Erradicar la pobreza

Decía san Josemaría: 'Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del corazón de Cristo'. "Es posible que algún lector se admire oyendo esto al fundador del Opus Dei...", dice el autor de este artículo.

Deliberadamente -no es lo mío-, evitaré utilizar datos técnicos, cantidades o porcentajes, pero como recientemente se ha hablado de la condonación de la deuda a los países más pobres y de diversas formas de ayuda, deseo hacer unas reflexiones en torno al tema de la erradicación de la pobreza. No sé si será posible realizarlo de una manera completa -tal vez no-, pero un asunto tan sangrante como éste no puede dejarnos insensibles.

Ni el Norte opulento ni el Sur inmensamente pobre pueden sernos indiferentes, ni tampoco las bolsas de pobreza existentes en el Norte o las de riqueza insultante en el Sur.

A pesar de algunas afirmaciones relativas a que determinados problemas sólo afectan a los que los practican -aborto, divorcio, eutanasia, práctica religiosa, uniones homosexuales equiparadas al matrimonio, modelos escolares, etc.-, no me parece cierto, como tampoco lo considero así en el tema que nos ocupa: la aldea global ni puede ser insolidaria, ni puede dejar de sentir como propios los problemas que en ella acontecen.

Existe un capilar sistema de vasos comunicantes, que nos interrelaciona a todos, y no sólo en lo económico, como a veces se piensa. Hay una comunión, para bien y para mal, entre todos los seres humanos.

Y así sucede con la pobreza. La miseria lacerante de tantos nos hace peores a todos, desdice de la dignidad personal, nos atañe en nuestra misma humanidad, no sólo porque -como ha dicho el magisterio de la Iglesia- todos los bienes tienen una hipoteca social, sino porque es capital, para la dignidad del pobre, la elevación del umbral que le acerque a los niveles humanos de alimentación, vivienda, sanidad, educación, conocimiento de los valores religiosos -también existe pobreza de Dios-, etc.

Pero es igualmente capital, para la dignidad del más rico, la posesión de unas entrañas de justicia y misericordia afectivas y efectivas, de modo que sea solidario con las necesidades de personas, comarcas o países; en más o menos, según sus posibilidades. Y lo que se afirma de las personas singulares o sociedades menores, debe decirse igualmente de los estados.

No es posible mantener una diferencia, cada vez mayor, entre unos seres humanos y otros sólo por la familia o el lugar de nacimiento. Es ciertamente un asunto complejo, debido a la corrupción, el desorden y hasta a la falta de estructuras para repartir mejor la riqueza. Ya he dicho que no podía entrar en detalles técnicos, pero si hay voluntad verdadera de afrontar el tema, habrá soluciones.

Escribía San Josemaría: «Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del corazón de Cristo. Los cristianos -conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo- han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, ese cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres». Antes, «ante tantas injusticias que no se remedian», recuerda las palabras de Cristo para los que -en los demás- no le dieron de comer o de beber, o no cubrieron su desnudez, ni fue el peregrino recibido, ni el enfermo o encarcelado visitado.

Es posible que algún lector se admire oyendo esto al fundador del Opus Dei; quizá también mis propias palabras. No me importa entrar -con términos taurinos- en corto y por derecho. Tal vez ese hipotético lector ha oído hablar de las presuntas riquezas del Opus Dei. Pues bien, la Obra no tiene nada, y sus labores apostólicas -autónomas económicamente- se sostienen con las aportaciones de los fieles de la Prelatura, de cooperadores y amigos, porque son habitualmente deficitarias; no conozco ninguna que no lo sea, es decir, cuantas más actividades hay, más se engrosa el déficit.

Y es preciso buscar nuevos recursos entre los que dan todo o dan algo. Puede ser que algunos no entiendan este servicio prestado en los cinco continentes -muchísimas veces entre personas muy indigentes- de una manera desinteresada y por amor a Dios y a la humanidad. Yo no puedo obligarles a entender, pero sí puedo afirmar que sé de centenares de sacrificios heroicos para sacar adelante esas tareas. Dios lo sabe. Y me basta.

Podría también argüirse con el manido tema de las riquezas de la Iglesia. Esos edificios, objetos sagrados, etc. son para el culto y para el disfrute cultural de los ciudadanos. La Iglesia las mantiene con esfuerzo y a duras penas. Se habla de venderlas para que coman los pobres, cuando se sabe que serían pan para hoy y hambre para mañana. Pero, además, ¿por qué no se dice que venda el Estado los museos o grandes edificios que posee? ¿Por qué no se pide a los presuntos compradores de las obras de la Iglesia que las vendan también y, así sucesivamente, en una cadena interminable?

Todo el mundo sabe que la Iglesia, a través de sus plurales instituciones, es la entidad que más trabaja por los necesitados -de maneras muy diversas- en el mundo entero.

Esa pobreza de la Iglesia, y del mismo Opus Dei -que es una parte de la Iglesia-, es la que no debemos erradicar: la de mucha gente que se quita de lo propio para dar a otros, la de tantos héroes anónimos que dan vida a una escuela en África, a un hospital para enfermos terminales, a un asilo para ancianos sin fortuna, a mil entidades diversas que acogen el dolor, la pobreza y la marginación. Y también otras -universidades, escuelas de negocios, colegios, etc.- que pretenden formar hombres y mujeres solidarios, dispuestos a erradicar la otra pobreza, la sangrante, la que no debe ser ajena a nadie.

Termino con otro texto de San Josemaría: «Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con una alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar».

«Los bienes de la tierra repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de paz y de sabiduría, vidas humanas que son santas, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor».

Pablo Cabellos, vicario de la delegación del Opus Dei en Valencia / Las Provincias