El abuelo del mundo

Con motivo de la celebración del santo del Papa -san Carlos Borromeo- reproducimos un artículo publicado en el diario 'Las Provincias' por Pablo Cabellos, vicario de la delegación del Opus Dei en Valencia.

Hace poco, celebramos los veinticinco años desde que Karol Wojtyla se convirtió en Juan Pablo II. El mundo ha dado muchas vueltas en ese tiempo, ha vivido alegrías desbordantes -bastaría recordar la caída del muro de Berlín y de los regímenes comunistas- y muchos momentos duros: hambre, marginación, guerras, xenofobias y un largo etcétera en el que se entremezclarían la cotidianidad y lo extraordinario, el dolor y la esperanza, la alegría y el llanto.

Es justo decir que nada de esto ha sido ajeno a Juan Pablo II, ni siquiera se podría afirmar que le ha pasado rozando. Fiel a aquella idea de que el hombre es el camino de la Iglesia, perseverante y tenaz para colocar a la persona por encima de todo, se ha sorbido todos los dolores de esta humanidad nuestra, ha vibrado con sus logros, ha ensanchado su corazón con sus alegrías. Y no le ha faltado verter su sangre por sus convicciones. Aquel 13 de mayo de 1981, cuando caía abatido por unas balas, y ahora cuando parece que se le escapa la vida a chorros miemtras mantiene su servicio petrino a Dios y a la persona. El Pontífice actual no es un hombre de medias tintas, parece que se ha propuesto morir trabajando, no soslaya los problemas, sino que se cuela con fuerza en ellos para ofrecer soluciones.

Siendo experto en humanidad, emplea la suya para conducir el mundo hacia Dios, mientras ama ese mundo con todas sus vicisitudes, sin angelismos ignorantes del acontecer diario de tejas abajo. Debajo de esas tejas, recoge al hombre para alzarlo hasta Dios con todo el bagaje de su quehacer diario: con sus inquietudes y sus esperanzas; con sus logros y sus fracasos; con su fatiga y con su descanso; con su grandeza y miseria.

El servicio que Dios le ha pedido no conoce parones ni descansos, no finaliza en la jubilación, no busca la imagen que vende no se qué. Quizá algunos más sensibles se ven heridos porque ya no anda apenas, porque lee penosa y poco inteligiblemente a veces, por el tremular de sus manos dolientes, por aquel rostro tan expresivo que la enfermedad acartonó.

A mí también me duele esa imagen, pero no exijo su retirada; al contrario, me conmueve y me convierte. Es el abuelo del mundo que -como otro Cristo, como Vicecristo que es- se ha subido a la Cruz, como su Señor, por Amor, porque nadie ama más que quien da su vida por sus amigos, sus hermanos, sus hijos y sus nietos, especialmente esa juventud de todo el globo que sintoniza con él como con nadie, esa de las pancartas de Cuatro Vientos donde se decía: "Danos caña", y "Tú sí que eres galáctico".

El Papa se ha subido a la Cruz para señalar el camino de todos, también los que la rehuyen. Esa imagen doliente y entregada es el mejor antídoto contra el egoísmo, la soberbia, la banalidad, que envuelve tantas vidas llenas de vacío.

Pero, además, resulta que ese abuelo del mundo es un poeta y un intelectual; y un obrero, un artista; y un escritor y, sobre todo, un sacerdote. Ese abuelo es el mejor referente de la humanidad, aunque nos cueste seguirlo porque ha situado alto el listón: allí donde se desvanece la frivolidad y se encuentra a Dios, allá en la zona de la alegría es donde nos convoca, en el lugar feliz de la entrega.

Quizá sea apasionado lo que escribo. De ningún modo he deseado hacerlo desde la frialdad. Pero no creo que haya nadie que pueda verlo falso.

"Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón" (Camino, 573).

Pablo Cabellos / Las Provincias