En la Facultad de Derecho

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En 1922, su familia cambia nuevamente de casa en la ciudad de Logroño. Regresan al antiguo edificio de Sagasta. Pero esta vez, don José ha logrado alquilar un segundo piso. Allí permanecerán hasta que los acontecimientos, en su inquieta evolución, vuelvan a empujarles. Josemaría acuerda con su padre la formalización de matrícula en la Facultad de Derecho, en Zaragoza. Tendrá que finalizar primero la formación del Seminario para poderse dedicar al estudio de las asignaturas universitarias. Emplea el tiempo de verano en preparar las materias de la licenciatura de Derecho, robando horas al sueño y al descanso.

En septiembre de 1923 se examina de las dos primeras asignaturas que, con carácter previo, se cursan en la Facultad de Filosofía. Obtiene, una vez más, brillantes califcaciones(9).

Unos meses antes, el 4 de junio de 1923, el Cardenal Soldevila cae bajo las balas de un comando anarquista. Trece disparos, que taladran la parte posterior de su coche, le quitan la vida frente a las Escuelas del Terminillo, atendidas por las Hijas de la Caridad. Josemaría pasa la noche velando el cadáver de su Arzobispo y amigo.

El 13 de septiembre de este mismo año, el General Primo de Rivera, tras un golpe de Estado favorecido por el Rey, inicia en España la etapa histórica conocida con el nombre de «la Dictadura».

Durante el año académico de 1923-24, Josemaría Escrivá se matricula de varias asignaturas correspondientes a los cursos preparatorio, primero, segundo y tercero, en la Facultad de Derecho. Atiende, con responsabilidad, las obligaciones que, como Inspector del Seminario, le competen; concluye su quinto curso de Teología en la Universidad Pontificia(10). El 14 de junio de 1924 y en la iglesia del Real Seminario de San Carlos, recibe el Subdiaconado de manos de don Miguel de los Santos Díaz Gómara, Obispo titular de Tagora(l11).

En el verano de 1924 continúa estudiando con intensidad, y consigue examinarse, en septiembre, de siete asignaturas de Leyes; y en algunas de ellas, como el Derecho Romano y el Canónico, obtiene Matrícula de Honor. Le gusta la vida universitaria. Es ésta una vocación que no le abandonará nunca: el apostolado entre los estudiantes será una de sus apasionadas dedicaciones. Los alumnos que coinciden con él recordarán su presencia con el traje talar, adecuado a su condición: sotana, manteo y teja. Pero su

imagen está siempre adscrita a la de los grupos de estudiantes que se reúnen, en los minutos de descanso, a charlar en el patio de la Facultad, en los pasillos o a la puerta de las aulas. Comparte sus inquietudes, participa de sus conversaciones y sabe cultivar la amistad de todos. También la de algunos que se manifiestan ideológicamente hostiles, solamente por su condición de clérigo. En broma, alguna vez, le llegan a preguntar:

-«¿Por qué no te vas con los curas?».

-«Porque quiero estar con vosotros»(12).

No sermonea ni moraliza, pero su presencia infunde el respeto necesario. Sabe reír, disculpar, cortar una situación molesta con gracia. Y esto hace su compañía agradable y cordial.

Nadie adivinaría, sin pararse en una consideración' más profunda, que este joven seminarista, alegre y buen estudiante, pasa muchos ratos junto al Altar Mayor de la iglesia de San Carlos; que acude, sin falta, a su cita diaria con la Virgen Patrona de la ciudad aragonesa; y que en su interior se enciende el fuego apostólico cuando convive la jornada cotidiana con sus compañeros de estudios. Desea extender el amor de Jesucristo a todas las almas, alimentar el entusiasmo de aquellos corazones que le rodean; hablar de la llamada y el barrunto de amor que no le cabe dentro. Y, en la intimidad con Dios, sigue diciendo: “Ut videam!... ut videam”! Que tenga luz para saber el qué y el cómo de aquella insinuación divina que le ha llevado al Seminario y al sacerdocio. De esta etapa es una imagen de la Virgen del Pilar, una escayola de reproducción popular, que pertenece a su tío Carlos Albás, y que le ha permitido grabar, en la base y con un clavo: «” Domina, ut sit ”! Señora, que sea». Palabras que resumen la petición y afirmación de su entrega.

Algunas autoridades que escribirán, cincuenta años más tarde, la apología de Josemaría Escrivá de Balaguer, serán amigos forjados durante esta etapa que transcurre entre las aulas y el Seminario: don Félix Lasheras, el profesor Legaz Lacambra y Monseñor José López Ortiz. Este último escribirá: «le recuerdo, ya entonces, con todas esas cualidades que tanto me han llamado la atención en él siempre, y que le hacían ganar las simpatías de todos. Era muy piadoso, y en lo humano abierto, expansivo, lleno de vivacidad, de agilidad, muy comunicativo; sencillo, de un gran corazón y una extraordinaria inteligencia»(13).

Sería difícil adivinar, durante estos años de estudio y trabajo intensos, que tiene cerrados todos los caminos humanos, que se encuentra en honda oscuridad interior: la quiebra económica de su padre y la soledad de Zaragoza. Unicamente cuenta con Dios y con la fortaleza de este Pilar sobre el que se entroniza la Virgen de Aragón, junto al que pasa incesante, como una apasionada y continua oración, el río Ebro.