En la tercera hora

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En una ocasión, el Fundador dirá a un grupo de hijas suyas: «¿Sabéis que me habéis costado mucho vosotras, hijas mías? Más que los hombres (...).

¡Me habéis salido a la tercera vez! Yo pensé que en el Opus Dei no habría mujeres. Sin milagrerías. Recuerdo que una vez lo escribí; y al mes, o a los dos meses, no sería mucho más, el 14 de febrero de 1930, comencé a celebrar la Santa Misa pensando que no habría mujeres en el Opus Dei, y terminé la Misa sabiendo que el Señor quería que hubiese una Sección de mujeres»(57).

Efectivamente, ni la primera ni la segunda vez que el Padre lo intenta consigue abrir cauce con las mujeres de la Obra. Habrán de irse, en su mayor parte, porque no acaban de comprender la vocación propia del Opus Dei, de santificarse en el ejercicio del trabajo profesional en el mundo. Jamás violenta don Josemaría la decisión de una persona. Expone el mar sin orillas de esta nueva singladura de la Iglesia, pero deja todas las puertas abiertas a la libertad. Son muchos los testimonios que subrayan su ayuda espiritual, desinteresada, para andar los pasos hacia una entrega de otro signo; para perseverar, por ejemplo, en una vocación claustral. Siempre ha sido propicio a impulsar por su camino a cada caminante.

El Fundador reza, en estos años, por la llegada hasta la Obra de mujeres preparadas para desarrollar un serio trabajo profesional entre sus iguales. Con capacidad de entender la gran empresa a que Dios quiere llamarlas. No resulta fácil en el contexto social de este tiempo porque, como escribe Peter Berglar:

«El hecho de que el Fundador pensara, hasta que Dios le "corrigió", que (el Opus Dei) se refería exclusivamente a los varones, se debe a que la concepción de cualquier entrega total en celibato, al margen de una consagración religiosa (es decir, una entrega laical, cien por cien secular), era ya, respecto a los varones, algo nuevo, revolucionario; pero respecto a las mujeres parecía un imposible»(58).

Hay una mujer que permanecerá leal a lo largo de este tiempo: se llama Lola Fisac. Allá, en su luminoso y plano campo de Daimiel, ha conocido la existencia de la Obra a través de su hermano. En septiembre de 1935 van a someterla a una intervención quirúrgica. Le anima saber que el Fundador de la Obra, que ha tenido noticia de la operación, rezará por ella.

Meses más tarde, cuando se declara la guerra civil en España, su hermano Miguel ha de ocultarse en su casa de Daimiel para escapar a una muerte segura. El Padre le escribe desde la Legación de Honduras en 1937. Y, para no comprometerle, dirige las cartas a su hermana. Lola va conociendo incidencias relacionadas con la Obra a través de estas líneas que llegan habitualmente de un refugio a otro. Y en mayo de 1937, don Josemaría le dice: «me gustaría mucho que llegaras a ser nieta mía». Con este laconismo, por imperativo de la censura de guerra, le pregunta si quiere unirse a una tarea que exige coraje y amor grandes, como para cruzar el mundo por Dios y buscarle en el trabajo de cada día.

Y Lola, que conoce poco más que el contenido de esta carta, sabe que va a intentarlo. Y que lo desea con todas sus fuerzas. Escribe a vuelta de correo:

-Abuelo, de lo que me dice le contesto que sí (59).

El 19 de abril de 1939, terminada la guerra, don Josemaría viaja hasta Daimiel y habla personalmente con ella. La entrevista tiene lugar en la mañana del 20. El Padre abre el horizonte de la Obra y la amplitud de sus apostolados. La luz de los campos recién germinados pone contrapunto en las palabras del Fundador: la mies empieza a crecer y Jesucristo llama a nuevos obreros. Allá lejos, los molinos manchegos juegan con el aire. Dios escucha y acepta la afirmación de una entrega a su servicio.

Más adelante viaja a Madrid. Junto a doña Dolores y Carmen, aprenderá multitud de cosas en relación con el trabajo de administración de la Residencia de Diego de León.

Mientras tanto, en Valencia, una hermana de Paco Botella también ha establecido contacto con el Opus Dei. Durante uno de los viajes que el Fundador de la Obra hace a la ciudad del Turia, le dicen a Enrica Botella que el Padre desea conocerla. En Samaniego, pasa a una salita próxima a la entrada y allí ve a un sacerdote alto, con gafas, que le saluda cordialmente y exclama:

-«¡Eres igual que Paco!...».

Pedro Casciaro interviene:

-«¿No le conoces? Es don Josemaría Escrivá de Balaguer».

-«¡Ah!... ¡El autor de "Camino"!...».

El Padre, de un modo llano y cordial, habla a Enrica de su familia: del agradecimiento que la Obra tiene a sus padres y del afecto que todos profesan a su hermano Paco. Enrica se asombra de que les conozca tan bien y del cariño que rezuman sus palabras. Ha ido acompañada de su prima, Teresa Espinós, y a las dos les enseña con detalle el oratorio de Samaniego. Cada gesto, cada inclinación ante el altar, es una manifestación de fe que no les pasa inadvertida. Y se sienten inexplicablemente impulsadas a colaborar en cualquier tarea que quiera encomendarles.

Unas semanas después Paco hablará de la Obra a su hermana mayor, y le explicará la vocación al Opus Dei para santificarse en medio del mundo. Así se lo ha pedido el Padre. Enrica no ha sentido nunca la llamada especial a esta dedicación. Ha pensado en crear un hogar propio, y así se lo hace saber a su hermano de un modo rotundo.

Sin embargo, un año más tarde, cuando tiene noticias de una nueva llegada del Fundador a Valencia, se acerca a saludarle: -«Padre, mi hermano me ha hablado de la Obra». El Padre le contesta:

-«Estoy pidiendo tu vocación»(60).

Enrica no puede explicarse el fenómeno, pero desde aquel momento se siente ya en el Opus Dei. Hay tal fe en aquellas palabras ue le resulta imposible suponer que no se realizará lo que el Padre y su hermano están pidiendo a Dios. Se llena de seguridad para emprender un arduo camino con la esperanza de alcanzar la meta. El 7 de abril de 1941, pedirá la admisión en el Opus Dei.

A finales de marzo de 1941, el Padre dirige unos ejercicios espirituales para mujeres en Alacuás (Valencia). La noticia de que las meditaciones correrán a cargo del autor de «Camino» se ha extendido por la ciudad. La casa está llena. Incluso hay un grupo que debe regresar diariamente a Valencia porque ya no quedan más habitaciones.

Entre las que asisten se encuentra Encarnación Ortega. Es muy joven, rubia, con los ojos claros. Y un perfil que subraya el gesto de decisión y firmeza. Sin embargo, no le trae a Alacuás ningún ideal determinado. Prefiere observar de lejos, en una indagación que puede o no resultar interesante.

Ya en la primera meditación le sorprende la fe palpable de este hombre que asegura, con certeza contagiosa, que Dios está allí. Una fuerza que no podía prever le pone en presencia de Jesucristo. Tampoco acierta a explicarse muy bien por qué decide, aquella tarde, hablar con el Padre. Desea simplemente oír alguna visión esperanzada del mundo, del trabajo, por parte de este sacerdote que parece poseer una fe viva y consecuente. Y el Padre, después de un brevísimo preámbulo, le habla de la Obra: de la santidad en las tareas cotidianas, de permanecer en el mundo para elevarlo a Cristo, de la inquietud apostólica de los primeros cristianos, de la filiación divina, de la sinceridad, lealtad y alegría, para enrolarse en esta empresa de Dios.

Encarnita se siente deslumbrada por esta panorámica. Y se asusta. No comprende que Dios pueda solicitar su vida sin preámbulo alguno. Hace el propósito de no indagar más, pero no puede silenciar este grito dentro de su alma. Su ánimo oscila en sentimientos contradictorios. El último día, cuando don Josemaría la llama para despedirse, todo se calma, se apacigua. Le inunda una decisión firme y tranquila. Una seguridad honda, casi sobrecogedora.

-«Sólo quería decir una cosa: que estaba dispuesta a todo»(61).

El Fundador le explica, entonces, la dureza del camino que va a emprender: pobreza, disponibilidad, renuncia a toda conveniencia personal... Pero ya no importa nada. Esta mujer ha tomado su decisión. Al día siguiente, conocerá a Enrica Botella. Son, en esa fecha, las dos únicas vocaciones femeninas del Opus Dei en Valencia.

A lo largo de estos meses, el Padre vendrá muchas veces desde Madrid. Se ocupará personalmente de su formación. Otras amigas empiezan a frecuentar su dirección espiritual. Un alto número de vocaciones se aproxima.

El Padre les habla del verdadero espíritu de la mujer fuerte: aquella que en pie, como la Virgen junto a la Cruz, ante el amor y la dificultad, mantiene la alegría y el esfuerzo. Esa cuya luz no se apaga ni siquiera en medio de la noche, porque Dios, eternamente en vela, está impulsando sus manos y su corazón.

A su muerte, el Fundador del Opus Dei contaba con hijas de su espíritu dedicadas a las más variadas profesiones y oficios. Gerentes de Empresa, profesoras de Universidad, empleadas, abogados, médicos, doctoras en Teología... Y otras que habían llevado su preparación y competencia también a las tareas del hogar. A lo largo de sus recorridos por el mundo, el Padre ha encontrado personas de toda condición que han agradecido, públicamente, está inclusión de cualquier oficio en la idéntica llamada a la santidad.

Desde agosto de 1940 acude a su dirección espiritual Nisa González Guzmán. Ha conocido al Padre en León y, como en los casos anteriores, se ha sentido atraída inmediatamente por la sinceridad y la fe de este sacerdote que quiere poner el mundo a los pies de Cristo. Esta mujer joven que habla varios idiomas, que ha viajado mucho y tiene una vida holgada junto a los suyos, no se ha planteado nunca el problema de una vocación de entrega total a Dios. Pero, desde que conoce a don Josemaría Escrivá de Balaguer, camina frente al cielo limpio de su tierra con un arduo dilema de generosidad. Porque la idea del Opus Dei ha echado raíces en su alma. Y en mayo de 1941 aparece en Madrid y se encamina a la Residencia de Diego de León. Le pide al Padre que acepte su decisión de formar parte del Opus Dei (62).

Mientras se busca una casa adecuada para la Sección de mujeres de Madrid, Nisa retorna con los suyos. Recibe noticias frecuentes de Encarnita, Lola... Y del Padre, que le anima a prepararse para seguir con pie firme los caminos universales que ha de andar la Obra.

En agosto de 1941 vuelve a Madrid. En estas fechas la casa de Diego de León está vacía y presta alojamiento a las primeras mujeres del Opus Dei. El Padre les imparte un curso intenso de formación. Les habla de crecer para adentro, de echar hondas raíces en la tierra nueva del espíritu de la Obra. Abre el horizonte de este mar sin orillas y pide para todas una «fe de fuego». Una ardiente clarividencia que las lleve por todos los caminos de la tierra.

Al cabo de los años, Nisa cruzará repetidamente las rutas del mundo: Francia, Canadá, Estados Unidos, Italia, Inglaterra. Algunas veces será la primera en llegar -enviada por

el Fundador- en busca de un espacio en el que puedan acampar los pasos del Opus Dei.