El Pensionato

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Viale Bruno Buozzi, 73. La calle es tranquila y residencial, situada en el Parioli romano. Fue la duquesa Virginia Sforza-Cesarini quien hizo saber al Padre y a don Álvaro la existencia de esta casa grande, bonita -estilo “ quattrocento ” florentino-, rodeada de jardín y con espacio para construir nuevas edificaciones. El dueño, amigo de su familia, vendía la casa.

Hace tiempo que el Fundador y sus hijos recorren Roma en todas direcciones buscando un inmueble para instalar la Sede Central del Opus Dei. En el Vaticano le han aconsejado que determine de modo permanente su residencia en la Ciudad de los Papas.

«El Cardenal Tardini me empujaba: conviene que dispongáis de una casa grande cuanto antes (...). Hubo un momento en que pensamos adquirir lo que ahora es embajada de Irlanda ante la Santa Sede; por fortuna, un amigo nos dijo equivocadamente que ya estaba vendida. Por fin encontramos esta casa, mucho mayor y más barata»(1).

El Padre consulta también con Monseñor Montini, que le anima a comprar lo antes posible pues se trata de una gran casa y las condiciones de venta excepcionales. El Santo Padre, que la conoce muy bien porque fue a visitarla cuando era Secretario de Estado y existía la Legación de Hungría ante la Santa Sede, se alegrará al saber que la han adquirido(2).

La gestión tiene un inconveniente inicial: la casa ha sido Legación de Hungría ante la Santa Sede hasta 1947; a partir de esta fecha el gobierno de este país no mantiene relaciones con el Vaticano. Sin embargo, algunos húngaros la siguen ocupando sin pretexto alguno que justifique su estancia. Es una de tantas situaciones anómalas creadas por la última Guerra Mundial, difícil de resolver.

El dueño de los terrenos y del edificio es un noble italiano que desea el pago de la posible adquisición en efectivo y en francos suizos. Habrá varias entrevistas entre don Alvaro del Portillo y el propietario; todas, en la mayor cordialidad. Pero el Opus Dei no tiene moneda alguna de valor adquisitivo. El propio don Alvaro recordará así aquella situación:

«Logramos reducir mucho la cantidad que había fijado, hasta tal punto que parecía un regalo: dos o tres años más tarde hubiera valido treinta o cuarenta veces más. Pero ni siquiera disponíamos de esa pequeña cantidad. Tuvimos que fiarnos en todo de la misericordia de Dios, al mismo tiempo que poníamos los medios humanos a nuestro alcance. Aparte de usar el sable pidiendo dinero a todos los que podían dar, pensamos hipotecar el edificio. Para esto, había que tenerlo en propiedad, y antes era necesario pagar al menos una parte y no teníamos nada»(3).

También años después, el Fundador trae a la memoria aquellas laboriosas gestiones:

«El problema era el de siempre: que no teníamos dinero. Pero don Alvaro, que tiene tanta capacidad para convencer a la gente, fue a ver al propietario de la Villa. Recuerdo que le estuve esperando hasta las tantas de la mañana, rezando, para saber si había logrado convencerle de que le pagaríamos un adelanto con unas monedas de oro, y el resto en el plazo de uno o dos meses. Aceptó. ¡Y pagamos! No poseíamos nada, pero pagamos, porque teníamos una fe inmensa»(4).

Parecía un imposible. Los ahorros y privaciones económicas de los miembros de la Obra, que estaba comenzando su labor en diversos lugares, y la ayuda de otras personas, no alcanzaban a cubrir ni la primera parte del crédito. Contaban, sin embargo, con un valor cuyo precio en metálico resulta incalculable: la oración constante por esta empresa sobrenatural en la que se habían embarcado sin vacilación alguna. Si Dios necesitaba este lugar para su Obra, ordenaría las circunstancias para dárselo. Y así fue. Don Alvaro intentó la última gestión: no tenía la cantidad estipulada, pero le pedía que aceptase como crédito un pequeño montón de monedas de oro.

Increíblemente, el propietario aceptó. Tal era la confianza que le inspiraba este grupo de hombres a los que veía exclusivamente impulsados por miras sobrenaturales. Durante años, las obras y deudas de la Sede Central del Opus Dei exigirán la entrega generosa, la donación económica de las gentes más variadas de todos los lugares del mundo donde la Obra lleve la verdad de Jesucristo.

El dueño solamente insiste en una condición reiterativa: habrán de pagarle en francos suizos al cabo de dos meses. Al comentárselo al Fundador, dirá con su buen humor habitual: «No nos importa nada, porque nosotros no tenemos ni liras ni francos, y al Señor le es igual una moneda que otra»(5).

Hasta que los húngaros desalojen el edificio principal, en 1949, los miembros de la Obra en Roma habrán de adaptarse a las escasas dimensiones de lo que había sido antes vivienda de los porteros de la Legación. A pesar de la pobreza y escasez que ofrecen los locales, todos sienten la moral muy alta. Y verán, en un futuro muy próximo, el comienzo de las obras de la Sede Central. No es posible regatear un sacrificio.

El Pensionato -como llaman desde el principio a la antigua portería- adquirirá pronto limpieza, orden y ambiente de hogar. Cada detalle del día es oración, creación humana gozosa, que se ofrenda como un regalo permanente a Dios. Todo servicio resulta alegre, deseado.

Este es un aspecto del espíritu de la Obra en el que el Fundador insistirá siempre: el trabajo acabado, perfecto, hasta sus últimos detalles, con esa dedicación que sólo puede mediatizar el amor. El deseo de ofrecer a Dios, en el hacer de cada día, algo cabal que convierte la prosa diaria en «endecasílabo, verso heroico». Por otro lado, la vida de los miembros del Opus Dei tiene lugar en los mismos ambientes que los de sus conciudadanos, con un ambiente externo que corresponde a su condición y situación en el ámbito social. Su pobreza nunca está inscrita en un marco de pobretonería ni desaliño. Existen y han existido circunstancias de rigurosas carencias materiales. Pero lo ordinario es que, en una situación normal, cada uno viva desprendido de todo y dispuesto a dejar y a cambiar según lo aconsejen las tareas y empresas apostólicas de la Obra.

El cuidado de los Centros corre a cargo de personas que dedican a ello su entero quehacer, en el que se forman de modo rigurosamente profesional.

No obstante, sobre todo este planteamiento humano y secular, que exige la práctica de grandes virtudes humanas, sobrevuela el último fin de la Obra, que son las virtudes sobrenaturales: el encuentro con Dios, libre de ataduras, en el transcurso de todas las tareas cotidianas.

Y la casa cambiará tanto, y en tan poco tiempo, que cuando el dueño tiene que volver para ultimar una gestión se fija en el suelo, reluciente, y dice en voz alta:

-«¡Habéis cambiado el pavimento!».

Y don Salvador Canals, que es hoy su interlocutor, no tiene más remedio que aclarar:

-«No. Es el mismo, pero limpio»(6).

El Pensionato es realmente exiguo; tiene dos plantas y, en algunos momentos del día, da la impresión de emular a un autobús en la hora punta... No hay más remedio que recurrir al pluriempleo de las habitaciones que, de día, sirven para estudiar, recibir un invitado, charlar con un amigo..., y de noche se convierten en dormitorios al extender colchonetas y camas plegables. El Fundador comenta -en broma- que viven como San Alejo, debajo de la escalera.

Desde el pequeño reducto del Pensionato el Padre impulsa la constante formación de sus hijos, da a conocer la fisonomía jurídica del Opus Dei, tiene trato asiduo con personas de la Curia Romana, dirige una labor apostólica sin pausa y planifica la expansión de la Obra por el mundo.

Algunos de los que tuvieron ocasión de compartir aquellos años han descrito su vida junto al Padre. En 1947 le conoce, en el Pensionato , Mario Lantini. Una de las primeras vocaciones italianas. Acompañará al Fundador en viajes, trabajos y avatares durante estos años romanos; y no puede olvidar su inalterable alegría en el esfuerzo, la contradicción, la penuria. Alegría que desborda los silencios y se convierte, con frecuencia, en canciones.

«El Padre cantaba muchas veces (...). Cantaba al mundo, al que amaba de modo verdaderamente apasionado, como Cristo lo amó (...). Nos enseñó siempre que con las canciones de amor humano podíamos hacer oración cantando al Amor divino»(7).

Recuerda también Mario Lantini -hoy Vicario Regional del Opus Dei en Italia-, una de las tertulias en 1948. Les habían prestado un magnetófono que, entonces, era un invento absolutamente innovador. El Padre fue pasando el micrófono uno a uno. Quería recoger las voces alegres de sus hijos italianos y enviar la cinta grabada a los de España. Se sentía feliz al hacerles compartir así un intercambio de afecto, de expansión y universalidad dentro de la Obra.

El 29 de junio de 1948 erige el Padre el Colegio Romano de la Santa Cruz. El mismo definirá las características de esta Institución Internacional:

-«¿Sabéis qué quiere decir Colegio Romano de la Santa Cruz? Colegio (...) es una reunión de corazones que forman - consummati in unum - un solo corazón, que vibra con el mismo amor. Es una reunión de voluntades, que constituyen un único querer, para servir a Dios. Es una reunión de entendimientos, que están abiertos para acoger todas las verdades que iluminan nuestra común vocación divina.

Romano , porque nosotros, por nuestra alma, por nuestro espíritu, somos muy romanos. Porque en Roma reside el Santo Padre, el Vice-Cristo, el dulce Cristo que pasa por la tierra.

De la Santa Cruz , porque el Señor quiso coronar la Obra con la Cruz, como se rematan los edificios, un 14 de febrero... Y porque la Cruz de Cristo está inscrita en la vida del Opus Dei desde su mismo origen, como lo está en la vida de cada uno de mis hijos...

Aquí venís (...) para seguir estudios teológicos de altura universitaria. Después, para convivir con vuestros hermanos de distintos países, y para que veáis que en las demás naciones hay muchas cosas admirables, dignas de ser alabadas e imitadas (...). Habéis venido a llenar de Sabiduría el vaso de vuestra alma, poniendo mucho empeño en que no se rompa. Si no mejorárais en vuestra vida interior, en la piedad y en la doctrina, habríamos perdido el tiempo»(8).

En este primer año de 1948, y en el corto espacio que ofrece el Pensionato , un número reducido de alumnos se instalan para convivir y estudiar. Comparten el espacio con los italianos que ya son del Opus Dei y participan de su vida familiar. El Padre pasa con ellos muchas horas del día.

En octubre de 1950 llegan quince o veinte alumnos más, y la situación exige un nuevo Centro en Roma que sirva de apoyo para continuar la expansión de la Obra en Italia. El Padre «amenaza» cariñosamente a sus hijos italianos con irse a vivir bajo uno de los puentes del Tíber -cosa que no empeoraría mucho su situación en el Pensionato - si no encuentran otra casa.

Durante diez años el Fundador seguirá palmo a palmo la construcción de la Sede Central; varias veces al día, escala los pisos de andamios y dirige los trazados, la ornamentación, los remates. Tiene una sotana vieja y remendada como uniforme de trabajo «a pie de obra». Lleva a sus hijos por entre los cordajes y maderos, explicándoles hasta el último detalle; esta casa ha de ser el corazón del Opus Dei, el motor que mantendrá en el mundo entero el ritmo, la identidad de una misma sangre de familia.

Según se van habilitando nuevos espacios, llegarán a vivir más de doscientas personas en los edificios de Bruno Buozzi que han recibido ya el nombre de “ Villa Tevere ”.

Proceden de los primeros países a los que ha llegado la Obra. Son vocaciones que vienen a Roma desde muy lejanos puntos cardinales del mundo. Han de convertirse en semilla para esparcirse y arraigar en los cinco continentes.

Los alumnos del Colegio Romano que cursan sus estudios en las Universidades Pontificias tendrán que cubrir a pie las distancias: no siempre hay dinero para transportes. Y lo hacen a base de madrugar, ya que los recorridos son largos. En la casa, la amanecida es precoz. El Padre solicita con frecuencia, sin perder el buen humor, que recen por el buen éxito de las gestiones económicas, que realiza frecuentemente don Alvaro.

Con pocos textos se estudian las asignaturas. Los libros se van pasando de uno a otro, en perfecta colaboración. A lo largo de estos años un buen número de miembros de la Obra obtiene el Doctorado en Teología, en Derecho Canónico o en Filosofía escolástica, en una de las Universidades romanas, y contribuirán de modo determinante a la solidez y profundidad de la formación de los demás miembros de la Obra en todo el mundo. Bastantes recibirán, además, la ordenación sacerdotal, para servir con su ministerio al creciente número de vocaciones y de personas que se acercan al Opus Dei.

A todos, el Padre les conoce personalmente. Sabe de sus dificultades y habla con ellos por un pasillo, por el jardín, en cualquier ocasión. Hasta el punto de que podrán decir que, lejos de recordar a lo largo del tiempo lo que eran privaciones de vivienda o de comodidades elementales, la vida al lado del Fundador, con su ejemplo y su doctrina, fue y sigue siendo la etapa más maravillosa de su vida.

En medio de este tráfago, la oración contemplativa del Padre permanece incólume. Reza y hace rezar. Cuando celebra Misa pregunta al que va a ayudarle si tiene prisa. La respuesta siempre es negativa y entonces dice el Santo Sacrificio como siempre, paladeando las palabras una a una(9).

Después del almuerzo o de la cena pasa un rato de tertulia con sus hijos. Es una conversación familiar en la que intervienen unos y otros. A veces, para hacerle descansar, despliegan sus «habilidades» con la guitarra, la caricatura, las canciones... Pero, con frecuencia, es el Padre quien lleva la reunión con su palabra.

Se preocupa de las familias de los miembros de la Obra. De que envíen noticias, de que les entusiasmen -por distantes que puedan sentirse- con el horizonte de la Obra. Con la elección que Dios ha hecho, llamando a sus hijos al Opus Dei.

Mientras tanto, las contradicciones externas no cesan, pero, como dice el Padre, no le importan demasiado:

-«¿Sabéis lo que me hace sufrir? Cualquier cosica vuestra me hace sufrir... Por lo demás, que me echen cargas de basura»(10).

El espíritu del Opus Dei es nuevo en sus planteamientos y no siempre encuentra la comprensión inmediata de personas incluso muy cercanas a la Curia Romana. Son frecuentes las interpretaciones y juicios que hacen sufrir al Padre.

Es a estas situaciones a las que se refiere cuando habla, en una ocasión, con Francesco Angelicchio, uno de sus primeros hijos italianos. Le dice que en Roma ha perdido la ingenuidad. Idea que vuelve a repetirse en ocasiones sucesivas: «Nunca pude imaginarme que llegaría a sentirme extranjero en Roma»(11).

Debe sufrir mucho para hacer este comentario, ya que suele insistir en que se siente muy romano. Una vez, Francesco le oirá decir:

-« ¡Soy más romano que tú! » (12).

También Ignacio Sallent cuenta que, hacia la primavera de 1950, tiene la oportunidad de acompañar al Padre y a don Alvaro del Portillo al patio de las Congregaciones en San Calixto en Trastevere. Van a visitar a una persona a quien el Fundador ha apreciado y demostrado especial confianza, y que ahora tiene un papel decisivo en las contradicciones surgidas en torno al Opus Dei. Don Alvaro sube solo a la casa; se quedan en el coche el Padre e Ignacio.

«Como es lógico, yo respetaba su silencio y encomendaba. De pronto el Padre se echó a llorar con el rostro entre las manos, con un llanto que se notaba que era de hondo dolor del corazón. Yo me quedé en un silencio respetuoso de su sufrimiento. Poco después, el Padre me pidió perdón con una delicadeza conmovedora»(13).

Pero jamás se entrega a su dolor, que es por el Opus Dei. Quiere dejar, más bien, la impronta de su gozo inconmovible ante los acontecimientos adversos. En el verano de 1951, en el jardín de Villa Tevere (14), le dice a Cormac Burke, su primer hijo irlandés:

«Nosotros tenemos que ser hombres que sepan plantar árboles de modo que den sombra a los que vendrán detrás »(15).

Y también aprovecha, constantemente, la cercanía de sus hijos que le brinda la vida en familia, para perfilar el espíritu de la Obra en lo cotidiano, en lo habitual, sin perder el pulso de las cosas pequeñas, de los encuentros habituales con Dios, por otros grandes acontecimientos, ya sean favorables o adversos.

En ocasiones, cuando está disfrutando de una reunión grata, pregunta si ha transcurrido el tiempo previsto y deben terminar. Si la respuesta es afirmativa, se levanta en el acto, coge la silla en la que ha estado sentado y la coloca en su sitio, junto a la pared. Y dice:

-«La santidad está sobre todo en esto», y señala el reloj, «y en esto», e indica la perfecta colocación de la silla(16).

Y entonces, se marcha. Lección viva de puntualidad y orden que había dejado escrita en el punto 79 de «Camino»:

«¿Virtud sin orden? -¡Rara virtud!».

Junto a la comprensión y buen humor, muestra también una exigencia total.

En el Colegio Romano tiene lugar una meditación dirigida por el Padre, un día en que los obreros martillean su trabajo en los tabiques vecinos. Tras dos minutos de haber empezado a hablar, entra uno con retraso en el oratorio. Se interrumpe y hace la siguiente afirmación:

-«Los golpes de martillo de los obreros no me perturban porque están haciendo lo que deben. Pero c1ue mis hijos lleguen tarde no lo puedo y no lo quiero soportar» (17).

No es la meticulosidad horaria, sino el amor que ha de informar la puntualidad. Vivir el «minuto heroico» a la hora de iniciar el día es sobreponerse al frío, al calor, al cansancio, por Aquel que espera un gesto de entrega. En modo alguno esta exigencia irá desprovista del más ancho y profundo cariño a sus hijos.

Muchas veces, aprovechando una pausa en el trabajo, se sentará en el Arco dei Venti, una zona del jardín, para charlar con alguno que ha encontrado de camino: para conocerle más, animarle, para manifestar con los que tiene más cerca el afecto que siente por todos.

Un día de 1960 llama a un alumno del Colegio Romano por el teléfono interior de la casa, y tiene una larga conversación con él:

«¡Cómo te quiero, hijo mío! ¡Cómo os quiero! (...). Os quiero con toda mi alma (...).

Séme fiel, hijo mío. Acuérdate a la vuelta de unos años, cuando el Señor me haya llamado a mí. Tú seguirás aquí, y entonces acuérdate de esto que te decía el Padre: ¡sé fiel, hijo mío! (...).

Este cariño que os tengo -que no es caridad oficial, seca, sino amor humano porque os quiero con toda el alma- es mi tesoro. Cuando seas viejo di siempre que el Padre os quería así. Os quiero porque sois hijos de Dios (...); os quiero porque sois muy majos y muy fieles (...).

Dios te bendiga, hijo mío. Pero no lo olvides: sé fiel. Y reza mucho por el Padre (...). Sé humano, que es la única forma de ser divino. Y sé fiel»(18).

No es extraño que sus hijos respondan a esta solicitud con la medida de su mejor lealtad. Años más tarde, don Alvaro del Portillo mandará esculpir una lápida con la imagen del Buen Pastor tal y como se venera en una catacumba de Roma. Grabados al pie irán los versos de Juan del Enzina:

«Tan buen ganadico, y más en tal valle, placer es guardalle... ».

Es un símbolo de los desvelos del Padre por los miembros de la Obra. Pero dicho con aire lírico, de almas en paz, que saben cantar por encima de todas las dificultades. Y el Fundador se conmueve y apoya su entrega en las últimas líneas de la canción-poema:

«y tengo jurado de nunca dejalle, mas siempre guardalle».

Los que trabajan junto a él en el gobierno interno de la Obra notan su influjo constante: una gran seguridad, una certeza especial. No es la impresión que puede captarse cerca de una fuerte personalidad humana -que evidentemente el Padre tiene-, sino algo superior, derivado de una realidad sobrenatural. Este sentimiento irradia paz aun en los momentos que pueden parecer más difíciles y lleva a pensar, profundamente, en la santidad personal del Fundador.

Begoña Alvarez recuerda con claridad las palabras del Padre al definir -en una ocasión- las medidas que han de tomar aquellos que tienen la misión de gobernar:

«Es rezar por todos, preocuparse por todo, decir las cosas de modo que nos entiendan, tener caridad con todos y con cada uno» (19).

La claridad en los fines, el sacrificio en los medios y el amor como una avalancha que inunda de espíritu la letra, van configurando el orden interno en la Obra. El Padre permanecerá muchos años en Roma, dedicado a un trabajo con el que describirá, sin fisuras, la acabada imagen que Dios le hizo ver el 2 de octubre de 1928.