Construir la paz

“Por todos los caminos honestos de la tierra quiere el Señor a sus hijos, echando la semilla de la comprensión, del perdón, de la convivencia, de la caridad, de la paz. Tú, ¿qué haces?”. A esta interpelación de san Josemaría responde el autor de un artículo publicado en Las Provincias (Valencia).

El Papa ha pedido oraciones por la paz.

Sé de muchas personas que rezan estos días por la paz rota -¡tanto tiempo ya!- en Oriente Medio, para que puedan evitarse los trallazos del terrorismo, para que no llegue la guerra a Irak y sea posible el desarme de Sadam por procedimientos que eviten muertes.

Muchos se han manifestado en diversas formas contra esa fractura de la tranquilidad del orden, que es como Tomás de Aquino define la paz, tranquilidad tan necesaria para que el hombre pueda encontrarse en armonía consigo mismo, con Dios y con los demás. Tres aspectos de la paz que se concatenan entre sí, aunque quiera referirme ahora más a la serena convivencia entre hermanos.

Los acontecimientos que cito al principio, me han llevado a leer, a pensar, a rezar. Entre los textos que he vuelto a ver, he encontrado uno que me interpela fuertemente: “Por todos los caminos honestos de la tierra quiere el Señor a sus hijos, echando la semilla de la comprensión, del perdón, de la convivencia, de la caridad, de la paz. Tú, ¿qué haces?” (San Josemaría Escrivá, en ‘Forja’).

No es mi cometido aportar soluciones políticas, policiales o militares, que eviten la destrucción y la muerte. Pero sí creo oportuno hacer de altavoz a ese “Tú, ¿qué haces?”, porque parados no podemos quedarnos en ningún sector social, ni desde la fe, que también puede campear por todos ellos.

Nos lo pide la dignidad humana, me lo exige el ministerio sacerdotal, lo postula nuestra condición de hijos de Dios, de ese Dios que, como a la muerte de Abel, clama por la sangre inocente, del Dios del imperativo ‘No matarás’, del Dios que es amor y perdón.

Esta sociedad nuestra -sus mujeres y sus hombres- debe estar dispuesta a hacer algo para restañar heridas, para evitar muertes, para edificar la comprensión y el perdón, para rehacer la convivencia cediendo en todo lo que se pueda ceder; para huir del odio, para no caer siquiera en la agresión verbal, puesto que cualquier género de violencia no es adecuado ni para vencer ni para convencer.

Debemos pacificar nuestras propias conciencias para edificar sólidamente y con altura de miras una paz verdadera. Paz para Irak, paz en Oriente Medio, paz en Euskadi y en el ancho mundo; pero también paz con el pariente enemistado, paz con el adversario político, decencia en las relaciones con los demás, erradicación de la violencia doméstica, olvido de odios y rencillas.

He vuelto a leer la Constitución Conciliar Gaudium et Spes que la paz, “con toda exactitud y propiedad, se llama obra de la justicia”. Si no se acepta el orden legítimamente establecido, no puede haber paz. Si se vulneran las leyes justas de modo violento o con engaños, si en vez de perseguir el bien común se busca egoísticamente lo que no es justo, no puede haber paz.

Es momento para la reflexión, para la oración y para la búsqueda denodada de todo lo que evite muerte y destrucción. Es preciso mirar con honradez en el hondón de la propia conciencia, para exigirse acciones que lleven a la concordia de todos.

Pero la sola justicia no basta; podría ser justicierismo si falta el amor. La citada constitución del Vaticano II añade: “La paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia pueda realizar”.

La paz no se logra sin amor al prójimo, a su vida, a su fe; la paz es imposible si no existe el esfuerzo por asegurar el bien de las personas y la comunicación entre los hombres de sus riquezas intelectuales, espirituales o materiales. La paz necesita del amor a la verdad, pues no puede construirse falseando la historia, mintiendo sobre las personas o deformando sucesos.

Pienso que estas actitudes están en manos de cualquier persona con buena voluntad, que empieza a construir la paz en sí mismo, en su entorno inmediato y la va abriendo como en círculos concéntricos hasta llegar a la humanidad entera. Mientras, recuerda san Josemaría, “el violento pierde siempre, aunque gane la primera batalla... porque acaba rodeado de la soledad de su incomprensión” (en ‘Surco’).

D. Pablo Cabellos, Vicario de la delegación del Opus Dei en Valencia // Las Provincias