Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy os hablaré de dos hermanos muy famosos en Oriente, hasta el punto de ser llamados “los apóstoles de los eslavos”: los santos Cirilo y Metodio. Nacidos en Grecia en el siglo IX en el seno de una familia aristocrática, renunciaron a su carrera política para dedicarse a la vida monástica. Pero su sueño de una existencia retirada dura poco.
Son enviados como misioneros a la Gran Moravia, que en aquella época comprendía diversos pueblos, ya evangelizados en parte, pero entre los que sobrevivían muchas costumbres y tradiciones paganas. Su príncipe pide un maestro que explique la fe cristiana en su lengua.
La primera tarea de Cirilo y Metodio es, pues, estudiar a fondo la cultura de esos pueblos. Siempre ese “estribillo”, la fe es inculturada, y la cultura es evangelizada. Inculturación de la fe y evangelización de la cultura, siempre. Cirilo pregunta si tienen alfabeto; le dicen que no. Él responde: “¿Quién puede escribir un discurso sobre el agua?”.
En efecto, para proclamar el Evangelio y rezar, se necesitaba un instrumento propio, adecuado, específico. Así que inventó el alfabeto glagolítico. Tradujo la Biblia y los textos litúrgicos. La gente siente que la fe cristiana ya no es “extranjera”, sino que se convierte en su fe, hablada en su lengua materna. Piénsalo: dos monjes griegos dando un alfabeto a los eslavos. Es esta apertura de corazón la que arraigó el Evangelio entre ellos. No tenían miedo estos dos, eran valientes.
Pronto, sin embargo, comenzó la oposición de algunos latinos, que se veían despojados del monopolio de la predicación entre los eslavos. Esa es la lucha dentro de la Iglesia, siempre así. Su objeción es religiosa, pero sólo en apariencia: sólo se puede alabar a Dios -dicen- en las tres lenguas escritas en la cruz, hebreo, griego y latín. Estos tenían una mente cerrada para defender la propia autonomía. Pero Cirilo responde con contundencia: Dios quiere que cada pueblo le alabe en su propia lengua.
Junto con su hermano Metodio, recurre al Papa y éste aprueba sus textos litúrgicos en lengua eslava, los hace colocar en el altar de la iglesia de Santa María la Mayor y canta con ellos las alabanzas al Señor según esos libros. Buenos, ¿eh? Cirilo murió pocos días después; sus reliquias aún se veneran aquí en Roma, en la basílica de San Clemente.
Metodio, por su parte, es ordenado obispo y enviado de vuelta a los territorios de los eslavos. Aquí tendrá que sufrir mucho, incluso será encarcelado, pero la Palabra de Dios no se encadena y se difunde entre aquellos pueblos.
Contemplando el testimonio de estos dos evangelizadores, a los que San Juan Pablo II quiso como copatronos de Europa y sobre los que escribió la encíclica Slavorum Apostoli, reflexionemos ahora sobre tres aspectos importantes.
En primer lugar, la unidad: los griegos, el Papa, los eslavos: en aquella época había en Europa una cristiandad indivisa, que trabajaba unida para evangelizar.
Un segundo aspecto importante es la inculturación, sobre la cual he dicho alguna cosa ahora. Evangelización y cultura están estrechamente relacionadas. No se puede predicar un Evangelio en abstracto, destilado, no. El Evangelio va inculturado, también es expresión de la cultura.
Un último aspecto, la libertad. La predicación requiere libertad, pero la libertad siempre necesita valentía. Una persona es libre cuanto más valiente es y no se deja encadenar por tantas cosas que le quitan la libertad.
Hermanos y hermanas, pidamos a los santos Cirilo y Metodio de ser instrumentos de “libertad en la caridad” para los demás. Ser creativos, ser constantes, ser humildes, con la oración y el servicio. Gracias.