. es decir, ejercicio constante de presencia de Dios como un Hijo que lo hace todo bajo la mirada de su Padre. Acciones de gracias por todo, porque todo es bueno; desagravios por los pecados propios y por los ajenos; preguntarle muchas veces a Dios si estamos haciendo lo que Él quiere; no comenzar ningún asunto sin pensar antes qué quiere Dios de uno en ese negocio; cuando la tarea se presenta cuesta arriba y la fatiga abruma pedir alientos; cuando el esfuerzo se corona por el éxito, no olvidarse de dar gracias al Señor. que nos dio la fortaleza; cuando por calles y carreteras nos damos cuenta de la presencia de templos del Señor no ser tan atolondrados que no le dirijamos a Cristo oculto en el tabernáculo una jaculatoria que vaya a su corazón divino como una saeta encendida de amor. Y miradas a los cuadros e imágenes de la Virgen v piropos a nuestra Madre Inmaculada. «corazón dulcísimo de Maria, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra. Sé Tú misma nues­tro camino, porque Tú conoces la senda y el atajo cierto para llegar por tu amor al amor de Jesucristo».

«El alma se va hacia Dios como el hierro atraído por la fuerza del imán». En la mañana de un jueves, día consagrado a la Euca­ristía, el fundador del Opus Dei, el Padre, como hemos gustado de llamarle sus hijos espirituales, no pudo resistir la fuerza del imán divino y se le paralizó cl corazón de un modo fulminante, para que al mismo tiempo que su cuerpo caía en la esperanza de la resurrección de los muertos, su alma se abismase en las profundidades del

Amor divino, a cuyo impulso se entregó durante toda su vida como instrumento fidelísimo, alegre y humilde. El Señor, a quien él había ofrecido su vida, especialmente por la Iglesia, escuchó la petición de su siervo.

Con mirada sobrenatural, la muerte del fundador del Opus Dei es un momento plenamente gozoso, aunque los corazones que son de carne sientan en lo más profundo un dolor vivísimo.

Alimentan este «gaudium cum pace», esta alegría y esta paz, la fortaleza, renovada con su muerte, que por intercesión suya expe­rimentamos sus hijos, de continuar la Obra de Dios como borri­quillos humildes de noria que buscan con el constante esfuerzo de su apostolado, apoyado en la oración y el sacrificio, el agua que salta hasta la vida eterna; la única capaz de apagar la sed de Dios que, consciente o inconscientemente trae inquieta, desazonada, y a veces enloquecida, a una parte de la humanidad, que es voluntad de Cristo que sea salvada.

Artículo publicado en YA

Madrid, 9–VII-75