El más guapo de la foto

Cuando me dijeron que "con el pico y la pala”, podía unir el cielo y la tierra si trabajaba bien y lo ofrecía a Dios me sentí importante y descubrí que, al fin y al cabo, Dios había pensado en mí y me amaba mucho más de lo que podía imaginar. Nunca pensé que perforar aceras –y luego dejarlas más vistosas, por supuesto- fuera un camino de santidad.

Tras un acto en Casa Cervantes. José Luis, a la izquierda.

Una vez un amigo le enseñó una foto mía de un acto oficial a su hermano. Le dijo ¿A qué no sabes quién de estos es del Opus Dei? El amigo, casi sin dudarlo, señaló al personaje más célebre de la foto. “Pues te equivocas, le dijo, el del Opus Dei es uno de los que van vestidos de modo tan florido: ése –y me señaló a mí–, uno de los “maceros”.

Inicio así mi historia porque tiene su gracia. Algunos no entienden que el espíritu del Opus Dei es poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas honestas. Y  a veces esas cumbres no son las más altas, las de más tronío, ni tienen por qué. Cada trabajo  tiene su cumbre. La mía, además, tiene su relumbrón en el porte: la señorial indumentaria del “macero”.

Primero quiero presentarme. Me llamo José Luis Ortega y vivo en Valladolid. ¿Y cómo llegué a macero? Recuerdo que de niño soñaba con ser torero y vestir los fascinantes trajes de luces. Pero nunca pensé, que con los años, me engalanara con el atavío de “macero” como escolta de un alcalde. Entre otras cosas, porque el alcalde de mi pueblo natal, Geria, a pocos kilómetros de Valladolid, con llevar un bastón para el ganado le era suficiente.

Con dos compañero en el Salón de Recepciones.

Somos cuatro hermanos, tres varones y una mujer, y todos vimos la luz en ese maravilloso paraje castellano, que es más sublime de lo que muchos piensan (así lo han reflejado grandes pintores). Mi padre era labrador, pero empleado; por eso los hijos quedamos excluidos de trabajar la tierra y pudimos disfrutar de lo lindo de todas las ventajas del campo: ir a por pájaros, jugar a la peonza, montar en el trillo de la era, o darse un chapuzón en el río: esto muy poco porque era peligroso y se cobró la vida de dos amigos míos. Y ayudaba a mi padre a clasificar huevos en una máquina graciosa que lo hacía al peso.

Tuve la suerte inmensa de que en mi casa rezáramos el Rosario a la Virgen todos los días. Los domingos, a Misa como señores toda la familia. Sin limitarnos a quedarnos en la puerta, como sucede en ocasiones. En mi casa ir a Misa era también “cosa de hombres”, sin ceder a la presión de otras costumbres rurales. ¡Ah!, y también bendecíamos la mesa tal y como se ve en algunas películas americanas.

José Luis con dos amigos.

A mis 9 años, nos trasladamos a un pueblo de Álava, Panterralá. Allí trabajaba mi padre en una granja de los frailes redentoristas, por los que sentía un gran cariño. Esto incrementó la piedad familiar.

A mis 14 años recalamos en Valladolid capital y me coloqué de chico en una tienda de ultramarinos. A los 16 me metí a fresador y a los 18 ya era “empleado del Ayuntamiento”. ¿Empleado en qué? Pues en cavar  zanjas, levantar aceras y asfaltarlas, elevar bordillos, pintar señales, manejar la compresora: esa arma tan enemigo del peatón por su tremendo ruido y su brutal afán taladrador. O sea, que pico y pala y también brea. Del mucho frío en invierno o del abrasador calor del verano, yo no me enteraba. En la calle respiraba paz y libertad y la piedra se me sometía bien. Sí, era uno de esos que lucen el torso al calorazo, con pinta de fornidos. Mis amigos decían: “¡qué duro trabajo”! Yo, al menos, así no lo sentía.

Saludando al Rey en la inauguración del museo Patio Herreriano de Arte Contemporáneo Español hace 10 años.

Así, a los 35 años –ahora tengo 55– conocí el Opus Dei. Me animó mi hermano a frecuentar un centro en el que vi a muchos otros que trabajaban duro en la vida y rezaban muy a lo profundo. ¡Qué cosas más buenas escuché en tantas charlas! Me parecían fenomenales. Todo era alegre y como empapado de libertad. La gente me tomaba muy en serio y se preocupaban de mí. Aquel modo de servir, nunca lo había visto. Además me dijeron que llenara con orgullo el hecho de ¡ser hijo de Dios!

Yo siempre cuidé mi vida cristiana, pero aquello era ya el colmo: cuando me dijeron que con mi trabajo, "con el pico y la pala” en medio de la calle, podía unir el cielo y la tierra si trabajaba bien y lo ofrecía a Dios; me sentí importante y descubrí que, al fin  y al cabo, Dios había pensado en mí y me amaba mucho más de lo que podía imaginar. Nunca pensé que perforar aceras –y luego dejarlas más vistosas, por supuesto– fuera un camino de santidad.

Con el Alcalde Valladolid en la puerta de la casa de Cervantes.

Pasados unos años me enviaron de ordenanza a las dependencias del Ayuntamiento. Me costó dejar los días de sol y lluvia, el rigor y el aire fresco de la calle. Ahora me paso el día de oficina en oficina, cumpliendo encargos de mis superiores, concejales y alcaldes, que siempre me han tratado con mucho afecto. También atiendo a los ciudadanos que van en busca de rápidas soluciones a temas muy complejos. El espíritu de servicio que he aprendido en la Obra me sirve para tratar con particular simpatía a los que acuden buscando soluciones desesperadas.

Y para que mi vida no parezca rutinaria, también realizo en las grandes fiestas, actos oficiales y  recepciones, el florido cometido de “macero”: de “sota de bastos”, como nos llaman jocosamente los compañeros. El uniforme de macero está compuesto por un tabardo, muy parecido a una dalmática, bordado con el escudo del Ayuntamiento, una gorra de terciopelo con pluma y una maza de plata de 6 kilos, que en su día era un arma defensiva. Como en los tiempos medievales he participado en actos oficiales de relieve. Alguno ha sido con Su Majestad el Rey, que me saludó al final del acto. Recuerdo también las horas que pasé velando el cadáver de  Miguel Delibes, expuesto en el Ayuntamiento. Propuse a mi compañero de turno rezar al menos un padrenuestro. A lo que replicó: “con las horas que vamos a estar montando guardia, nos da tiempo a rezar varios rosarios”. Posiblemente, en aquellos momentos, nadie rezara tanto por el alma de tan ilustre literato.

Con autoridades y compañeros en el museo Patio Herreriano.

Me llevo muy bien con mis compañeros, saben que me esfuerzo por hacer mi trabajo lo mejor que puedo, que intento ayudar y les hablo de Dios y de la vida cristiana. No es excepcional que me pidan también consejo para resolver problemas personales serios. Creo que mi natural alegre y mi fe, les infunde también optimismo y esperanza. Además, con sólo mi presencia, sé que muchos piensan que  “Dios no ha dejado de existir” porque José Luis cree mucho en Él. Algunos –también de los jefazos– asisten a medios formación cristiana.

El ejemplo siempre ayuda. Hay quien me ha comentado después de una Misa en un acto oficial: “¡Qué valor ha tenido “el macero” de romper filas e ir a comulgar!” Otro modo sencillo de dar testimonio cristiano desde mi sencilla “cumbre” de macero.