El escenario de la acción humana: un mundo único

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

Dibujado, de manera evidentemente muy general, el objetivo del hacer humano —la santidad, la perfección, la felicidad—, llega el momento de determinar dónde ha de tener lugar, cuál es el sitio en que se deberá procurar ponerlo en práctica.

La respuesta es tan sencilla, que casi da rubor formularla. La realización, por parte del hombre, del objetivo que su Padre Dios le ha asignado para que sea feliz no puede tener lugar más que en el escenario único de que el hombre dispone durante su vida terrena: el mundo, la sociedad civil. ¿Dónde, si no, va a vivir el hombre? Por supuesto, apenas escritas estas palabras vuelve a aparecer la realidad, o, más exactamente, la ocasión grande que ha supuesto la crisis cultural. Pues antes de que se desencadenara con toda su crudeza, la respuesta —no del todo exacta, aunque estuviera formulada desde la mejor buena voluntad— bien hubiera podido ser: el cristiano donde tienen que vivir es en el mundo cristiano, es decir, en el ghetto de alguna manera imprescindible que le permita mantenerse puro y limpio, incontaminado de las maldades que integran el mundo no-cristiano. Mucho habría que decir sobre esas pretendidas maldades. Más aún, quizá, de las igualmente pretendidas pureza y limpieza atribuidas al ghetto. Por fortuna, hoy es innecesario afrontar esa penosa dialéctica. Lo apuntado por el espíritu del Opus Dei es precisamente que el escenario de la acción humana no es sino el mundo único en el que nos encontramos.

Es ese mundo único el que hay que intentar llevar a Dios. Y no por afán de realizar ninguna empresa arriesgada o asombrosa, generadora de fama inmarcesible, sino como servicio deliberado y consciente a todos los hombres que en él viven.

No resulta difícil recordar —de manera similar a como arriba ya se ha hecho— la actividad de los primeros cristianos, que hicieron lo que pudieron —y no hicieron poco— precisamente en el ámbito no del todo cómodo del Imperio romano. Pero, quizá, ni sea necesario en este caso evocarlos. Pues el mismo Evangelio está lleno de indicaciones expresas y claras: el cristiano ha de ser sal, luz, levadura 23 .

Y mal podría cumplir estos entrañables encargos si se empeñara en mantenerse apartado de la masa —en el recto sentido evangélico, y no en el peyorativo sociológico— que precisamente se le pide que vivifique. Que esto puede entrañar todo tipo de peligros, queda fuera de duda. Es evidente que surgirán multitud de conflictos, riesgos de desviaciones y confusiones, desfallecimientos, etc. Pero pensar que todo esto quedaría evitado permaneciendo en el ghetto es ingenuidad que sólo puede descansar en el desconocimiento de la naturaleza humana: en todas partes cuecen habas. Por lo demás, para eso está la gracia de Dios: para santificarse en el mundo y santificar el mismo mundo —contribuir a su perfección y recto progreso—, salido bueno de las manos de Dios, aunque luego quede manchado con frecuencia excesiva por las miserias humanas.

Sin embargo, es posible que la dificultad mayor sea otra: hacerse deliberadamente presentes en todas las actividades honestas —que son muchas— que en el mundo pueden darse, ¿no supondrá un peligro, al introducir un desorden profundo en el vivir de los hombres cristianos? Hay que reconocer que así es, aunque de inmediato se deba afirmar que será un bendito desorden. Porque lo que importa no es la estructura, el organigrama, la planificación, sino la acción personal que es la que se convierte en conducto o canal por donde la gracia de Dios llegará a las entrañas del mundo de los hombres. El Beato Josemaría gustaba hablar —con el humor que nunca le faltó— de que el Opus Dei era una «organización desorganizada». Organización, es claro, pues debía asegurar la precisa y debida ayuda espiritual a cada uno de sus fieles, se encontrara donde se encontrase. Y desorganizada por lo mismo que el Opus Dei no buscaba la planificación de la actividad de los hombres y mujeres que, a partir de la llamada divina, habían decidido integrarse en él o formarse cristianamente según su espíritu. Si lo que Dios le hubiera hecho «ver» el 2 de octubre de 1928 hubiera sido —dicho de forma deliberadamente errónea— la necesidad o conveniencia de conquistar humanamente una determinada sociedad o el mundo entero, es claro que hubiera sido precisa una férrea organización de todos los efectivos para lograr los objetivos propuestos. Cosa distinta es que esto hubiera podido conseguirse, dada la fragilidad de la condición humana y las considerables posibilidades de confundir casi todo. Parece, sin embargo, que la finalidad de lo que Dios le hizo «ver» fue algo distinto. Y la «desorganización » no supuso ningún inconveniente; antes bien, fue garantía de que el mensaje había sido interpretado y aplicado de forma correcta.

Gonzalo Redondo