Generalmente, el guion de una película se construye con gran precisión. Los acontecimientos no se suceden de forma improvisada, sino que siguen una lógica bien pensada. Todo está dirigido hacia el clímax de la historia, donde el espectador encuentra el significado de lo que ha presenciado hasta entonces o contempla el profundo cambio que experimentan los personajes.
La muerte de Jesús y su resurrección fueron la cumbre de nuestra redención. Este momento fue cuidadosamente preparado durante años. Así lo vemos ya con claridad en el inicio de la vida pública del Señor. En las bodas de Caná, Cristo comenzó la cuenta atrás para su hora, que sería también la hora de su madre.
La bebida que alegra los corazones
El pueblo judío solía festejar las bodas por todo lo alto. Sus celebraciones podían durar alrededor de una semana. Si la familia y los amigos habían venido de lejos para la ocasión, la duración del festín tenía que compensar el cansancio del viaje. San Juan habla de un casamiento que tuvo lugar en Caná de Galilea (cfr. Jn 2,1-12), situada a pocos kilómetros de Nazaret. Entre los invitados se menciona a María, y también a Jesús con sus discípulos.
La boda debió de suceder como muchas otras de la época. El cortejo nupcial hace su entrada en Caná con la esposa coronada de flores y rodeada de sus amigas con lámparas en las manos. El esposo y sus amigos la han traído de casa de sus padres y el banquete acaba de dar comienzo. Como es el día más importante de sus vidas, los nuevos esposos han previsto víveres en abundancia. Pero, de repente, alguien se da cuenta de un problema: el vino empieza a escasear.
No se trata de un elemento cualquiera: es la bebida que alegra los corazones humanos. Lo confirmó el rey David en los salmos (cfr. Sal 104,15) y, sobre todo, lo demostró Jesucristo eligiéndolo, entre todos los elementos de la tierra, como aquel que sería transustanciado en su propia sangre. En el caso de una boda de entonces, además, su importancia era decisiva. No ya solo porque ayudara al entretenimiento, sino porque era uno de los símbolos más profundos del gozo que producía a la pareja unirse para siempre. De hecho, forma parte del rito del matrimonio judío actual. En una primera instancia, se dispone una copa de la que el hombre y la mujer beben todavía como novios. Después, el rabino, u otra persona honorable, recita las siete bendiciones de compromiso. Al terminar, los novios beben de nuevo. En ese momento, comparten la misma copa ya como esposos.
Era, en definitiva, un problema no pequeño. Continuar la celebración solamente con agua habría sido una tragedia, y seguramente la reputación de los novios se habría visto afectada. Sin embargo, no sabemos si los invitados han percibido todavía la escasez del vino. El Evangelio solo subraya que es María quien se dio cuenta (cfr. Jn 2,3). Probablemente lo descubrió gracias a su mirada materna. Ella no se quedaba en la superficie de las cosas, sabía percibir los problemas de los demás. Su mirada de madre la lleva a reconocer inmediatamente que hay algo que no funciona y que causará una profunda infelicidad a sus amigos. Y, al mismo tiempo, sabe cómo ayudar a recuperar esa alegría perdida. «La grandeza de Dios convive con lo ordinario, con lo corriente. Es propio de una mujer, y de un ama de casa atenta, advertir un descuido, estar en esos detalles pequeños que hacen agradable la existencia humana: y así actuó María»[1].
Pasar a un segundo plano
María interviene con decisión. No duda. «Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos…»[2]. Se acerca rápidamente a su hijo, a quien expone sin más rodeos la situación:
«No tienen vino» (Jn 2,3).
Quizá el espectador que contempla por primera vez esta escena espera que Jesús actúe con prontitud para solucionar el problema. Al fin y al cabo, se trataba de ayudar a unos amigos y, además, era su misma madre quien se lo había pedido. En cambio, el Señor responde:
«Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4).
Lo que Jesús parece pedir a su madre es que se mantuviera en un segundo plano, para que fueran los discípulos quienes entraran en escena. Cristo no quiere que María intervenga entre aquellos que le traen enfermos para sanar o que le piden que explique una parábola. Ese será el papel de los discípulos.
«No ha llegado mi hora» parece indicar el límite temporal de esta petición de pasar desapercibida: cuando llegue el momento, el lugar de María volverá a estar junto a Jesús. Se ve que ella lo entiende y lo acepta, porque no se la vuelve a ver hasta la crucifixión del Señor. Entonces la encontramos al pie del madero, junto a Juan, y Jesús vuelve a dirigirse a María como hizo en Caná: «“Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Después le dice al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,26-27). Con estas palabras, Jesús establece la maternidad espiritual de María. Así, la introduce de una manera nueva en la obra de la salvación, que, en ese momento, queda ya culminada.
De este modo, se ve que la comunión entre Jesús y su madre nunca se ha roto, y que el papel de María vuelve a ser primordial. En esta ocasión, no le pide que dé un paso a un lado, sino todo lo contrario: le confía el cuidado de todos los cristianos. Al mismo tiempo, nos invita a nosotros a que «pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre»[3].
Recibir el buen vino
María comprendió el significado de las palabras de Jesús. Sin embargo, su corazón materno no está dispuesto a permanecer indiferente ante la urgencia de sus amigos. No podía esperar a que fueran los discípulos quienes actuaran de mediadores. Ellos llevaban poco tiempo con el Maestro, y probablemente no entenderían cómo Jesús podría resolver ese problema, pues todavía no había hecho ningún prodigio. María, en cambio, sabía de lo que era capaz. Por eso fue directamente a los sirvientes encargados de servir el vino y comentó:
«Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).
Estas son las últimas palabras que el Evangelio recoge de la Virgen María. De algún modo es como si se tratara de la herencia que deja a sus hijos, porque fue lo que resumió su vida entera: cumplir la voluntad divina. Era lo que ella había realizado siempre y lo que le había hecho profundamente feliz, sobre todo desde el anuncio del ángel. En Caná tomó una decisión, pero no pretendió imponer al Señor lo que tenía que hacer, pues al mismo tiempo sabía cuál era su papel. «María lo deja todo al juicio de Dios. En Nazaret, entregó su voluntad, sumergiéndola en la de Dios: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Esta sigue siendo su actitud fundamental. Así nos enseña a rezar: no querer afirmar ante Dios nuestra voluntad y nuestros deseos, por muy importantes o razonables que nos parezcan, sino presentárselos a él y dejar que él decida lo que quiera hacer»[4].
Los sirvientes se pusieron a disposición de Jesús. Y él, señalando las vasijas de piedra preparadas para las purificaciones, les dijo: «Llenad de agua las tinajas» (Jn 2,7). Probablemente los sirvientes no le vieron mucho sentido a las palabras del Señor. Si lo que faltaba era vino, no tenía mucha lógica llenar aquellos recipientes con agua. Además, dada la capacidad de cada tinaja –unos cincuenta litros–, la operación se antojaba más bien complicada. Un dilema parecido se presenta en cada hombre cuando experimenta que le falta algo. El corazón reclama un vino que sacie sus anhelos más profundos, y la propuesta de Cristo de llenarlo con su amor puede resultar costoso o, incluso, aparentemente insatisfactorio. Lo que quiero es vino, no agua. Si eso es lo que me ofreces, buscaré en otro lugar.
Sin embargo, los criados quizá recordaron lo que les había dicho María: «Haced lo que él os diga». Y, acaso por la confianza que le tenían a ella, se dispusieron a llenar las tinajas hasta el borde. Cuando acabaron, Jesús señaló: «Sacadlo ahora y llevadlo al maestresala». Y cuando él «probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía
–aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían–, llamó al esposo y le dijo: “Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora”» (Jn 2,8-10).
Dios, normalmente, suele dejar el vino bueno para después. Las personas, por lo general, actuamos al contrario: empezamos con ilusión cualquier proyecto, dando lo mejor de nosotros mismos, pero al final, cuando asoma el cansancio y quizá la impaciencia, ofrecemos lo menos bueno. Esta dinámica también se refleja incluso en el pecado. Primero presenta un vino en apariencia bueno –éxito, riqueza, placer–. Y solo después, cuando se ha bebido, el corazón sufre sus consecuencias: se da cuenta de que no valía la pena. El vino de Dios, en cambio, puede parecer costoso, pues implica esforzarse por llenar la propia vida solo con el agua del amor divino, rechazando otras posibles bebidas más fáciles. Pero así es cómo el Señor nos tiene reservado un vino como ningún otro haya existido. El agua convertida en vino también puede evocar que el camino habitual donde encontraremos ese amor es el agua de la vida ordinaria, no el licor de grandes hechos extraordinarios. El corazón disfruta entonces de la alegría de la victoria, aprende a no conformarse con cualquier vino y comprende la sabiduría de aquellas palabras de María: «Haced lo que él os diga».
Jesús no crea el vino de la nada, sino que se sirve del esfuerzo de los siervos y del agua presente en las tinajas destinadas para la purificación. Las mismas vasijas que iban a contener las miserias de los invitados reciben ahora el vino transformado por Dios. Este milagro también se repite hoy en día. El Señor puede convertir el agua de nuestra debilidad, aquello que quizá nos avergüenza, en el camino que nos conduce a la santidad, donde Dios nos espera en el mejor de los banquetes. «No ha de asustarte que vean tus defectos personales, los tuyos y los míos –predicaba san Josemaría–; yo tengo el prurito de publicarlos, contando mi lucha personal, mi afán de rectificar en este o en aquel punto de mi pelea para ser leal al Señor. El esfuerzo para desterrar y vencer esas miserias será ya un modo de indicar los senderos divinos»[5].
* * *
San Juan concluye así el relato de las bodas: «En Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11). El inicio del ministerio público de Cristo no fue especialmente llamativo. Quizá podría haber realizado su primer milagro en Jerusalén, a la vista de muchos, obrando una gran curación. Sin embargo, decidió optar por la discreción de un pequeño pueblo y una necesidad simple y doméstica que afectaba a unos amigos. Y este signo fue precisamente lo que despertó la fe de los discípulos, pues, además de revelar su poder, demostraba su preocupación por los asuntos de las personas a las que amaba.
«Os sugiero un ejercicio que puede hacernos mucho bien. Probemos hoy a buscar entre nuestros recuerdos los signos que el Señor ha realizado en nuestra vida. Que cada uno diga: en mi vida, (...) ¿qué indicios veo de su presencia? Son signos que ha llevado a cabo para mostrarnos que nos ama; pensemos en ese momento difícil en el que Dios me hizo experimentar su amor… Y preguntémonos: ¿con qué signos, discretos y premurosos, me ha hecho sentir su ternura? ¿Cuándo he sentido más cercano al Señor, cuándo he sentido su ternura, su compasión?»[6]. Reconocer todos esos signos –grandes y pequeños– que Jesús ha obrado en nosotros nos podrá ayudar a descubrir, como sus discípulos, que «Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios»[7].
Esta escena también pone de relieve que María no es indiferente ante nuestras necesidades. Ella misma se da cuenta de lo que carecemos y, como buena madre, está dispuesta a lo que haga falta para vernos disfrutar del mejor vino. «El corazón de María, que no puede menos de compadecer a los desgraciados (…), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera (…). Si esta buena Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?»[8].
[1] Es Cristo que pasa, n. 141.
[2] Camino,n. 11.
[3] Es Cristo que pasa, n. 140.
[4] Benedicto XVI, Homilía, 11-IX-2006.
[5] Amigos de Dios, n. 163.
[6] Francisco, Ángelus, 16-I-2022.
[7] Es Cristo que pasa, n. 144.
[8] San Alfonso M. de Ligorio, Sermones abreviados 48,2,1