Diario de Córdoba El prodigio de la Misericordia.
El relato cuenta la historia de un padre que tiene dos hijos, uno de ellos le pide, al padre, que le entregue lo que le corresponde pues se quiere ir de casa, y así lo hace, se va dejando al padre sumido en una inmensa tristeza y abatimiento.
El hijo viaja lejos de su tierra y dilapida sin sentido e inútilmente toda la herencia: lujuria, desenfreno, ostentación, vicios; y en breve tiempo acaba con su hacienda, y a partir de entonces para alimentarse, ya sin nada, dice el evangelio que tiene que recurrir a vivir cuidando cerdos y alimentándose con lo que ellos comen.
Y entonces, en aquel hábitat de mendicidad, melancolía, tristeza, abatimiento y soledad, se acuerda de su padre y de su casa, y arrepentido quiere volver, pero tiene duda de si su padre lo perdonará y lo recibirá. Es el temor que todos tenemos cuando pecamos, siempre nos queda la incertidumbre de si Dios nos va a perdonar de nuevo. Nos avergonzamos de nuestro pecado y nos cuesta trabajo volver, aunque en la mayoría de los casos sabemos que eso es lo que tenemos que hacer.
Pero aunque sabemos que el amor de Dios es muy grande, no sabemos si entenderá nuestro pecado y nuestra forma negligente y reincidente de actuar. El hijo de la parábola sabe que ha cometido un gran pecado y sabe también que su Padre es bueno, pero no sabe en su exacta medida la inmensa gravedad de su pecado, ni la grandeza ilimitada de la misericordia divina.
Es la “lucha” continua que se entabla entre el pecado y el perdón, entre la vida y la muerte, entre compartir nuestra vida con nuestro Dios o compartirla con nuestra propia miseria e iniquidad. Siguiendo con la parábola, el hijo arrepentido vuelve.
Y lo que no sabe este hijo, pecador e indignó, es que el padre desde que él se fue, cada día, otea el horizonte esperando con amor la llegada de su hijo. Una vez que el hijo se acerca a la casa, el padre que lo ve de lejos, sale corriendo a su encuentro y lo abraza: llenándolo de cariño y de ternura, llenándolo de amor y de vida, llenándolo de la inmensidad de todos sus dones.
Hace muchos años allá por el año 1972, en una meditación para jóvenes que organizaba el Opus Dei en Jaén, el santo y sabio sacerdote Don Ramón Romera nos decía comentando este relato, de una manera bellamente expresiva, que mientras que el amor de los hombres a Dios anda, el amor de Dios a los hombres corre.
Podemos decir que Dios se excede en el amor, Dios ama sin medida, sin cálculo, sin límites. La grandeza de Dios nos llega a los hombres a través de la inmensidad de su amor. Si fuésemos capaces de correr hacia el amor de Dios, Dios saldría a nuestro encuentro volando.
Me atrevo a decir que Dios sin el amor no existiría. Dios no puede existir sin lo esencial de su existencia que es el amor. Espero que este relato, en este año de la misericordia, nos ayude a entender a Dios y la plenitud de su esencia que es el amor. Y como consecuencia acerquémonos a Él a través del sacramento de la penitencia o de la reconciliación y arrepentidos recibamos alegres el grato abrazo del perdón.