Gabriel se acaba de marchar. María está tratando de asimilar lo que ha presenciado. El extraño saludo. La promesa del nacimiento del Mesías. La llegada del Espíritu Santo. Su vida ha cambiado de manera inesperada. Con su sí ha aceptado la propuesta del ángel, pero todavía no es consciente de todas las implicaciones de aquel «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Está segura de al menos una cosa: en su seno habita ahora el Hijo de Dios. Y es tal su felicidad que no sabe todavía cómo expresarla.
Meditando lo que acaba de presenciar, no puede olvidar la noticia que el arcángel le ha dado: «Ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes» (Lc 1,36). No sabemos con certeza qué grado de parentesco tenían, pero a menudo se cree que Isabel era su prima. Probablemente María estaba al tanto de que no había podido tener hijos. Pero el anuncio de Gabriel claramente le ha demostrado que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37).
María comprendió que no podía quedarse de brazos cruzados. El ángel le había dicho que su prima estaba embarazada como un signo de la omnipotencia divina, pero no le había comentado nada sobre si necesitaría ayuda o no. Sin embargo, María sabía ponerse en el lugar de los demás y reconocer sus necesidades, como demostraría años más tarde en Caná (cfr. Jn 2,1-12). Si su prima era anciana, era lógico pensar que su embarazo no sería sencillo, y que cualquier apoyo sería bienvenido. Además, la misma María sentiría la necesidad de compartir el don recibido con alguien. Y seguramente Isabel, con quien estaba unida por un cariño y una confianza profundos, y que también acababa de ser testigo del poder de Dios, era la persona indicada.
Por eso María tomó la decisión de ponerse en camino. Y no de cualquier forma. San Lucas precisa que «marchó deprisa» (Lc 1,39). No tenía tiempo que perder. Sabía que en ese momento lo mejor que podía hacer era ir a ver a Isabel. Intuía que esto formaba parte de los planes de Dios. Y quería secundarlos con la iniciativa y el entusiasmo del amor, de quien sabe que está haciendo lo mejor para sí misma y para los demás, no con la desgana de quien cumple una obligación porque no le queda más remedio.
Esa prisa con la que sale María no es superficial. Podríamos decir que no le mueve el afán de curiosidad, ni tampoco el simple deseo de hacer cosas para evitar enfrentarse a la propia soledad. «La prisa de la joven de Nazaret es la de quienes han recibido dones extraordinarios del Señor y no pueden dejar de compartir, de hacer desbordar la inmensa gracia que han experimentado. Es la prisa de los que saben poner las necesidades de los demás por encima de las suyas. María es un ejemplo de persona joven que no pierde el tiempo buscando la atención o la aprobación de los demás –como ocurre cuando dependemos de los “me gusta” en las redes sociales–, sino que se mueve para buscar la conexión más genuina, la que surge del encuentro, del compartir, del amor y del servicio» [1].
El privilegio de servir
Ain Karim, la ciudad de Judá tradicionalmente identificada con el hogar de Zacarías e Isabel, está a unos 130 kilómetros de Nazaret. Situada en medio de las montañas, no debía de ser sencillo llegar hasta ahí. María tuvo que viajar durante varios días en una caravana probablemente llena de desconocidos. Atrás dejaba por un tiempo la seguridad de su hogar para llevar a su prima lo más valioso que tenía. «Es un viaje que la lleva lejos de casa, la impulsa al mundo, a lugares extraños a sus costumbres diarias; en cierto sentido, la hace llegar hasta confines inalcanzables para ella. Está precisamente aquí, también para todos nosotros, el secreto de nuestra vida de hombres y de cristianos. Nuestra existencia, como personas y como Iglesia, está proyectada hacia fuera de nosotros» [2]. Con frecuencia el Señor nos pide salir de los propios planteamientos, de aquello con lo que quizá estamos más familiarizados, para comunicar a los hombres la felicidad de acoger la palabra divina. «María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo» [3]. Durante el viaje seguramente debió de reflexionar sobre ese gozo. Quizá vendrían a su mente expresiones de la Escritura que se acercaban a lo que ella sentía en esos momentos.
En cuanto María llegó a casa de Zacarías y su prima oyó el saludo, «el niño saltó en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo» (Lc 1,41). La visita de María no era simplemente un detalle de cortesía: llevaba nada más y nada menos que la presencia de Cristo. Generaciones de judíos habían soñado con la llegada del Mesías, y ahora Isabel lo recibía en su propia casa. «Las dos mujeres, ambas embarazadas, encarnan, en efecto, la espera y el Esperado. La anciana Isabel simboliza a Israel que espera al Mesías, mientras que la joven María lleva en sí la realización de tal espera, para beneficio de toda la humanidad. En las dos mujeres se encuentran y se reconocen, ante todo, los frutos de su seno, Juan y Cristo» [4].
«Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre –exclama Isabel–. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,42-43). Isabel está pasmada porque cree no merecer semejante privilegio. Le llena de admiración que la madre del Salvador haya realizado un largo viaje para venir a acompañarla. María inaugura una nueva manera de entender el honor –que Jesús pondrá en práctica– y se siente, en su generosidad, la más beneficiada de las dos mujeres presentes en la escena. «Si quieres ser el primero, tienes que ir al final de la fila, ser el último y servir a todos. (...) Y esto cuesta, lo sabemos, porque “sabe a cruz”. Pero a medida que crecemos en el cuidado y la disponibilidad hacia los demás, nos volvemos más libres por dentro, más parecidos a Jesús. Cuanto más servimos, más sentimos la presencia de Dios. Sobre todo cuando servimos a los que no tienen nada que devolvernos, los pobres, abrazando sus dificultades y necesidades con la tierna compasión: y ahí descubrimos que a su vez somos amados y abrazados por Dios» [5]. María no fue menos por querer servir a su prima. Y por eso, tras oír las palabras de alabanza de Isabel –«bendita tú entre las mujeres», «bienaventurada tú, que has creído»–, sintió «el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera» [6] participara de su felicidad.
Un corazón que rompe a cantar
«Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46-47). María habla de su mundo interior. No hay ninguno más rico que el suyo. Y su rasgo principal es la alegría. Si días antes, al oír el saludo del ángel, como primer movimiento se había asustado, lo que quedó y ahora posee es un profundo gozo, fruto de haber dicho que sí a los planes divinos.
María conquistó a Dios con su sencillez. «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). Ella no se sentía una persona especial. Vivía en una aldea desconocida, que ni siquiera había sido mencionada en las Escrituras. Su prometido era un artesano, un oficio como muchos otros. Pasaba gran parte de su tiempo ocupándose de las mismas tareas que realizaban las otras jóvenes de entonces. La mayoría de sus días debieron de transcurrir iguales. Nada en sus circunstancias externas sugería que fuese a ser recordada de generación en generación. Pero el Señor no se fija en las apariencias o en lo que los hombres consideran grande: sabe mirar el corazón de cada uno y apreciar lo que pasa desapercibido.
«Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario. Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez» [7]. María vivió así. Ella se consideraba poca cosa, pero reconoció que todo lo grande que había en su vida era fruto de la acción del Todopoderoso. Sabía que era él quien obraría los prodigios y quien manifestaría su poder, pues ella era consciente de sus propios límites. Por eso, los humildes como María serán ensalzados, pues el Señor podrá obrar maravillas en ellos.
«María, en su pequeñez, conquista primero los cielos. El secreto de su éxito reside precisamente en reconocerse pequeña, en reconocerse necesitada. Con Dios, solo quien se reconoce como nada es capaz de recibirlo todo. Solo quien se vacía es llenado por él. Y María es la “llena de gracia” precisamente por su humildad» [8]. Durante su vida, la madre de Dios no consiguió ninguna gloria humana. La única aclamación pública de la que tenemos noticia fue de parte de una mujer anónima que dijo a Jesús: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). Y nada más. Pero hoy, siglos más tarde, se puede comprobar el acierto de aquellas palabras de María: millones de personas a lo largo de la historia le han mostrado veneración y se han fijado en la grandeza de su vida.
La normalidad del hogar
María permaneció tres meses con su prima. El Evangelio no cuenta lo que ocurrió durante ese tiempo, pero podemos suponer que estuvo marcado por la tranquilidad. Paseos alrededor de la casa. Ratos de silencio. Conversaciones en torno a una mesa. Oración. Horas dedicadas a coser las prendas del niño. Tareas domésticas. Aquella familia encontraría un profundo gozo en la normalidad de esos momentos, saboreando la discreta cercanía de Dios en medio de todos sus quehaceres. «El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad» [9].
Es probable que Isabel tuviera que guardar reposo en las semanas previas al parto, y María seguramente se esmeró más en cuidarla. Trataría de adivinar sus necesidades con la prontitud y la creatividad propias del cariño. Con la misma prisa con que había dejado Nazaret ahora se adelanta a las solicitudes de Isabel. Podemos imaginar a María volcada en hacer la vida agradable a su prima. Prepararía la comida que más le gustaba. Buscaría el modo de hacerla reír. Contaría historias para entretenerla. De esta manera, María ayudó a aligerar la carga emocional y física que Isabel soportaba, ofreciéndole la tranquilidad necesaria para afrontar el parto.
Cuando por fin nació Juan, todos los vecinos y parientes de Isabel «oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado y se congratulaban con ella» (Lc 1,58). Todos querrían ver a aquel bebé: era evidente que se trataba de un regalo de Dios. María, después de disfrutar de la alegría de esos días y asegurarse de que todo estaba en orden, decidió volver a Nazaret. Seguramente Isabel y Zacarías habrían querido que se quedase un tiempo más, pero entendieron que había llegado la hora.
Durante el camino de regreso, María debió de considerar en su corazón todo lo que había vivido. Con su magnificat había puesto palabras al gozo profundo que estaba sintiendo desde el anuncio del ángel. Al cuidar a Isabel había experimentado la satisfacción de seguir los planes divinos y darse a los demás. Los primeros meses de Dios hecho hombre estuvieron marcados por la alegría y por la atención a una persona necesitada. Si lo que come y realiza una mujer durante el embarazo se transmite al hijo, podemos decir que Jesús, desde que está en el seno de María, se nutre de la actitud de servicio de su madre y de su deseo por hacer la voluntad divina en cada momento. Por eso, cuando más tarde dirá que su alimento es cumplir la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34) y que ha venido a servir (cfr. Mt 20,28), quizá pensaría en su madre: ninguna criatura había entendido como ella la felicidad de escuchar y acoger la palabra de Dios.
[1] Francisco, Mensaje, 15-VIII-2022.
[2] Benedicto XVI, Discurso, 31-V-2010.
[3] Surco, n. 566.
[4] Benedicto XVI, Ángelus, 23-XII-2012.
[5] Francisco, Ángelus, 19-IX-2021.
[6] Es Cristo que pasa, n. 144.
[7] Ibíd., n. 172.
[8] Francisco, Ángelus, 15-VIII-2021.
[9] Conversaciones, n. 91.