Diego de León

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En Madrid, en la confluencia de las calles de Lagasca y Diego de León, la Sede Central de la Obra recibe las noticias de la expansión por todos los caminos de España. El Padre, Alvaro del Portillo, Isidoro Zorzano, José Luis Múzquiz..., cualquiera de los que emprenden un viaje, retornan a Lagasca con buenas noticias. El cansancio se olvida al citar, uno a uno, los nombres de nuevos amigos a los que recordar ante Dios. El clima sobrenatural de los que viven en Madrid sube de grado ante cada uno de los que han comprendido y se acercan a la Obra. En verdad, aunados por el Padre, son un solo corazón y una sola alma.

La casa se ha repartido ya en dos zonas de funciones bien delimitadas: el piso ocupado como Sede Central de la Obra, y el espacio destinado a Centro de Estudios para la formación de las nuevas vocaciones que llegan de los cuatro puntos cardinales del país. En el año 1941-42 hay ya unos veinte residentes en Diego de León.

El Padre sabe crear un gozo siempre imprevisto y alentador.

Tiene para todos una actitud de cariño humano y sobrenatural.

«Desde el primer momento -dice Francisco Ponz- aprendí a dirigirme a Mons. Escrivá de Balaguer llamándole Padre. Así lo he tratado siempre y eso ha sido él constantemente para mí. En verdad, era y es fácil saberse y sentirse hijo suyo: de su espíritu, de su oración, de su cariño y desvelo»(50).

En la casa se mezclan las tertulias inolvidables con miembros de la Obra venidos de otras ciudades, con el buen humor, las canciones, la alegría espontánea y la más rigurosa exigencia sobrenatural. Es frecuente, por ejemplo, que algún miembro de la Obra pase la noche sobre el suelo de una habitación, ofreciendo a Dios su incomodidad y sus horas de sueño.

También se llevan a cabo las romerías, como devoción a la Madre universal: María. Esta costumbre de caminantes, iniciada en Sonsoles, se repite en los rincones ermitaños de devoción popular o en los grandes Santuarios. El Opus Dei, siguiendo los pasos del Fundador, llenará de Avemarías todos los caminos.

La familia del Fundador ocupa una parte del primer piso. La habitación de doña Dolores tiene un balcón encristalado que hace esquina a las dos calles. El cuidado de las macetas escalonadas lena sus únicos ratos libres y alegra la seriedad de la fachada. Carmen maneja admirablemente a un grupo de muchachas jóvenes recién venidas de sus pueblos de origen, y administra la casa en medio de grandes dificultades. Todo sigue racionado y tiene que hacer prodigios para que el grupo de gente joven esté bien alimentado, para atender dignamente a los frecuentes invitados.

También Santiago comparte la vida de todos sin tener vocación al Opus Dei. No tiene comodidades ni independencia. Está mediatizado por los horarios de la Residencia. Pero jamás se le ve un gesto de inadaptación o de disgusto. Sus vidas siguen siendo parte muy importante de los planes de Dios sobre la Obra.

El Padre tiene, con estos primeros que se preparan en el espíritu del Opus Dei, una dedicación constante: les hace partícipes de sus planes y sueños, de las dificultades y alegrías. De su buen humor indestructible. Aquí se estudia con intensidad e ilusión, se reza con una piedad recia, viril, profunda. Se ocupa el tiempo con una apasionante intensidad.

En el verano de 1941 dirige un curso de retiro en Diego de León. De aquellos días dirá uno de los asistentes:

«El panorama de vida cristiana que aparecía ante nuestros ojos, eliminaba por completo la mediocridad (...). La vida entera de Jesucristo pasaba ante nuestros ojos como una locura de amor»(51).

Al último que llega, desde cualquier punto de España, le recibe con el mismo cariño y confianza. Como si llevara sus nombres, sus vidas y sus amores inscritos en el corazón. Y les envidia, él que es el Fundador, porque le gustaría ser el último y sentirse en la Obra «el último botón del último botín del último soldado»(52).

De este modo directo, y aprovechando toda circunstancia, forma el Padre a sus hijos. Un ejemplo práctico aparece en el testimonio de Manuel Botas, cuando relata que, después de un retiro en agosto de 1941, se siente incapaz de ir a pasar las vacaciones con su familia al puerto donde veranean habitualmente. Piensa en su grupo de amigos, que no se caracteriza por la seriedad; las fiestas de las que él era promotor: el lógico planteamiento del descanso por el clan familiar. Y traslada al Padre su preocupación por seguir fielmente el compromiso que acaba de contraer con la Obra.

«Entonces -explica- el Padre me comentó por extenso cómo "nuestro sitio es la calle"; que "no éramos plantas de invernadero"; y que debíamos "llevar nuestro ambiente a todos los lugares donde estuviésemos". " Omnia possum in eo qui me confortat -concluyó-: así que ahí tienes la fórmula para poder" »(53). Y con este impulso, sale camino de La Coruña.

Entre los Cursos de formación que se llevan a cabo en Madrid y en 1940 hay dos marcados por las fechas del 2 de agosto y 3 de septiembre. En ellos se reúne casi la totalidad de los miembros de la Obra en España.

El Padre les estimula a realizar bien sus estudios, a prepararse para un futuro inmediato. En junio de 1940, Juan Jiménez Vargas defiende brillantemente su Tesis Doctoral. En plena guerra mundial, Francisco Ponz se especializará en Suiza; José María González Barredo lo hará en Italia; Ismael Sánchez Bella prepara su doctorado en Sevilla. En 1941, Francisco Botella y Juan Jiménez Vargas obtendrán sus cátedras en Barcelona. José María Albareda pone en marcha el más ambicioso plan nacional orientando lo que habrá de convertirse en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Algo que Gregorio Marañón calificaría en 1952, con ocasión del ingreso de José María Albareda en la Real Academia de Medicina, como «uno de los acontecimientos fundamentales de la vida cultural de nuestro país»(54). El Padre les hace responsables de su profesión y trabajo. Han de buscar becas y ayudas gracias a un denodado esfuerzo personal. No olvidarán el punto número 332 de «Camino»: «Al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea».

Tampoco el Fundador abandona sus tareas de intelectual. A raíz de la muerte de don Josemaría Escrivá de Balaguer, el primer Secretario de la Escuela Oficial de Periodismo, Pedro Gómez Aparicio, escribirá en un periódico madrileño: «supongo que aún perdura el recuerdo de don Josemaría entre los que fueron sus alumnos. Su trato era sencillo, respetuoso y afable; su carácter, abierto, optimista y generoso, siempre dispuesto a un diálogo cordial. Creo que hubiera sido un gran periodista de no absorberle sus actividades apostólicas»(55).

Publica el Padre, en 1944, su trabajo monográfico sobre «La Abadesa de las Huelgas» que constituye, ampliado y revisado, el tema de su Tesis Doctoral en Derecho. Cumple a la letra aquello que encarece a sus hijas y a sus hijos:

«Nuestra finalidad específica nos impone un trabajo profesional intenso, constante, profundo, ordenado, con la preparación oportuna, con abundancia de doctrina, con estudio, para realizar así -a través de esa tarea, de esa dedicación- el apostolado que Dios quiere de nosotros, en la santificación de la propia profesión u oficio en medio del mundo»(56).

También la muerte va a mezclarse con esta juventud que trabaja en el espíritu del Opus Dei. La muerte como fiel compañera que abre de par en par las puertas de la Vida. Desde enero de 1943, Isidoro Zorzano está diagnosticado de una enfermedad de Hodgkin muy evolucionada. Ingresa en el Sanatorio de San Francisco de Asís cuando el cuadro clínico se agrava. Día y noche se turnan haciéndole compañía. El Fundador le ayuda y le prepara de un modo excepcional para la muerte. Fue su compañero de estudios en la primera juventud, su primera vocación incondicional para el Opus Dei, su apoyo permanente en toda circunstancia. Testigo y protagonista de hechos sobrenaturales que ya pertenecen a la historia de la Obra. Ahora le precede, en el paso final. Pero antes, el Padre le hace un encargo urgente.

En estos momentos tiene una moneda de cambio importante para pedirle favores a Dios: va a entregar su vida, todavía en pleno rendimiento. Isidoro anota en su mente y en su corazón las necesidades de la Obra: lo primero el inmueble donde montar, definitivamente, una Residencia Universitaria en Madrid. Jenner fue una solución de urgencia que ya ha sido desbordada.

Morirá el 15 de julio de 1943 hacia las cinco de la tarde. Unos días antes se han encontrado los locales del futuro Colegio Mayor Moncloa, en el área del Campus Universitario madrileño. Su última misión en la tierra está cumplida.