'El Código Da Vinci': mediocre y olvidable criatura

Imagino que, en la estrategia de los responsables del márketing en producción tan lujosa y que espera multiplicar en las taquillas su inversión, figuraba el previsible y grandioso numerito de los ofendidos, pero hasta el momento no ha ocurrido nada en el bautizo de su mediocre y olvidable criatura.

En los dos pases para la prensa en los que el Festival de Cannes ha exhibido hasta ahora el muy promocionado estreno mundial de la anhelada 'El código Da Vinci' no ha habido desmayos, ni monjas con cilicio y actitud de dóberman rabioso, ni amenazas verbales o físicas hacia los impíos espectadores por parte de la irritada Iglesia católica y del agraviado Opus Dei. Tanto morbo y expectación para nada.

Imagino que, en la estrategia de los responsables del márketing en producción tan lujosa y que espera multiplicar en las taquillas su inversión, figuraba el previsible y grandioso numerito de los ofendidos, pero hasta el momento no ha ocurrido nada en el bautizo de su mediocre y olvidable criatura.

En mi caso, no existe desencanto ante la adaptación al cine de una novela que constituye droga dura para sus infinitos lectores, ya que nunca estuve encantado con la habilidosa trama y la lamentable escritura de Dan Brown. Tanto es así que la abandoné con notable pereza hacia la mitad, por lo que ignoraba el trascendente desenlace de esos enigmas que han enganchado a medio universo. Por otra parte, tampoco esperaba milagros del arte para narrar ficciones del director Ron Howard, señor que me ha acostumbrado desde siempre a su tibieza, a no otorgarme ni frío ni calor, al desperdicio academicista de temas que ofrecían inicialmente bastante interés.

Y con 'El código Da Vinci' tampoco ha aparecido la catarsis, la plasmación de una película magistral partiendo de una literatura abominable al servicio de una intriga con pretensiones.

Howard es perrunamente fiel al material original, pero eso tampoco sirve para que la trama, las situaciones y los personajes respiren, sean creíbles, hipnoticen, aterren y emocionen al espectador. Sales de ella como entraste, se habla mogollón de lo divino y de lo humano y se supone que ocurren muchas cosas en escenarios muy solemnes, pero que no consiguen enamorar ni a los oídos ni a los ojos. Y, por supuesto, te has olvidado de ella al cuarto de hora.

Resulta transparente que Hollywood se ha gastado un pastón al rodar en lugares tan intocables como el Museo del Louvre, arropando a Tom Hanks con secundarios de lujo, intentando combinar el enrevesado discurso con acción a gusto de todos, buscando la perfección al reconstruir en imágenes y sonidos una trama con la que está familiarizado todo cristo. Pero en vano.

El terror que debería instigar el monje asesino, fanatizado y sadomaso no existe; el maquiavelismo conspiratorio del tenebroso Opus Dei y su abyecta metodología para evitar que se descubran enigmas peligrosos protagonizados por Jesucristo y María Magdalena que harían tambalear las verdades oficiales es más caricaturesco que efectivo, la reconstrucción en flash-backs de los rituales de los templarios y de las atrocidades que ha cometido la Iglesia ante cualquier tipo de disidencia no tiene fuerza dramática.

Pero existe algo aún más grave, y es que un actor tan bueno y laborioso como Tom Hanks ofrezca una permanente sensación de despiste o de desgana, de que pasaba por allí, de que la movida no va con él, que parezca siempre ausente, que ponga todo el rato cara de palo, que no tenga nada atractivo que hacer ni que decir.

Tampoco anda sobrada de fascinación la actriz francesa Audrey Tautou, una mujercita frágil que, incomprensiblemente para mí, ha logrado el amor y la admiración permanentes de sus compatriotas desde que protagonizara la sofisticada, celebérrima y sobrevalorada Amélie. Y entendámonos: 'El código Da Vinci' no invita a que salgas forzosamente de estampida a la media hora en su excesivo metraje, ni es un producto ridículo o infame, pero todo da un poco igual.

Se limita a ilustrarsin magnetismo, poderío ni convicción, con un tono grandilocuente y que acaba pareciéndote rutinario, con escaso sentido de la atmósfera, un best-seller literario que se supone va a mantener su inagotable filón de oro al traspasarlo al cine.

Tal vez lo consiga, pero, al igual que en el caso del éxito multitudinario de Dan Brown, la verdad es que yo seguiría sin encontrarle la coherencia. En cualquier caso, es imposible que la historia del mejor cine y de la gran literatura le haga un compasivo hueco entre ellos a 'El código Da Vinci'.

Carlos Boyero// El Mundo