En medio del mundo

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En buena parte de los tratados de espiritualidad de los últimos siglos, tener vocación implicaba el abandono de unos estratos para sumergirse, de acuerdo con distintas reglas, en la búsqueda exclusiva de Dios al margen de las líneas de lo temporal. El mundo se consideraba casi ajeno a cualquier intento de aproximación vital a las verdades teologales. Pero el Evangelio ha dado a los hombres, además, otra significación: “ sicut me misisti in mundum, et ego misi eos in mundum ”(8): Igual que Tú me enviaste al mundo, Yo les envío a ellos....

Cuando Monseñor Escrivá de Balaguer proclama que la llamada a la santidad para la mayoría de los cristianos tiene lugar en medio del mundo, que es el lugar de encuentro con Dios, el recuerdo imborrable de la Encarnación de Cristo, y que el trabajo cabal, costoso y creador es un medio idóneo para buscar la santidad, va a encontrar incomprensión y resistencia a este mensaje, en amplios sectores de opinión.

Se entiende mejor esta incomprensión si se tiene en cuenta que el valor trascendente del trabajo como eje de la vida humana no se mide por la mayor o menor importancia que le otorga la sociedad, sino por el amor a Dios y el radical espíritu de servicio con que se lleve a cabo. Se destruyen así todos los estamentos de clases y elitismo, definiéndose la categoría de las tareas en función del amor con que se realizan.

«Para mí es tan importante la vocación al Opus Dei de un mozo de estación como la de un dirigente de empresa. La vocación la da Dios, y en las obras de Dios no caben discriminaciones» (9).

Esta actitud de amor al mundo, como salido de las manos de Dios, y a sus nobles realidades, la acogida a toda dedicación humana y la libertad y responsabilidad, exclusivamente personales, consecuencia de la dignidad del hombre, producirán conmoción. Sin embargo, tal doctrina es idéntica a la testimoniada por la vida de los primeros cristianos dispersos en un quehacer universal, unidos por el único nexo capaz de aunar sin anular, de transformar sin destruir, de elevar sin segregar: el amor y la fidelidad, en la medida de las propias fuerzas y limitaciones, al mensaje de Jesucristo.

« Sueño -y el sueño se ha hecho realidad- con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que El las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre» (10).

«El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación (...). No sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora»(11).

En este tiempo, el seglar, el hombre de la calle, con sus inquietudes y avatares personales, entendía frecuentemente el apostolado exclusivamente como colaboración en actividades emanadas de la jerarquía eclesiástica. La situación histórica de España favoreció, además, un cierto carácter combativo de muchas actividades del apostolado seglar.

Estos datos ayudan a comprender lo sorprendente de una institución con las características del Opus Dei. El clima de secularidad e iniciativa personal en que se mueve llevará a su Fundador a ser calificado de progresista, hereje y loco. Porque conocía perfectamente el momento eclesial e intelectual en que esta realidad de Dios venía al mundo, supo hasta qué punto habría de defenderla. Llevó su verdad como el que se siente responsable ante Dios y ante la Iglesia, con la certeza de quien se sabe elegido como acequia y arcaduz de un mensaje incambiable.

«Menos aún podrán detenernos, o disminuir la firmeza de nuestro paso -vamos al paso de Dios-, las dificultades de comprensión que nuestro camino encuentre, porque nadie puede frenar una impaciencia santa, divina, por servir a la Iglesia y a las almas.

Acrecentad, pues, vuestra fe y confianza en Dios. Y tened también un poco de fe y de confianza en vuestro Padre, que os asegura que procedéis en la verdad, obedeciendo a la Voluntad de Nuestro Señor, y no a la débil voluntad de un pobre sacerdote... “que no quería”, que no pensó ni deseó nunca hacer una fundación» (12).

Siempre obró en plena conformidad y obediencia a la jerarquía eclesiástica competente; desde el primer momento contó con la bendición y cariño del entonces Obispo de Madrid, don Leopoldo Fijo y Garay.

Durante más de cuarenta años ha tenido que mostrar, en unos países con mayor insistencia que en otros, el verdadero rostro sobrenatural de la misión que Dios le confió aquel 2 de octubre de 1928 y que él ha transferido intacto a sus hijos de todo el mundo. Jamás le arredrarán las dificultades humanas, las habladurías o vejaciones de cualquier género que haya podido soportar, atemperadas siempre, eso sí, por su respeto imperturbable hacia los protagonistas y el buen humor resistente a las contradicciones. Como escribía el Cardenal Primado de España en 1975:

«Sumergido para siempre en la vivencia cálida del misterio de la Iglesia, más que enfrentarse con las dificultades, lo que hacía era incorporarlas y asimilarlas hasta hacerlas correr dentro de su sangre como un alimento más de su vida de fe. De ahí que lo que parecía optimismo temperamental era más bien realismo cristiano, que ni se arredra ni huye por muy oscuro que se presente el horizonte. Era la Iglesia de Cristo la que invitaba a trabajar así, porque así tienen que ser siempre las cosas para los seguidores del que llevó la cruz»(13).

Con su tenacidad sonriente seguirá diciendo, durante cuarenta y siete años, que «hemos de amar al mundo porque es el ámbito de nuestra vida, porque es nuestro lugar de trabajo, porque es el campo de batalla -hermosa batalla de amor y de paz-, porque es donde nos hemos de santificar y hemos de santificar a los demás»(14).

De este modo y con una gozosa sencillez, volverá a colocar la invitación de Cristo al alcance de todos los fieles de la tierra. Sin perder nada de su exigencia, la santidad adoptará, además, la forma específica y circunstancial de cada hombre o mujer, de cada situación, de cada ruta en la multiforme elección de los seres humanos. Ha metido el concepto de la perfección cristiana dentro del bolsillo de lo cotidiano, de lo habitual, como un amigo de palabra sonriente y conciliadora.

Ante el asombro que causa esta espiritualidad netamente evangélica, escribirá en «Camino».

«Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. -¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores...Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos»(15).

Años más tarde confiaba a miles de personas las inspiraciones divinas de aquel día ya lejano, en el que vio el horizonte de la Obra:

«Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria... » (16)