Con verdad y libertad

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

«Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. -¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?

Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... » (11)

Un rasgo esencial del espíritu del Opus Dei es la valoración del trabajo profesional. Esa tarea que vincula al hombre con el mundo. La parcela de tierra y de historia en que los hombres y mujeres desarrollan sus virtualidades y entran en comunicación -comunión solidaria-, con los demás ciudadanos, en igualdad de circunstancias. De ahí la exigencia de que todos los miembros de la Obra trabajen y su apertura a toda persona, de cualquier clase o condición, que desempeñe una tarea u oficio en medio del mundo.

Porque, además, es en el desarrollo de las actividades cotidianas, en el modo de enfrentarse con el esfuerzo, con las situaciones favorables y adversas, con los triunfos y fracasos, donde los miembros de la Obra deben dar testimonio de la luz de su llamada y ayudar a los demás a conocer o redescubrir el amor de Cristo.

Esta necesidad de comunicar aquello que plenifica la propia vida, de ofrecer a los demás lo mejor y más clarividente de la existencia, es la dimensión apostólica del Opus Dei. Porque es preciso comunicar a los demás esta llamada de Dios que pende sobre la vida de tantos que aún ignoran que sus nombres están escritos para una misión de incomparable grandeza.

Al Fundador nada genuinamente humano le es ajeno. Llama, en nombre de Dios, en medio de las circunstancias del trabajo, en el cansancio, en la enfermedad, en la alegría y en el dolor. Rastrea en el oficio de cuantos se acercan a su palabra y abre para todos esa aspillera por la que puede escaparse el pensamiento y anclarse diariamente en el amor de Dios Padre.

Cuando señala a sus hijas e hijos los caminos del apostolado, de la amistad, no limita ni uno solo de los campos donde puede estrenarse el diálogo y la actividad humana de cada día:

«Oradores y conferenciantes, polemistas, productores de películas, escritores para la prensa y la radio, médicos y enfermeras con sentido cristiano de su misión profesional, especialistas de obras sociales (...).

Y en la oficina y en el comercio, en el periódico y en la tribuna, en la escuela, en el taller y en las minas y en el campo, amparados por vuestra oración, por vuestros consejos, por vuestro ejemplo y por vuestro constante trabajo, serán también portadores de Dios en todos los ambientes de los hombres, según aquellas palabras de San Pablo: glorificate et portate Deum in corpore vestro (1 Cor VI, 20), glorificad a Dios con vuestra vida y llevadle siempre con vosotros»(12).

En función de este apasionado amor al mundo se puede describir un templo natural, como él lo hizo, en octubre de 1967, al celebrar la Santa Misa sobre el Campus de la Universidad de Navarra:

«Nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra...

¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres»(13)

Y en verdad que los más variados oficios y profesiones vendrán a estar representados en la gran familia del Opus Dei. Ningún otro aglutinante más que la realidad de su espíritu y sus fines exclusivamente sobrenaturales podía reunir una tan abigarrada representación.

Un día, al regreso de un viaje de Pamplona a Madrid, en 1964, se acerca al Colegio Mayor Alcor , entonces todavía en construcción. Al llegar el Padre, un albañil cruza la puerta con la herramienta en la mano. Al verle, instintivamente se quita la boina y esconde las manos manchadas de cal. El Fundador, con una sonrisa, le coge las manos, le saluda y se las besa sin afectación alguna, con toda sinceridad:

-«Hijo mío, tus manos son las de Cristo y están ungidas por el trabajo. Merecen todo el respeto, y puedes hacerte santo. Yo trabajo como tú, aunque -le dijo sonriente- yo me mancho de tinta hasta aquí», y señaló el codo. Después, le da un abrazo(14)

De situaciones muy parecidas recoge, sin duda, su comentario el Marqués de Lozoya:

«Y entiendo también que en aquellas tertulias con miles de personas que Monseñor Escrivá de Balaguer tenía en todo el mundo y con todo el mundo, hiciera con frecuencia la señal de la cruz en la frente de tantos estudiantes e intelectuales, o dejara en las manos encallecidas de los trabajadores manuales un par de besos: esos besos que suelen quedar reservados para las manos consagradas de los sacerdotes» (15) .

En cualquier reunión, es un médico quien le aborda:

-«Padre, ¿cómo empujar a Dios a nuestros enfermos?».

-«Ten presencia de Dios. Invoca a la Madre de Dios, como ya lo haces. Ayer estuve con un enfermo al que quiero con todo mi corazón de Padre, y comprendo la gran labor sacerdotal que hacéis los médicos. Tienes que actualizar ese sacerdocio. Cuando te laves las manos, cuando te pongas la bata, cuando te metas los guantes, piensa en Dios y en ese sacerdocio real del que habla San Pedro. Entonces no tendrás rutina: harás bien a los cuerpos y a las almas»(16)

Y aquel hombretón, todavía joven, que le interpela, desde el fondo de un teatro lleno de gentes argentinas:

-«Padre, yo me crié en la calle, con los muchachos de la esquina, con la barra del café; me convertí a los veinticinco años, y soy de los que dicen que tienen estaño. He conocido la Obra unos años después, y he aprendido a querer a Nuestro Señor con este corazón que tenemos, con este corazón de barro, y a veces tengo miedo de que, como también tengo un idioma de la calle, no sepa expresarme, avisarle al mundo de la felicidad que se están perdiendo al no querer al Señor. ¿Cómo puedo hacer?».

-«Habla con sinceridad con ese idioma, porque te entienden. Tú tienes, de verdad, el léxico mejor para ayudar a que las almas lleguen a amar a Jesucristo. Háblales con su lengua, que es una lengua buena. Si se te escapa alguna palabra fuerte, mientras no sea ofensa a Dios, déjala que se escape. Pero sé sincero, noblote como eres, valiente» (17) .

En otro momento, es una mujer empresaria que le pide un consejo para saber ejercitar a tiempo, y con justicia, la virtud de la firmeza en su trabajo:

-«Tienes que manifestar la fortaleza de un varón, pero con la delicadeza de una mujer (...). Te recomiendo la devoción a San José, el gran empresario de las cosas del alma y de las cosas del cuerpo, porque tuvo que sacar adelante a una familia divina con las fuerzas de un hombre, de un trabajador»(18).

Y ahora es un entrenador, a quien le gusta darle al balón y su mujer se queja porque les atiende poco: a ella y a los hijos. ¿Usted qué dice, Padre?

Y el Padre le anima, de modo divertido, a que haga partícipe a su esposa de las cosas de su trabajo:

-«Digo que, si dejamos hablar a tu mujer, te dirá que sí, que sigas; que lo único que quiere ella es hacer de árbitro alguna vez. Y si le dejas, lo hará maravillosamente » (19) Más tarde es un artista, que le pregunta cómo se puede santificar un trabajo absolutamente desordenado. No parece fácil.

-«Oí contar una vez que había un sacerdote muy fervoroso -hay muchos sacerdotes santos por ahí, gracias a Dios: los conozco en todos los países-, y estaba hablando a sus parroquianos. Les decía que todas las obras de Dios son perfectas: perfecto el mundo, perfecto aquello, perfecto lo otro... Y de pronto, un pobre parroquiano, que era giboso, se subió al presbiterio y le dijo: señor cura, ¿y yo? Yo... ¿también soy perfecto? El sacerdote le miró un poco y le dijo: en el género de los gibosos, no he visto nada más perfecto.

Mirad... El Señor nuestro tiene unos pinceles más hermosos que los de Velázquez. Todos recordáis (...) la figura de aquel valido de Felipe IV, que era giboso: el Conde-Duque de Olivares. Y habéis visto su retrato en el Museo del Prado: un caballero formidable, maravilloso...; no se le ve la giba.

No hay ningún trabajo honesto, por desordenado que parezca, que no se pueda santificar. Nada tiene gibas»(20).

Un comentarista escribirá acerca de las tertulias con Monseñor Escrivá de Balaguer:

«Los oyentes ríen (...), se dejan llevar felizmente hacia lo alto. Pero, en realidad, él no ha subido ni bajado: él no se ha movido de ese punto donde lo divino y lo humano se encuentran, donde orar y trabajar son lo mismo, donde el buen humor terreno y la alegría de Dios se identifican»(21).

Los más diversos estados, oficios y actitudes se convierten en voz que interroga, con la seguridad de oír una respuesta afectuosa, chispeante, llena de trascendencia, pero también con el calor de lo humano, de lo profundamente enraizado en la cotidianeidad de la vida y del trabajo.

Un día se reúne con muchos hijos suyos, jóvenes. Les dice que tienen que ser santos, alegres, responsables de su profesión, donde Dios les ha puesto.

Y uno levanta el brazo preguntando si alguna profesión como la que él había practicado algún tiempo, la de carterista, podría ser superada con un trabajo digno de ser ofrecido a Dios.

El Padre, riendo, pero conmovido, le dice que a él lo que le ha robado ya es el corazón.

Unos años antes escribía:

«Hemos de conquistar para Cristo todo valor humano que sea noble: estad atentos a cuanto existe de verdadero, de honorable, de justo, depuro, de amable, de virtuoso y digno de alabanza (Phil IV, 8) »(22).

En esta línea de afecto y hondura explica Peter Berglar, Profesor de Historia en la Universidad de Colonia (Alemania), cómo después de una larga y agitada vida -en cuyo centro está el día de su conversión a la fe católica con la búsqueda de Dios, el acercamiento a Cristo y la lucha por alcanzar la verdad-, el Opus Dei se ha convertido en su patria espiritual

Y el de un conocido deportista de nacionalidad argentina:

«Cierto día de junio de 1974, me enteré del arribo de Monseñor Escrivá a nuestras playas (...). Acudí a casi todas sus apariciones públicas, que tuvieron por marco el Colegio de Escribanos de Buenos Aires, los teatros General San Martín y Coliseo, abarrotados de público. Comprobé cómo, con sus primeras palabras, el Padre levantaba la temperatura de la sala, poniéndonos sin dilación frente a las realidades sobrenaturales. Realidades que, sin embargo, lejos de contraponerse a las terrenas, se amalgamaban con ellas, otorgándoles una dimensión diferente. Advertimos pronto que Dios andaba entre las butacas»(23).

Y el Profesor Jeróme Lejeune, profesor de Genética en la Universidad de París y miembro de la Academia Pontificia de Ciencias, que tiene ocasión de conocer a Monseñor Escrivá de Balaguer en Pamplona, en mayo de 1974, cuando le confiere el título de Doctor honoris causa de la Universidad de Navarra, de la que es Gran Canciller.

Lejeune se manifestará encantado de conocer a un hombre de sus años, con tanta vitalidad y, si pudiera definirse así, con una caridad gozosa que se trasluce en su calurosa acogida.

El Fundador, decía a un hijo suyo que había trabajado cerca de ambientes teatrales y cinematográficos en Roma:

«Es necesario trabajar con empeño y seriedad (...). Sé audaz. No te escandalices de nada. Procura conocer y tratar a las personas de este mundo con mucha comprensión y afecto. Muchos no saben lo que es una amistad verdadera, ni un afecto puro y desinteresado. Encomiéndate y encomienda a las personas que tratarás a la Mater Pulchrae Dilectionis -Madre del Amor Hermoso-. Tantas cosas pueden cambiar también en estos ambientes infiltrados de paganismos (...) si trabajamos con inteligencia y con fe (...).

No hay necesidad de hacer obras teatrales y cinematográficas de carácter hagiográfico o sacro para hacer discursos cristianos (...). Basta afrontar con garbo la vida, los temas de la vida común, con los problemas ordinarios del hombre, con sus dramas, con sus comedias... contando las cosas con cierto estilo y con cierto espíritu (...).

Sé audaz en el trato con las personas. Mira si puedes salvar alguna que está próxima a caer en las puertas del infierno (...). Lo importante es que tengas bien firmes los pies sobre la tierra sólida de tu fidelidad»(24).

En este amplio retablo, todos los miembros del Opus Dei tienen la más absoluta libertad y responsabilidad personales, en cuanto atañe a las múltiples opiniones humanas temporales. Su dispersión por los caminos del mundo es tan dispar como lo son las decisiones y dedicaciones de los hombres. Su único nexo, la necesidad de recalar en la doctrina católica y en el espíritu del Opus Dei. De esto es de lo que la Obra se hace responsable. Lo demás es campo abierto a la conciencia de cada uno.

Decía, una vez más, en el Campus de la Universidad de Navarra, en octubre de 1967:

«Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis -¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia -vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos -en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional-, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde»(25).