De romería

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En abril de 1970, el Padre sale de Roma camino de Madrid. Su propósito es acercarse hasta Torreciudad como peregrino. En la capital de España, permanece varios días alojado en Diego de León. Allí, sobre un mueble cubierto por un terciopelo rojo e iluminada por dos focos, está la Virgen de Torreciudad . Ha sido parcialmente restaurada, apareciendo el color oscuro de la madera y las líneas auténticas de la talla. Ahora va a ser revestida con una lámina de oro que sirva de protección. Solamente la cara y las manos permanecerán al aire.

«Eso cuesta poco, porque la imagen es pequeña y la lámina muy delgada. Allí no habrá ninguna riqueza que atraiga a los ladrones. No se trata de poner riqueza, sino de ' poner amor. Aunque se emplearán materiales nobles» (19)

Cuando el Padre entra por primera vez en la habitación en que está colocada la imagen, cruza el umbral con prisa, fijos los ojos en Nuestra Señora. Y repite, al mirarla despacio:

-«¡Es preciosa!»

Y se queda unos minutos a solas con la imagen. Luego, ante los que le acompañan, besa los pies de la Virgen y los del Niño, y reza:

-«¡Perdóname, Madre mía! Desde los dos años hasta los sesenta y ocho. ¡Qué poca cosa soy! Pero te quiero mucho, con toda mi alma.

Me da mucha alegría venir a besarte, y me da mucha alegría pensar en los miles de almas que te han venerado y han venido a decirte que te quieren, y en los miles de almas que vendrán»(20).

Durante el tiempo que la imagen permanece en Diego de León, recibe la compañía frecuente del Padre. Siente como un compromiso de acudir junto a Ella:

«Voy a rezar a la Virgen con un espíritu de romero del medioevo»(21).

El lunes 6 de abril, parte el Fundador camino de Zaragoza. Está muy alegre de ir a las tierras del Somontano. El día 7 celebra Misa en la Residencia de Miraflores y sale hacia El Pilar. No quiere pasar de largo por la ciudad sin acercarse a esta Capilla que encierra tantos recuerdos de su vida, tantos deseos acumulados en su alma durante aquellos años en los que, diariamente, acudía a sentir el cariño y la protección de Nuestra Señora.

Inmediatamente después, cruzan el Ebro por el puente de Santiago y enfilan la ruta de Huesca. No se detienen en Barbastro. Apenas les da tiempo a ver, sin bajarse del vehículo, la Catedral, el Coso y la placidez del río Vero, que sigue discurriendo más allá del tiempo. Cerca de las once de la mañana llegan al pueblecito de El Grado, donde se inicia la presa del mismo nombre. Desde aquí comienzan a perfilarse ya, en el horizonte, los andamios y las estructuras de hormigón de Torreciudad .

Un kilómetro antes de llegar a la ermita, le esperan los arquitectos y los que dirigen las obras. El Padre se baja del coche y saluda a todos con cariño. Después, rápidamente, se descalza para hacer su romería a la Virgen durante esta última parte del camino. Todavía no están asfaltadas las vías de acceso. Una grava fina y cortante cubre la carretera. No permite que le secunde nadie. Le acompañan contestando las Avemarías que recita con voz fuerte, distinta, sin monotonía. El Rosario tiene matices de saludo, de anunciación alegre.

«Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Amo a la Trinidad Beatísima. Creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo. Creo en la Trinidad Beatísima. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo. Espero en la Trinidad Beatísima. Amo a mi Madre la Virgen. Creo en mi Madre la Virgen. Espero en mi Madre la Virgen»(22).

Al cabo de un buen rato de camino, alguien aventura la insinuación de que vuelva a ponerse los zapatos:

«Después de sesenta y seis años, es bien poca cosa lo que estoy haciendo por la Virgen. Hay muchos pastores que van descalzos, todos los días, por estos riscos. No hago nada extraordinario»(23).

Al llegar a la ermita, se arrodilla en las gradas del altar; enciende unas velas y reza una oración corta.

Más tarde explicará a todos lo bella que es la imagen de la Virgen que se está restaurando en Madrid.

«Han quitado gran cantidad de pintura vieja, porque se ve que a veces le daban capas de pintura con brocha gorda (...). Tendréis que cuidar mucho la imagen, no sea que alguno, por llevarse cuatro cuartos, nos robe la mitad de nuestro corazón. A mí, me robaría el corazón entero» (24)

Acompañado de don Álvaro del Portillo, don Javier Echeverría y don Florencio Sánchez Bella, sube hasta la zona de obras. Cae una lluvia fina, y allí, junto a las excavaciones, explican los arquitectos cada uno de los futuros cuerpos de edificios y detalles de las construcciones.

La mayor parte se realizará en ladrillo, que dibujará formas geométricas. El interior del Santuario estará separado de la explanada exterior por un atrio con pórtico de columnas al que se accederá por una escalinata de piedra. También habrá un altar al aire libre en un ángulo de la explanada. El retablo de la iglesia será tallado en alabastro, de fácil manejo para los imagineros. En la cripta del Santuario existirán tres capillas, que han de presidir otras tantas advocaciones de la Virgen: Guadalupe, el Pilar y Loreto. Aquí se van a instalar cuarenta confesonarios, porque Torreciudad es un lugar de penitencia, de acercamiento a Dios, de fraternidad cristiana. Por eso, el Sacramento de reconciliación, de humildad y amor que es el perdón de los pecados por parte del sacerdote, en nombre de Cristo, ocupa un gran espacio.

En este momento, sólo existe el gran boquete que han abierto las excavadoras para echar los cimientos. El Padre bendice ya esta zona de los futuros edificios.

La torre del Santuario llevará en su coronación un carrillón con doce campanas de bronce que dejarán oír su Ángelus a muchos kilómetros de distancia. Un saludo a María cuyo eco se adentrará en la tierra alta del Pirineo. Se calculan dimensiones de 53 metros de longitud, 24 metros de anchura y 24 metros de altura para los interiores de la iglesia. En estos momentos, toda la explanada es un magma de grúas, cemento, ladrillos y materiales que se apilan esperando su perfil definitivo. También hay un proyecto de cierre porticado para abrazar la explanada, que tiene una extensión de 20.000 metros cuadrados.

El Padre lo recorre todo. La jornada es agotadora pero fecunda. Bendice a cuantos están trabajando, por su cariño y tesón en una obra de tal envergadura. Unos años después, cuando vea el Santuario prácticamente acabado dirá: «Sólo los locos del Opus Dei hacemos esto, y estamos muy contentos de ser locos. Lo habéis hecho muy bien (...). Pero hay que llegar hasta el final (...). ¡Qué bien se va a rezar aquí!... »(25)

Regresa ese mismo día a Zaragoza. Cuando las torres de El Pilar aparecen de nuevo, frente a la carretera, comenta:

«Estoy muy cansadico, pero tengo mucha confianza en la honradez cristiana de todos mis hijos y en su deseo de ser muy(26)fieles» .

Piensa, sin duda, en tantos como han sacrificado un sueño, una comodidad, un gusto, o incluso una parte importante de lo necesario, para costear Torreciudad . Después de la muerte del Fundador, don Álvaro del Portillo comentará:

«Hay gente murmuradora que ha dicho barbaridades... Se ha gastado mucho, pero a base de reunir muchos óbolos como el de la viuda: tantos sacrificios, tantas limosnas. Una familia -y eso ya no son las dos blancas de la viuda- que llevaba años y años ahorrando para construir una casa de descanso, entregó todos esos ahorros para Torreciudad . Los murmuradores no quieren entender que la gente se ha sacrificado por amor a la Santísima Virgen».

Todavía se guarda en Roma aquella carta de una formidable familia argentina:

«Querido Padre: Estos billetes parecen dinero, pero no lo son. Son sueños, ilusiones forjadas durante 24 años; planes de conocer Roma, Europa, en nuestras bodas de plata (...).

Desde hace años se sumó a esas ilusiones la más grande: visitar, ¡conocer al Padre! Tanto mi esposa como yo, pertenecemos a la Obra desde entonces, así como también dos de nuestros cuatro hijos.

Pero, como el Padre vino a nosotros, pensamos que todo lo demás no tiene importancia. En consecuencia, le rogamos que acepte esta donación para el Santuario de Nuestra Madre de Torreciudad » (27).

Otro matrimonio envía una pulsera de oro con ocho medallas. Son los aniversarios de nacimiento de sus hijos. El orfebre funde todo en la masa noble que ha de convertirse en una patena para ofrecer el pan de la Eucaristía. Cada vez que se alza esta patena, no es oro, sino vida, lo que llega a los pies del Señor y de la Virgen de Torreciudad . Es la vida de aquellos que desean «cantar y bendecir el nombre de Dios, anunciar de día en día su salvación, celebrar su gloria entre las gentes y llenar de luz los pueblos con sus maravillas».