Cavabianca

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

El 29 de junio de 1948, está erigido el Colegio Romano de la Santa Cruz . Al extenderse la Obra por el mundo entero, hay una mayor afluencia de alumnos de variada nacionalidad y Villa Tevere ha tenido que estrecharse para dar acogida a los que llegan a la Ciudad Eterna para recibir una formación más intensa, junto al Padre.

Desde 1957 la Obra está en Canadá; en el Salvador desde 1959; y ese mismo año llegan los primeros miembros a Costa Rica. 1960 marca el comienzo de las actividades en Holanda. Un año más tarde se abordan las tierras del Paraguay, y en 1965 la Obra se extiende a Bélgica. También Africa abre su segundo punto de arranque en Nigeria.

Todo ello multiplica el trabajo de gobierno en la Sede Central e incrementa la llegada de nuevos alumnos al Colegio Romano.

Hace tiempo que el Fundador les dice, en broma, que le «estorban» en Villa Tevere y que van a llevárselos a un lugar más grande para que dejen sitio libre. La Obra se hace extensa y las personas que se ocupan de las tareas de gobierno en ala Sede Central, necesitan el espacio que ahora ocupan ellos.

El Padre insiste en la necesidad de buscar una casa espaciosa, porque la llenarán personas de todo el mundo. Les urge con un argumento que cuesta trabajo entender:

-«Se me hace de noche, hijos míos; ¡hay que correr!»(2).

Parece que el Padre barrunta que le queda poco tiempo. Quiere dejarles, firmes, los cimientos de la Obra y cumplir cabalmente aquello para lo que Dios le llamó.

A todos les ilusiona encontrar algo que ya esté construido, con tradición, y que permita contar con una base de partida. Durante mucho tiempo, lo único propio del Colegio Romano será la primera piedra. El Padre llama así a la imagen de un Niño Jesús, réplica a mayor tamaño de la que se conserva en el «Real Patronato de Santa Isabel» de Madrid, a la que tiene un gran cariño.

«Para el Colegio Romano de la Santa Cruz, cuando tenga su sede definitiva. Es la primera piedra que hemos preparado para allá, porque nuestra vida entera ha de fundamentarse en la vida del Señor, desde que nace en Belén hasta que muere en la Cruz» (3).

Terminada en 1960 la construcción de Villa Tevere y en 1963 la sede del Colegio Romano de Santa María, la búsqueda comienza a hacerse más activa; sin prisa, pero sin pausa.

Se visitan los barrios de Roma, cribando posibilidades entre las fincas del casco urbano. Pero, de pronto, aparece una nueva opción en unos terrenos situados fuera de la ciudad, que reúnen buenas cualidades: a las afueras de Roma, con un panorama espléndido y, también, con su poquito de historia.

El nombre que se dará a la sede definitiva del Colegio Romano, Cavabianca -cantera blanca-, no es necesario inventarlo. Se llaman así estas tierras. Bordeadas por la vía Flaminia-una de las rutas consulares que confluyen en la Capital del Imperio romano-, se asoman al hondo cauce del Tíber, que en algunos puntos llega a estar casi cuarenta metros bajo el nivel de la campiña. La via Flaminia, después de cruzar el Tíber por el histórico puente Milvio, entra en la ciudad por la Porta Flaminia y, a través de la Piazza del Popolo y Vía del Corso, llega hasta el Capitolio, corazón de la Roma antigua. Cavabianca se encuentra en una zona más amplia llamada Saxa Rubra -rocas rojas-, donde muchos cristianos sufrieron martirio durante los tres primeros siglos: aquí acampó Constantino antes de la batalla del Puente Milvio, en que venció a Magencio en el siglo IV, inaugurando una etapa de paz para la Iglesia.

Un día de noviembre de 1967, el Padre pasa junto a los terrenos. Le gustan mucho. Y comenta a sus hijos:

«A finales del próximo mes quizá se tenga el terreno para el nuevo Colegio Romano (...). Será como un pueblo, lleno de pequeñas villas familiares, con jardín (...). Al decidir esto, pienso en los que vengan detrás: a mí se me hace de noche. Es muy bonito plantar árboles de cuya sombra no gozaremos, para que los disfruten los que nos sigan».

Los arquitectos inician el trazado de sus planos. Mientras tanto, se van reuniendo muebles y elementos decorativos. Serán restaurados y almacenados en espera de futura instalación, a veces con indicaciones precisas del Padre.

«Estoy pidiendo a tantas personas que nos quieren, muebles simpáticos para el soggiorno, para la casa, de modo que sean recreo de los ojos y descanso del alma. Hay gente por ahí que no lo comprende: no se dan cuenta de que el ambiente de nuestros Centros es un ambiente de hogar, de familia» (4).

En los comienzos de 1971, el Fundador anuncia que se empieza a cimentar Cavabianca .

«Vamos a comenzar las obras allá arriba, en Cavabianca , con dinero que no es nuestro, con el fruto del trabajo de muchos hermanos vuestros, y con la ayuda de muchas personas que ni siquiera son cristianas».

Y algunos meses más tarde:

«En todo el mundo hemos comenzado a preparar instrumentos de trabajo sin dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces; pero desde hace años tenía el propósito de no volver a obrar así. Sin embargo, pensando que el bien de la Iglesia y el bien de la Obra (...) hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos comenzado a construir Cavabianca con pocas liras. No quería repetir esa locura, pero ya estamos metidos en esta tarea.

Quizá sea la última locura de mi vida; ¡he hecho tantas, por amor de vosotros y de vuestros hermanos!»(5).

Las obras comienzan el 9 de enero de 1971, día en que el Padre cumple 69 años. El 7 de marzo de 1974 ya podrán trasladarse a Cavabianca algunos alumnos del Colegio Romano y el grupo de la Sección de mujeres que se va a hacer cargo de la Administración de todo el grupo de edificios.

Los dos primeros altares que el Padre consagra son los de Nuestra Señora del Buen Consejo y el de de Santa María Reina, en la casa de la Sección de mujeres. La ceremonia tiene lugar el 5 de abril de 1974.

La imagen que preside el oratorio de Santa María Reina. tiene una historia larga y entrañable. Su procedencia es suiza, y la consiguieron algunos italianos de la Obra para llevarla al Padre. Cuando llegó a la Casa Central de Roma seguía siendo una preciosa talla de la Virgen, de tamaño natural, entronizada y con el Niño en los brazos, pero estaba muy deteriorada por el tiempo y la inclemencia.

Cuando el Fundador la vio por primera vez, sintió el aguijonazo de la emoción:

-«¿De dónde te habrán echado, Madre Nuestra? ¡Eres muy hermosa! Quizá estabas en una catedral o en una iglesia muy grande y a ti acudían miles de almas a rezarte. ¡Bienvenida a nuestra casa, Madre nuestra! Te queremos mucho, y procuraremos demostrártelo con obras».

Un pequeño grupo de personas asisten a esta escena de cariño filial y auténtico. Desde ahora hasta su colocación en un oratorio, la imagen tendrá siempre, a sus pies, un jarrón de rosas frescas. Un sacerdote mexicano, artista, se hará cargo de su restauración. Y, en palabras del Padre:

«Como además de ser artista es un hombre de amor, de corazón, como vosotros y como yo -es un enamorado porque la vida nuestra es vida de amor; si no, no vale la pena-, en varios sitios del vestido de la imagen -y casi invisible- escribió: amo-te, amo-te »(6).

En octubre de 1974 la construcción de todos los edificios está muy avanzada a excepción de algunas zonas como el oratorio central, dedicado a Nuestra Señora de los Angeles. Cavabianca es, entero, un recuerdo del Fundador, pero muy en especial este oratorio y la ermita de la Santa Cruz. Porque han pasado por sus manos y su corazón todos los detalles del proyecto.

En el anteoratorio de Nuestra Señora de los Angeles se instala una imagen de San Pío X, el Papa Santo a quien tanta devoción y cariño tiene Monseñor Escrivá de Balaguer. La modeló Sciancalepore en 1971. El Santo Papa aparece revestido con capa pluvial, el rostro sereno, casi sonriente, como se le ve en los comienzos de su Pontificado, y no agobiado por el peso de la Iglesia, con la expresión dolorida de sus últimos tiempos, por los males que afligían a la humanidad.

Todo cuanto el Fundador proyecta está también en función del amor a la Iglesia y a la humanidad, de este deseo de servicio y de verdad que pide para los cristianos del mundo. Los que conviven su presencia cotidiana saben de su sufrimiento, que alivia con la marea de su buen humor, y de la ofrenda aparentemente fácil, pero costosa, de su sonrisa permanente.

El 15 de junio de 1975 visita las obras y ve la imagen de San Pío X, a la que se le van a dorar algunos detalles. Después de rezar una breve oración, le dice amistosamente:

-»¡Qué guapo te van a dejar!»(7).

El oratorio de Santa María de los Angeles tiene planta de cruz griega. El Presbiterio queda tres escalones más elevado que la nave y está rodeado por una barandilla de hierro forjado, recia, en la que destacan los ambones en forma de águila para sostener el atril sobre sus alas. El pavimento alterna el granito con el mármol, en colores de combinación alegre. Los testeros de la nave se cubren con vidrieras emplomadas que apoyan su estructura sobre pilastras de piedra. El vidrio es blanco. Sobre cada tramo, los escudos de algunas obras corporativas del Opus Dei en todo el mundo. En la vidriera central, el sello de la Obra. El techo se cubre por un artesonado.

Bajo el altar se guarda una arqueta llena de saquitos con tierra de los países donde trabaja la Obra. El retablo es de mármol estatuario y acoge diez escenas de la vida de Nuestra Señora.

En el centro del retablo, el óculo por donde se ve el Sagrario. En la parte inferior, la Señora con el Niño en brazos, de tamaño natural. Las figuras de ángeles que flanquean las imágenes principales tocan distintos instrumentos, entre los que destacan las campanas. No en vano sonaban las campanas un 2 de octubre de 1928, en Madrid.

Junto al Santísimo lucen dos lámparas. En la pared del fondo de la capilla del Santísimo, un cuadro representa a María y José con el Niño: protegiendo esta escena de la tierra, la Trinidad del Cielo. Desde la nave del oratorio se vislumbra la presencia de la Sagrada Familia, muy próxima a la presencia de Cristo en la tierra.

Los obreros que fijan el primer Tabernáculo de Cavabianca -varios conocen el Opus Dei desde hace tiempo y trabajaron antes en las obras de Villa Tevere- quieren continuar una costumbre iniciada en aquellos años: escriben sus nombres en una tarjeta, junto a los de algunos arquitectos, y la ponen bajo el Sagrario, encomendándose a las oraciones de los miles de personas que, con el tiempo, rezarán al Señor en este lugar.

El 19 de marzo de 1975, el Padre llega a Cavabianca para celebrar con sus hijos la fiesta de San José, y también día de su santo. Mantiene con ellos una conversación entrañable en la que hace un resumen de su vida. Parece presentir la mano de Dios tirando de su alma. Todos recuerdan esta fecha de modo imborrable.

«No vengo aquí a predicar, sino a abrir un poco mi corazón con vosotros (...).

Esta noche he pensado en tantas cosas de hace muchos años. Ciertamente digo siempre que soy joven, y es verdad: ad Deum qui laetificat iuventutem meam! Soy joven con la juventud de Dios. Pero son muchos años (...).

Veía el camino que hemos recorrido, el modo, y me pasmaba. Porque, efectivamente, una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que -se puede decir- casi ni siquiera existe..., todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura, como instrumento suyo. No tengo motivo alguno de soberbia (...).

Pasó el tiempo. Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada (...).

Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor. Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas (...).

Estas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor. Y formar a los primeros que venían, hablándoles con una seguridad completa de todo lo que se haría, como si ya estuviese hecho... ¡Y lo estáis haciendo vosotros! Ciertamente hay mucho hecho,,, pero es poco (...).

¿Qué puede hacer una criatura, que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos... Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás (...).

Hijos míos, toda nuestra fortaleza es prestada. ¡A luchar!, no os hagáis ilusiones. Si peleamos, todo saldrá. Tenéis por delante tanto camino recorrido, que ya no os podéis equivocar (...).

Vamos a dar gracias a Dios. Y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca» (8).

Un silencio imponente sigue a este monólogo del Fundador. La luz y el panorama de Cavabianca , la alegría, se les filtra por las ventanas de los edificios. Ninguno es capaz de olvidar las palabras anteriores, que tienen un inquietante matiz de despedida. Aparentemente, no hay ningún motivo físico que lo justifique. El Padre está un poco cansado, pero jovial y animoso como siempre. Su actividad es incesante.

Todavía volverá varias veces más a Cavabianca después del 19 de marzo, para ver el acabado de las obras: el oratorio de Nuestra Señora de los Angeles, y la ermita de la Santa Cruz.

El 15 de junio, bendice en la ermita la imagen de un Santo Cristo en bronce. El Padre ha pedido al escultor que moldee los rasgos y la actitud de un Jesús todavía vivo, mirando y hablando a los amigos que se acerquen a la Cruz, a los que vienen a pedir perdón. A los que quieren aprender el sentido del dolor, la verdad del único triunfo, el punto de arranque de la libertad humana.

«A mí me gustan los crucifijos serenos. He mandado hacer uno de bronce dorado, de tamaño natural... »(9).

Once días después, Monseñor Escrivá de Balaguer partirá, sin preámbulos, al encuentro de Dios. Aunque Cavabianca está prácticamente terminada, no se queda a poner, simbólicamente, la última piedra. Quiso que fueran sus hijos, continuadores de la Obra de Dios, quienes cerrasen ese capítulo del Colegio Romanode la Santa Cruz.

Monseñor Alvaro del Portillo, hablará así después de la muerte del Padre:

«En la última piedra hice poner una frase de nuestro Fundador, que habéis de leer y meditar mucho: vosotros sois la continuidad. Luchad por amor hasta el último instante» (10)

Este punto final de Cavabianca es una lápida de travertino en la que se ha esculpido la imagen del Buen Pastor. Junto a ella, el sello de la Obra y la fecha del 26 de junio de 1975. Quedará empotrada en un muro exterior de la ermita.

«Durante la catequesis por la Península Ibérica, en 1972 -ha narrado Monseñor Alvaro del Portillo-, varias veces contó que le quedaban tres locuras por cumplir. Pero, al explicarlas, hablaba sólo de dos.

Una era Cavabianca , porque verdaderamente resulta una locura haber construido todo- esto: estos edificios se alzan como un monumento de su fe (...). Aquello parecía un sueño, una locura; pero nuestro Padre nos ha enseñado a soñar, y nos aseguraba siempre que nos quedaríamos cortos (...).

Después, hablaba de otra locura: Torreciudad (...). En una ocasión, un hijo suyo portugués le dijo: -Padre, siempre cita tres locuras, pero no conocemos más que dos, ¿cuál es la tercera? ¿Sabéis lo que contestó nuestro Padre?: morirme a tiempo. Y efectivamente (...), ofreció muchas veces su vida por la Iglesia y por el Papa, y Dios le tomó la palabra y se lo llevó»(11).

Aquí, en Cavabianca , queda concluida una de sus últimas locuras de amor por Dios y por los hombres de todo el mundo. Aquí dijo, muy pocas fechas antes de morir, que ya no se sentía necesario. Consumado en el sufrimiento por tantas cosas, puso en manos de Dios la única ofrenda que le quedaba: la alegría de permanecer junto a sus hijos. De verles reunidos en un solo corazón en los lugares que soñó para ellos. Y ésta fue su mejor donación. La que sostendrá siempre firmes los cimientos del Colegio Romano de la Santa Cruz.