El cilicio y los ángeles

Un capítulo del libro "Opus Dei. Una investigación" de Vittorio Messori, en el que aborda la mortificación corporal.

Un training espiritual, por tanto, es el fin para el que el Opus Dei existe. ¿Recuerdan el contrato (en lugar de los «votos»), en virtud del cual la Prelatura «se compromete a proporcionar una asidua formación doctrinal, religiosa, espiritual, ascética y apostólica, así como la específica atención pastoral de sus sacerdotes»? Tengan entonces presente que, como cualquier otro contrato, el vínculo es «bilateral» y, por consiguiente, el laico que lo suscribe tiene el derecho de recibir esa ayuda de la Prelatura y también el deber de cumplir con sus obligaciones, resumidas en los conceptos de «ascéticas, formativas, apostólicas».

Veamos en concreto en qué consisten estos compromisos. Comencemos por los ascéticos. Así los desarrolla una fuente autorizada: «Los compromisos ascéticos se refieren al cumplimiento de un plan de vida espiritual. Exigente, pero adaptado a las circustancias personales de cada miembro (todo en la Obra, no se olvide, es personal; nada es anónimo, estandarizado, abstracto). Ese plan de vida, con palabras de Escrivá, le conduce progresivamente, "como por un plano inclinado", a encontrar a Dios en el trabajo profesional y en las demás ocupaciones cotidianas».

Veamos con más detalle el compromiso que debe respetar el laico que acepta el contrato. No es poca cosa; más aún, podría llegar a ser insoportable para quien no se sienta llamado a ello. Verdaderamente, quien buscase sólo fines «humanos», no directamente religiosos, haría mejor en escoger caminos más cómodos. (¿Qué sacrificios, por ejemplo, impone la adhesión a la masonería, además de -que yo sepa- la reunión mensual de los "hermanos"? ¿Y son acaso sacrificios los almuerzos semanales y las festivas reuniones periódicas de esos service clubs -generosos, no cabe duda que extienden por el mundo una red de relaciones, útiles para fines filantrópicos y culturales, pero útiles también, como es lógico, para fines profesionales y económicos?).

Sigamos con ese texto. «Este plan de vida espiritual comprende: una intensa vida sacramental, que gira alrededor de la misa y la comunión diarias y sobre la confesión sacramental semanal; la práctica habitual de la oración mental (hasta una hora al día); la lectura diaria del Nuevo Testamento y de un libro de espiritualidad; el rezo cotidiano del rosario; el examen de conciencia cada noche, un día de retiro mensual y algunos días de retiro cada año; frecuentes comuniones espirituales, actos de reparación, jaculatorias, etc.».

Todo esto es más que suficiente para satisfacer a quien se sienta llamado, pero también para cortar de raíz las pretensiones de cualquier hipócrita o de alguien tibio. Pero no acaba ahí el elenco: «A esto se añade el ejercicio cotidiano del espíritu de sacrificio y de penitencia -sin excluir la mortificación corporal-, adaptado a la edad, al estado de salud y a las circunstancias de cada uno, según los modos concretos aprobados por la Iglesia, y evitando en todo caso cualquier exceso».

Entendámonos: incluso el cuerpo más bello, si es diseccionado, se convierte en un horrible amasijo de órganos, sin resto alguno de unidad ni de armonía. Lo mismo sucede con la vida espiritual y sus "instrumentos", los medios humanos para favorecerla y sostenerla; lo mismo con cada uno de los elementos de este plan de vida. Si se separan del espíritu que los anima, dan la idea de un elenco casi insoportable de «deberes».

En realidad, hablando de ese plan de vida con quien está «dentro», me he dado cuenta de que no es así: el clima de naturalidad, de sencillez, de agradecimiento por la vocación y por Dios que es su centro, hace que lo que desde fuera aparece como obligaciones sean una especie de necesidad y pierdan su rostro severo. Eso que más arriba llamamos «ascetismo sonriente».

Toda la formación busca alcanzar un ideal: crear hombres y mujeres «de una pieza», no «esquizofrénicos» para los que la vida, el trabajo, se conviertan en oración, superando la disociación de quien ve el plan como una jaula en la que uno está encerrado.

Se impone un breve paréntesis. En la última cita hemos transcrito en cursiva las palabras sin excluir la mortificación corporal. No se excluye, por tanto, ni siquiera el famoso cilicio, que ocupa un lugar importante en la leyenda de la Obra como escondrijo de los últimos oscurantistas medievales. Lo hemos mencionado ya al hablar del escándalo de los sospechosos movimientos antisectas. ¿No es el cilicio una aberrante y morbosa forma de masoquismo, indigna de un cristianismo «adulto», «abierto»? ¿No es la tradicional España triste, fanática y sanguinaria?

Como imponen las reglas de la justicia, «audiatur et altera pars». Escuchemos pues la defensa, sostenida por una persona que, aunque no lo dice, como experimentado numerario que es ha debido usar el famoso «instrumento de tortura» (que consiste, en resumen, en una especie de cinturón de lana ruda que se coloca en la cintura o en el muslo, con nudos o con unas púas de alambre que aprietan la piel sin traspasarla): «Como han perdido el significado de la penitencia y de la mortificación en la vida espiritual, muchos hombres de hoy se asombran -cuando no se escandalizan- de que en el Opus Dei algunos de sus miembros incluyan entre las mortificaciones corporales el uso del cilicio. Algunos, digo: no la mayoría; y siempre por un tiempo limitado. Por lo demás, no habría que extrañarse, porque la cruz ha sido siempre un motivo de escándalo. Es cierto, como se ha comentado muchas veces, que, sobre todo en los últimos tiempos, las personas se exponen a grandes sufrimientos (de ejercicios, de dieta, de cirugía estética) por conservar una cierta imagen corporal que los demás puedan admirar. Igualmente es verdad que, por obtener una cierta satisfacción, otras muchas personas se embarcan en una dirección, que con mucha frecuencia sólo trae «mortificaciones» para el sujeto afectado y sobre todo para los que están a su alrededor: es el caso, por ejemplo, del recurso a distintas drogas. Pese a todo eso, hay personas que no acaban de entender el sentido de una «mortificación corporal» que no hace daño a la salud -más bien, si acaso, al contrario- y que expresa el deseo de unirse, en lo poco que el hombre puede, al sacrificio de Cristo. Se comprende que en una época en la que se difunden con insistencia mensajes del tipo «¡No te prives de nada!», se haga difícil de entender las bases mismas de la penitencia y de la mortificación. Si «se puede todo», si nada está mal una vez que ha sido «asumido» por el yo; si, en definitiva, no hay pecado, no hay motivo para hacer penitencia. La mortificación (es decir, la profunda paradoja evangélica según la cual, para vivir hay que morir de algún modo: como Cristo, el cristiano debe descender al sepulcro para resucitar luego, como Cristo, a la vida eterna) resulta así ininteligible. Pero nótese también esto: entre los mensajes frecuentes destaca el de «el cuerpo es mío y hago con él lo que quiero». Es por lo menos incongruente que se admita la licitud de cualquier comportamiento corporal, incluso aberrante, y sea motivo de escándalo el hecho de la penitencia cristiana» (Rafael Gómez Pérez).

En cualquier caso, ni el cilicio ni otros «instrumentos de mortificación» son exclusivos de esta Obra: forman parte de la antiquísima tradición ascética de la Iglesia y han sido usados por todos los santos.

Desde la perspectiva de Escrivá -en línea, como en otros puntos, con la más antigua Tradición de la Iglesia-, penitencias y mortificaciones son «la oración de los sentidos». Esta participación de lo «material» en la oración pone de manifiesto la unidad del hombre, que no es sólo alma, espíritu, corazón. También estos «ejercicios ascéticos» (practicados siempre con discreción, sin presumir de ellos) son un medio para ejercitar la voluntad, en un mundo cada vez más poblado de apáticos, indiferentes y veleidosos. Estas prácticas de mortificación no son exclusivamente «activas», sino que pueden y deben ser «pasivas»: no es la búsqueda de sufrimiento lo que debe caracterizar a quien emprenda este camino, sino la aceptación de los que trae cada día la vida: «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca, la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior».

Así dice el punto 173 de Camino, al que sigue este otro: «No digas: esa persona me carga. -Piensa: esa persona me santifica».

Tras los compromisos ascéticos, digamos algo de los formativos los que se refieren «a la formación doctrinal y religiosa que los miembros del Opus Dei reciben durante toda su vida, de manera adaptada a sus posibilidades y capacidades». Nos encontramos de nuevo con esa modulación personal: a cada uno la formación que le corresponde.

Este compromiso, naturalmente, también es bilateral, por derivarse de un contrato: compromiso de la Prelatura para «formar», y esfuerzo del fiel por «formarse», aprovechando los medios que se ponen a su disposición.

Este tipo de educación «se dirige a alimentar la vida espiritual y apostólica de todos los fieles de la Prelatura, para que cultiven una "piedad de niños y una doctrina de teólogos", y para lograr que en todos los ambientes sociales haya personas preparadas intelectualmente, para realizar un eficaz apostolado de evangelización con ocasión del ejercicio de la propia profesión u oficio».

No se trata, pues, de una preparación teológica para formar conferenciantes o ensayistas (aunque luego cada uno, libremente, puede dedicarse a ese tipo de actividad, si considera que tiene capacidad y se siente llamado a ello), sino más bien de proporcionar los medios para ese apostolado «privado» -la famosa «amistad y confidencia»- con quienes están más cerca, comenzando por los parientes y compañeros de trabajo. Esta labor con frecuencia se confunde con «la actividad oculta del Opus Dei», pues se desarrolla de un modo discreto y nada aparatoso, en un mundo que tanto valora «ser visto» y «ser oído».

Examinando el asunto, me parece que se pueden señalar algunas líneas maestras.

En primer lugar, la conciencia clara de que quien pretenda «convertir el mundo» sin unir la santidad (o al menos, el esfuerzo por alcanzarla), que es su presupuesto primero e indispensable, a una formación teológica adecuada, acabará siendo «convertido por el mundo».

Aquí reside una de las razones de la debacle posterior al Concilio: masas católicas sin formación fueron animadas a «enfrentarse», a «dialogar», a «discutir», «con espíritu de total apertura» y de «radical autocrítica». El resultado no podía ser otro: se abrieron de golpe las puertas de la ciudadela eclesial, hasta entonces enrocada e incluso protegida y aislada en exceso. Por desgracia, quienes salieron por ellas no fueron con frecuencia «heraldos de la fe adecuados a los signos de los tiempos», bien preparados y motivados. Todo lo contrario: por esas puertas abatidas entraron «los otros», y la pronta rendición fue presentada por los teóricos del clericalismo como la «derrota del integrismo», el «fin de los exclusivismos» y la «victoria de la tolerancia».

Empujados al derrotismo por el entusiasta cupio dissolvi de cierta intellighenzia cuya obligación era haberles ayudado a distinguir lo verdadero de lo falso, a madurar y a crecer, pero en la continuidad, muchos católicos se vieron a sí mismos como herederos de una historia vergonzosa, por la que debían arrepentirse y pedir perdón. Se les persuadió también de que al mítico «hombre de hoy» le resulta imposible -más aún, indigno- seguir confiando en realidades dogmáticas totalmente «premodernas» e inaceptables, a las que había que dar una «nueva lectura», ser «reinterpretadas », «desmitizadas», hasta convertirlas en una mera simbología.

Sirva de ejemplo lo que sucedió con una verdad de fe muy querida para el Opus Dei: la existencia de los ángeles. Como sabemos, aquel 2 de octubre se celebraba la fiesta de los Santos Ángeles custodios. Entre las pocas cosas que el beato comentó del suceso que dio origen a la Obra, fue que la misteriosa «visión» tuvo lugar cuando sonaban a lo lejos las campanas de la iglesia madrileña de Nuestra Señora de los Ángeles.

Señala Peter Berglar: «Así, toda la Obra habría de estar, desde su nacimiento y en el futuro, bajo la protección de los Angeles, como cualquier persona humana. "Aumentemos nuestra amistad -dice monseñor Escrivá de Balaguer- con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía: compañía del cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles!". Recuérdese que el Opus Dei ha puesto bajo la protección de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael los apostolados que sus miembros realizan con todo tipo de personas de toda condición social, casados, solteros, jóvenes, adultos».

Monseñor Del Portillo recordó que el fundador, antes de atravesar una puerta, se detenía un instante (de modo imperceptible, salvo para los poquísimos que estaban al tanto de esa costumbre suya), para ceder el paso a su Angel custodio, con el que contaba como diligente e infalible secretario en las cosas espirituales. Y no sólo para lo espiritual: «Ten confianza con tu Ángel Custodio. -Trátalo como un entrañable amigo -lo es- y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día», dice el punto 562 de Camino.

Camino, Surco y Forja -esa trilogía fundamental en la espiritualidad del Opus Dei- dedican más de treinta puntos a los ángeles en general y a los ángeles custudios en particular: a su benéfica misión, a la necesidad de honrarles y venerarles, «aprovechándose» de ellos.

Como observó Monseñor Del Portillo, también en esto el beato era el primero en practicar su consejo: «piedad de niños y doctrina de teólogos».

En efecto, para la fe católica de siempre, la existencia y el papel de los ángeles son «doctrina cierta de la Iglesia». Sin embargo, en el Catecismo de los jóvenes publicado después del Concilio, en 1979, por la Conferencia episcopal italiana y redactado en la jerga de la época, desapareció toda mención a los ángeles. También a esos ángeles custodios que tanta parte tuvieron en la pedagogía que usaron todos los santos y a los que el sensus fidei del pueblo cristiano ha manifestado tanto aprecio, para recompensar la afectuosa atención de Dios por sus criaturas humanas, a las que ha considerado dignas de ser acompañadas del nacimiento a la muerte por semejante amigo y ayudante sobrenatural.

Si en el «catecismo para jóvenes» la censura de los ángeles ha sido total (considerados indignos, o al menos no necesarios, por los «expertos académicos de pastoral» en la presentación de la fe a las nuevas generaciones), en el Catecismo para adultos -quinientas sesenta densas páginas que quién sabe cuántos habrán leído-, su mención se retiró del texto y fue relegada como cosa menor a un apéndice, en una vergonzante «nota teológico-pastoral» donde entre otras cosas se dice: «Son figuras que se han hecho extrañas a la cultura de nuestro tiempo y a la mentalidad común imperante». Ninguna mención, ni siquiera a pie de página, a los ángeles custodios, convertidos en «figuras extrañas». Como si, en un planteamiento de fe, cada verdad dependiera de la aceptación de la «mentalidad común» mayoritaria en cada momento. Como si el Credo fuese objeto de los mudables y onduleantes «índices de audiencia»...

De acuerdo con su estilo, el Opus Dei no se enzarzó en polémicas, sino que -según el consejo de los espirituales prefirió mantener encendida la lámpara que «combatir los errores». Sin embargo, durante estas décadas de bandazos que esos catecismos «oficiales» testimonian de un modo impresionante, en la formación de los suyos se resistió a la liquidación.

Nacida en el día de los Santos Ángeles custodios mientras sonaban las campanas de Nuestra Señora de los Ángeles, la Obra se ha mantenido firme. Sin polemizar, pero también sin ceder, y utilizando sin dudar cuando era necesario el catecismo de Trento o el llamado «de san Pío X», que muchas librerías católicas vendían a cientos, pero guardándolo bajo el mostrador, como si fuese un libro pornográfico. Con energía y decisión, no consideró que estas verdades teológicas fuesen el resultado de una devoción anacrónica ni alienante, como decían algunos, haciéndose eco de falsedades de cuño marxista o liberal.

No queda más remedio que reconocer que la evolución más reciente del catolicismo les ha dado una vez más la razón. Treinta años exactos después de la apertura del Concilio, en octubre de 1992, el Papa aprobó el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, en el que los ángeles vuelven por la puerta grande. Con palabras clarísimas, desde el comienzo de los parágrafos que se les dedican: «La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición».

Y vuelven también, naturalmente, los ángeles custodios, tan importantes y queridos no sólo para el beato Escrivá, sino para todos los católicos que le precedieron. Señala el nuevo Catecismo: «Desde la infancia a la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión». Y a continuación, cita -entre los infinitos textos posibles- un fragmento de un Padre de la Iglesia, San Basilio de Cesarea: «Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida». ¡Exactamente lo que decía Escrivá a los suyos para que actuasen en consecuencia!

Se trata de la enésima confirmación de lo que le gusta repetir a un amigo mío, historiador de profesión: «hay una receta infalible para ser modernos y vanguardistas, en la Iglesia y fuera de ella. Basta permanecer firme en la Tradición, en la auténtica tradición: no abandonar la compañía de los antiguos, y esperar. Antes o después, la historia les redescubrirá y entonces tú -considerado anacrónico y reaccionario hasta la víspera- serás aclamado como el profeta que supo ver de lejos...».

Con la misma firmeza, la Obra ha defendido también la doctrina de la Iglesia en el campo de la mariología, no tanto en proclamas polémicas, sino en la discreción pragmática de la formación interna.

No pretendo seguir por sendas teológicas, ni proporcionar el borrador de un manual de catequesis. Basta con señalar el puesto de primer orden que el fundador del Opus Dei dio a Nuestra Señora. Un ejemplo entre mil, el punto 494 de Camino: «Sé de María y serás nuestro»; o sus exhortaciones: «Mete a la Virgen en todo y para todo. No olvides que el Hijo no puede negar nada a su Madre». Este puesto no se explica sólo por su devoción; y menos aún por un sentimentalismo dulzón, del que se distanció siempre este propagador de un cristianismo «varonil» (también para las mujeres, que están en primera fila, como señala el punto 982 de Camino: «Más fuerte la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor»). Un cristianismo donde la humildad convive con la audacia, la ternura con el vigor de carácter y la fuerza de voluntad.

El lugar confiado a María no es, por tanto, ninguna concesión de beata, sino la conciencia de una realidad que -resumida crudamente en pocas líneas- podría sintetizarse así: sin esa raíz de carne que es el útero de una mujer en la que se realiza (en sentido verdadero y pleno) la encarnación de Dios, el cristianismo se reduce a una deletérea e ineficaz «Palabra», se convierte en una especie de globo aerostático a merced de los vientos, hinchado por gases tóxicos de un «espiritualismo» de aspecto noble y «religioso», pero que suprime la indispensable «materialidad» de la fe del evangelio. Así lo expresa Escrivá en su homilía «Amar al mundo apasionadamente»: «El auténtico sentido cristiano -que profesa la resurrección de toda carne- se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu».

No sólo los místicos, también los teólogos han sostenido siempre que «María es enemiga de cualquier herejía». La reflexión sobre esta «raíz de carne» muestra que concederle un puesto orgánico en el Credo -sin reducirla pues a objeto de una devoción facultativa, a una especie de optional para quien disfrute con los sentimentalismos- protege las verdades fundamentales de la cristología.

Cuando la estructura institucional de la Iglesia y hasta su edificio de fe pareció en peligro por el vendaval de la contestación, no fue una casualidad que Escrivá decidiera exponerse, salir al descubierto con gestos significativos. Hasta entonces había salido poco de Roma, limitando sus viajes lo más posible, de acuerdo con su programa de edificar la Obra apareciendo lo menos posible, trabajando para formar «jefes» sin ser considerado uno de ellos. En el umbral de los setenta años, comenzó una serie de peregrinaciones a los santuarios marianos europeos y americanos más venerados: Lourdes, Fátima, El Pilar, Einsiedeln, Guadalupe...

Y no sólo esto: impulsó la construcción del santuario de la Obra, en la remota Torreciudad (donde, siendo un niño de dos años, fue llevado por sus padres para cumplir un voto por su curación), para constituir -en otro lugar de presencia mariana- una especie de baluarte de la resistencia ortodoxa, un muro que protegiese todo el Credo, a través de la renovación de la devoción mariana, de la que desconfiaban catedráticos de teología e incluso algunos obispos. Eran los años en los que el episcopado parecía rechazar incluso la convalidación de los milagros de Lourdes, y en los que se recomendaba leer el Magnificat, incoado por María en el evangelio de Lucas, como un «canto de guerrilla por la liberación política y económica de los oprimidos por el capitalismo»...

Era lógico entonces que la tarea de formación espiritual y teológica del Opus Dei haya mantenido y mantenga el lugar que desde siempre correspondió a la Virgen; y que seguirá ocupando, si el catolicismo sigue mereciendo ese nombre. No en vano el fundador quiso que el Opus Dei se caracterizase siempre, desde los comienzos, por dos notas: «romano» y «mariano».