“Se identificó con la Voluntad de Dios”
La beatificación de Josemaría Escrivá nos dice que este sacerdote de nuestro siglo se encuentra en el coro de los que alaban a Dios y que en él se hacen realidad las palabras de la lectura de hoy: «A los que predestinó (...) a esos también los glorificó» (Rom 8, 30). La glorificación no pertenece al futuro, sino que ya ha tenido lugar: nos lo recuerdan las beatificaciones. «Alabad a nuestro Dios (...), pequeños y grandes»: Josemaría Escrivá oyó esta voz y la entendió como la vocación de su vida, pero no la aplicó solamente a sí mismo y a su propia vida. Consideró como misión suya transmitir la voz que sale del trono, hacerla oír en nuestro siglo. Ha invitado a los grandes y a los pequeños a alabar a Dios, y precisamente por esto él mismo ha glorificado a Dios.
Josemaría Escrivá se dio cuenta muy pronto de que Dios tenía un plan con él, de que quería algo de él. Pero no sabía qué era. ¿Cómo podría encontrar la respuesta, dónde debía buscarla? Se puso a buscar, sobre todo escuchando la palabra de Dios, la Sagrada Escritura. Leía la Biblia no como un libro del pasado, ni como un libro de problemas sobre los que discutimos, sino como una palabra del presente, que nos habla hoy: una palabra en la que cada uno de nosotros somos protagonistas y debemos buscar nuestro sitio, para encontrar nuestro camino. En esta búsqueda le movió especialmente la historia del ciego Bartimeo que, sentado a la vera del camino de Jericó, oyó que pasaba Jesús e imploró a gritos su misericordia (Cfr Mc 10, 46-52). Mientras los discípulos intentaban hacer callar al mendigo ciego, Jesús se dirigió a él y le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?» Bartimeo le respondió: «¡Señor, que vea!» Josemaría se reconocía a sí mismo en Bartimeo: ¡Señor, que vea! era su constante clamor: ¡Señor, hazme ver tu voluntad!
El hombre empieza a ver verdaderamente, cuando aprende a ver a Dios. Y comienza a ver a Dios, cuando ve su voluntad y está dispuesto a hacerla suya. El deseo de ver la voluntad de Dios y de identificar la propia voluntad con la suya fue siempre el verdadero móvil de la vida de Escrivá «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.» Ese deseo y esa incesante súplica le fueron preparando para responder, en el momento de la iluminación, como Pedro: «Señor, en tu nombre echaré la red» (Lc 5, 5). Su sí no era menos aventurado que aquel sí en el lago de Genesaret después de una noche infructuosa: España se encontraba revuelta por el odio a la Iglesia, a Cristo, a Dios. Intentaban arrancar del país a la Iglesia, cuando recibió el encargo de echar la red para Dios. Desde entonces y a lo largo de toda su vida, como pescador de Dios, fue echando la red divina sin cansancio en las aguas de nuestra historia, para atraer a la luz a grandes y pequeños, para devolverles la vista.
La voluntad de Dios. San Pablo dice sobre esto a los Tesalonicenses: «Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (Thes 4, 3). La voluntad de Dios es, en último término, muy sencilla, y en su núcleo siempre la misma: la santidad. Y santidad significa, como nos dice la Lectura de hoy, llegar a ser semejantes a Cristo (Cfr Rom 8, 29). Josemaría Escrivá consideró esta llamada no sólo dirigida a sí mismo, sino sobre todo como un encargo para transmitir a los demás: animar a la santidad y congregar para Cristo una comunidad de hermanos y hermanas.
El significado de la palabra «santo» ha experimentado a lo largo de los tiempos un estrechamiento peligroso, que sin duda sigue influyendo aún hoy. Nos hace pensar en los santos que vemos representados en los altares, en milagros y virtudes heroicas, y nos sugiere que la santidad es para unos pocos elegidos, entre los que no nos podemos incluir. Entonces dejamos la santidad para esos pocos, cuyo número desconocemos, y nos conformamos simplemente con ser como somos.
En medio de esta apatía espiritual, Josemaría Escrivá ha actuado como un despertador, clamando: No, la santidad no es lo extraordinario sino lo ordinario, lo normal para cada bautizado. La santidad no consiste en ciertos heroísmos imposibles de imitar, sino que tiene mil formas y puede hacerse realidad en cualquier sitio y profesión. Es lo normal y consiste en dirigir a Dios la vida ordinaria y penetrarla con el espíritu de la fe.
Consciente de este encargo, nuestro Beato viajó incansablemente por distintos continentes, hablando a las gentes para animarles a ser santos, a vivir la aventura de ser cristianos dondequiera que sea el sitio de cada uno en la vida. Así, llegó a ser el gran hombre de acción, que vivía de la voluntad de Dios y llamaba a otros hacia ella sin convertirse por eso en un «moralizador». Sabía que no podemos hacernos justos a nosotros mismos; igual que el amor presupone lo pasivo de ser amado, así la santidad va siempre unida a algo pasivo: aceptar el ser amado por Dios.
Su fundación se llama Opus Dei , no Opus nostrum . No quería crear su obra, la obra de Josemaría Escrivá: no pretendía hacerse un monumento a sí mismo. Mi obra no es mía, podía y quería decir en la línea de Cristo, en identificación con Él (Cfr Ioh 7, 16): no quería hacer lo suyo propio, sino dejar sitio a Dios, para que hiciera su Obra. Seguramente era consciente también de lo que Jesús nos dice en el Evangelio de San Juan: «La obra de Dios es que creáis» (Ioh 6, 29), es decir, entregarnos a Dios para que pueda actuar a través de nosotros.
De esta manera surge una nueva identificación con una palabra de la Escritura. La palabra de Pedro en el Evangelio de hoy llegó a ser su propia palabra: Homo peccator sum -soy un hombre pecador-. Cuando nuestro Beato reconoció la pesca abundante de su vida, se asustó como Pedro al ver su miseria en comparación con lo que Dios quería hacer en y a través de él. Se llamaba a sí mismo «fundador sin fundamento» e «instrumento inepto»: sabía y veía con claridad que todo eso no lo había hecho él, que no podía hacerlo, sino que Dios actuaba a través de un instrumento que parecía totalmente inepto. Y esto es lo que, en último término, quiere decir «virtud heroica»: se hace realidad lo que sólo Dios puede hacer.
Josemaría reconocía su miseria, pero se entregó a Dios sin preocuparse de sí mismo, sino manteniéndose disponible para la voluntad de Dios; prescindió de sí mismo y de todo interés personal. Una y otra vez hablaba de sus «locuras»: comenzar sin ningún medio, empezar en medio de lo imposible. Parecían locuras que debía arriesgarse a hacer, y se arriesgó. En este contexto vienen a la mente aquellas palabras de su gran compatriota Miguel de Unamuno: «Sólo los locos hacen lo sensato, los sabios no hacen más que tonterías». Se atrevía a ser algo así como un Don Quijote de Dios. ¿O acaso no parece «quijotesco» enseñar, en medio del mundo de hoy, la humildad, la obediencia, la castidad, el desprendimiento de las cosas materiales, el olvido de sí? La voluntad de Dios era para él lo verdaderamente razonable y así se mostró racional lo aparentemente irracional.
La voluntad de Dios. La voluntad divina tiene su lugar concreto y su forma concreta en este mundo: tiene un cuerpo. El Cuerpo de Cristo ha quedado en la Iglesia. Por eso no se puede separar la obediencia a la voluntad de Dios, de la obediencia a la Iglesia. Solamente si incluyo mi propia misión en la obediencia a la Iglesia, tengo la garantía de considerar mis propios ideales como la voluntad de Dios, de seguir realmente su llamada. Por eso, para Josemaría Escrivá el baremo básico de su misión fue siempre la obediencia a la Iglesia jerárquica y la unión con ella. En esto no hay nada de positivismo, de autoridad: la Iglesia no es un sistema de poder; no es una asociación para fines religiosos, sociales o morales, que va ideando el modo de alcanzar mejor esos fines; y, si fuera el caso, lo sustituye por otros más acordes con los tiempos actuales.
Cuando a la edad de dos años Josemaría Escrivá había enfermado muy gravemente y estaba desahuciado por los médicos, su madre decidió dedicarlo a María. Con indecibles dificultades llevó a su hijo, por un camino áspero, a la Ermita de Nuestra Señora de Torreciudad y lo entregó allí a la Madre del Señor, para que fuese madre de él. Así Josemaría se supo toda su vida bajo el manto de la Virgen, que era su Madre. En su cuarto de trabajo, frente a la puerta, había un cuadro de Nuestra Señora de Guadalupe; esta imagen acogía su primera mirada cada vez que entraba. Recibió también su última mirada. A la hora de su muerte, apenas había entrado en la habitación y mirado a la imagen de la Madre, cayó al suelo. Mientras moría tocaban las campanas, el Ángelus, anunciando el “fiat” de María y la gracia de la Encarnación del Hijo, nuestro Salvador. En este signo, que estaba al principio de su vida y le señalaba la dirección, volvió a Dios.
Vamos a dar gracias ad Señor por este testigo de la fe en nuestro tiempo, por este incansable pregonero de su voluntad, y vamos a pedir: ¡Señor, que yo también vea! ¡Haz que reconozca tu voluntad y la haga! Amén.
Homilía en la Basílica de los Doce Apóstoles.
Martes 19 de mayo de 1992
Cardenal Joseph Ratzinger
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe