Jueves, 26 de septiembre. Luxemburgo
- Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático ante el “Cercle Cité”.
- Encuentro con la comunidad católica en la Catedral de "Notre-Dame" de Luxemburgo.
Viernes, 27 de septiembre. Bélgica
- Encuentro con las autoridades y la sociedad civil en el castillo de Laeken
Sábado, 28 de septiembre. Bélgica
Domingo, 29 de septiembre. Bélgica
- Santa Misa en el estadio “Rey Baldovino”.
Jueves, 26 de septiembre. Luxemburgo
Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático ante el “Cercle Cité”.
Altezas Reales,
señor Primer Ministro,
distinguidos representantes de la sociedad civil,
ilustres miembros del Cuerpo diplomático,
señoras y señores,
Eminencias:
Estoy contento de realizar esta visita al Gran Ducado de Luxemburgo. Mi agradecimiento sincero a Su Alteza Real; y también al Primer Ministro por las cordiales expresiones de bienvenida que me ha dispensado. Y también por la bienvenida tan acogedora con vuestra familia [del Gran Duque], gracias.
Debido a su especial situación geográfica, en la confluencia de diferentes áreas lingüísticas y culturales, Luxemburgo se encontró con frecuencia en la encrucijada de los acontecimientos históricos europeos más relevantes; dos veces, en la primera mitad del siglo pasado, tuvo que sufrir la invasión y la privación de libertad e independencia.
Aleccionado por su historia —la historia es maestra de vida—, desde el final de la Segunda Guerra Mundial vuestro país se ha distinguido por su compromiso en construir una Europa unida y solidaria, en la que cada país, grande o pequeño que fuera, tuviera su propio papel, dejando atrás por fin las divisiones, los contrastes y las guerras provocadas por nacionalismos exasperados e ideologías perniciosas. Las ideologías son siempre un enemigo de la democracia.
También hay que reconocer que cuando prevalece la lógica del enfrentamiento y de la contraposición violenta, los lugares que se encuentran en la frontera entre las potencias en conflicto acaban siendo —a pesar suyo— fuertemente implicados. Cuando, en cambio, los espíritus encuentran por fin caminos de sabiduría, y la oposición es sustituida por la cooperación, entonces esos mismos lugares se convierten en los más adecuados para indicar, no sólo simbólicamente, la necesidad de una nueva era de paz y las vías a seguir.
Luxemburgo, miembro fundador de la Unión Europea y de sus Comunidades predecesoras, sede de numerosas instituciones europeas, entre ellas el Tribunal de Justicia de la Unión, el Tribunal de Cuentas y el Banco de Inversiones, no es una excepción a esta regla. Y esto sucede siempre cuando nos mantenemos en la lógica de la paz, no olvidemos que la guerra siempre es una derrota. La paz —Luxemburgo tiene una historia de construcción de la paz— es necesaria. Es muy triste que hoy en un país de Europa las inversiones que dan más rentabilidad son las de las fábricas de armas. Es muy triste.
A su vez, la sólida estructura democrática de vuestro país, que vela por la dignidad de la persona humana y la defensa de sus libertades fundamentales, es el requisito indispensable para desempeñar un papel tan relevante en el contexto continental. En efecto, no es la extensión del territorio o el número de habitantes la condición indispensable para que un Estado desempeñe un papel importante en la escena internacional, o para que se convierta en un centro neurálgico a nivel económico y financiero. Es más bien la paciente construcción de instituciones y leyes sabias que, al regular la vida de los ciudadanos según criterios de equidad y en el respeto del estado de derecho, sitúan a la persona y al bien común en el centro, previniendo y contrarrestando los peligros de discriminación y exclusión. Luxemburgo es un país de puertas abiertas, un hermoso testimonio de no discriminación y de no exclusión.
En este sentido, siguen siendo actuales las palabras que san Juan Pablo II pronunció cuando visitó Luxemburgo en 1985: «vuestro país —dijo— permanece fiel a su vocación de ser, en esta importante encrucijada de civilizaciones, un lugar de intercambios y de cooperación intensos entre un número cada vez mayor de países. Anhelo fervientemente que este deseo de solidaridad una cada vez más a las comunidades nacionales y se extienda a todas las naciones del mundo, especialmente a las más pobres» (Discurso en la ceremonia de bienvenida, 15 mayo 1985). Al hacer mías estas afirmaciones, renuevo particularmente mi llamamiento para que se establezcan relaciones solidarias entre los pueblos, de modo que todos sean partícipes y protagonistas de un ordenado proyecto de desarrollo integral.
La doctrina social de la Iglesia indica las características de ese progreso y las vías para alcanzarlo. También yo me he incorporado en la estela de este magisterio profundizando dos grandes temas: el cuidado de la creación y la fraternidad. En efecto, el desarrollo, para ser auténtico e integral, no debe expoliar y degradar nuestra casa común ni debe dejar al margen a pueblos o grupos sociales: todos, todos hermanos. La riqueza —no lo olvidemos— es una responsabilidad. Por esa razón, pido una vigilancia constante para no descuidar a las naciones más desfavorecidas, es más, para que se les ayude a salir de sus condiciones de empobrecimiento. Esta es una manera adecuada para conseguir que disminuya el número de los que se ven obligados a emigrar, a menudo en condiciones inhumanas y peligrosas. Dejemos que Luxemburgo, con su peculiar historia, con su igualmente peculiar situación geográfica, con algo menos de la mitad de sus habitantes procedentes de otras partes de Europa y del mundo, sea una ayuda y un ejemplo en el indicar el camino a seguir para la acogida e integración de migrantes y refugiados. Y ustedes son un modelo de esto.
Por desgracia, hay que constatar el resurgimiento, incluso en el continente europeo, de desavenencias y enemistades que, en lugar de resolverse sobre la base de la buena voluntad mutua, la negociación y la labor diplomática, desembocan en hostilidades abiertas, con su secuela de destrucción y muerte. Parece que el corazón humano no siempre sabe preservar la memoria y que periódicamente se extravía y vuelve a los trágicos caminos de la guerra. Somos olvidadizos en esto. Para curar esta peligrosa esclerosis, que enferma gravemente a las naciones y aumenta los conflictos y corre el riesgo de lanzarlas a aventuras con inmensos costes humanos, renovando inútiles masacres, es necesario mirar hacia lo alto, es necesario que la vida cotidiana de los pueblos y de sus gobernantes esté animada por elevados y profundos valores espirituales. Serán estos valores los que impidan el extravío de la razón y la vuelta irresponsable a cometer los mismos errores del pasado, agravados además por el mayor poder técnico del que ahora dispone el ser humano. Luxemburgo está precisamente al centro de la capacidad de entablar vínculos de amistad y evitar estos derroteros. Yo diría que es una de vuestras vocaciones.
Como Sucesor del apóstol Pedro, en nombre de la Iglesia que —como decía Pablo VI— es experta en humanidad, también yo soy enviado aquí para testimoniar que esta savia vital, esta fuerza siempre nueva de renovación personal y social es el Evangelio. Este nos hace encontrar simpatía entre todas las naciones, entre todos los pueblos. Simpatía, es decir, sentir del mismo modo, sufrir del mismo modo. El Evangelio de Jesucristo es el único capaz de transformar profundamente el alma humana, haciéndola capaz de obrar el bien incluso en las situaciones más difíciles, de apagar los odios y reconciliar a las partes en conflicto. Que todos, cada hombre y cada mujer, en plena libertad, puedan conocer el Evangelio de Jesús, que ha reconciliado en su Persona a Dios y al hombre, y que, sabiendo lo que hay en el corazón humano, puede sanar sus heridas. Siempre positivo.
Alteza Real, señoras y señores:
Luxemburgo puede indicar a todos las ventajas de la paz en contraste con los horrores de la guerra, las ventajas de la integración y promoción de los migrantes frente a su segregación —y por ello quiero expresarles mi agradecimiento, este espíritu de acogida hacia los emigrantes y también el darles un lugar en vuestra sociedad, esto enriquece—, los beneficios de la cooperación entre las naciones frente a las nefastas consecuencias del endurecimiento de posiciones y la búsqueda egoísta y miope, o incluso violenta, de los propios intereses. Y me permito de añadir algo. He visto el porcentaje de los nacimientos, por favor, más niños, más niños. Es el futuro. No digo más niños y menos perritos —esto lo digo en Italia—, pero sí más niños.
En efecto, es urgente que quienes están investidos de autoridad se comprometan, con constancia y paciencia, en llevar adelante negociaciones honestas con vistas a resolver los desacuerdos, con ánimo dispuesto a encontrar compromisos honorables que no socaven nada y que puedan, en cambio, construir seguridad y paz para todos.
“Pour servir”, “Para servir”:con este lema he venido a ustedes. Se refiere directa y eminentemente a la misión de la Iglesia, que Cristo, el Señor que se hizo siervo, envió al mundo como el Padre lo había enviado a Él. Pero permítanme que les recuerde que esto —el ser servidores— es también para cada uno de ustedes el más alto título de nobleza. El servicio es para ustedes también la tarea principal, la actitud que hay que asumir cada día. Que el buen Dios les conceda servir siempre con espíritu alegre y generoso. Y aquellos que no tienen fe trabajen por los hermanos, trabajen por la patria, trabajen por la sociedad. Este es un camino para todos, siempre buscando el bien común.
Que María Mutter Jesu, Consolatrix Afflictorum, Patrona Civitatis et Patriae Luxemburgensisvele por Luxemburgo y por el mundo, y nos alcance de su Hijo Jesús la paz y todo bien.
Que Dios bendiga a Luxemburgo. Gracias.
Encuentro con la comunidad católica en la Catedral de "Notre-Dame" de Luxemburgo.
Me gustaría retomar lo que usted dijo sobre el drama de la migración. No olvidemos que en el Antiguo Testamento, hay como un estribillo que se repite y se repite tantas veces: la viuda, el huérfano y el extranjero.
Tener compasión —dice el Señor, ya en el Antiguo Testamento— de los abandonados. En aquel tiempo las viudas y los huérfanos eran abandonados, como también los extranjeros, los migrantes. Los migrantes son parte de la revelación. Muchas gracias al pueblo y al gobierno luxemburgués por lo que hacen por los migrantes, ¡gracias!
* * *
Alteza Real,
señor cardenal y hermanos obispos,
queridas hermanas, queridos hermanos :
Me siento muy contento de estar aquí con ustedes, en esta magnífica catedral. Agradezco al Gran Duque y a su familia su presencia; y doy las gracias al cardenal Jean-Claude Hollerich por sus amables palabras, así como también a Diogo, Christine y sor María Perpetua por sus testimonios.
Nuestro encuentro se realiza en concomitancia con un importante Jubileo mariano, con el que la Iglesia de Luxemburgo recuerda cuatro siglos de devoción a María, Consuelo de los afligidos, Patrona del país. Ese título sintoniza bien con el tema que han elegido para esta visita: “Para servir”. Consolar y servir, en efecto, son dos aspectos fundamentales del amor que Jesús nos dio, que nos confió como misión (cf. Jn 13,13-17) y que nos mostró como el único camino hacia la alegría plena (cf. Hch 20,35). Por eso, dentro de unos momentos, en la oración de apertura del Año mariano, pediremos a la Madre de Dios que nos ayude a ser “misioneros, dispuestos a dar testimonio de la alegría del Evangelio”, conformando nuestro corazón al suyo “para ponernos al servicio de nuestros hermanos”. Podemos entonces detenernos a reflexionar precisamente sobre estas tres palabras: servicio, misión y alegría.
En primer lugar, el servicio. Hace un momento se dijo que la Iglesia de Luxemburgo quiere ser “la Iglesia de Jesucristo, que no vino para ser servido, sino para servir” (cf. Mt 20,28; Mc 10,45). También se recordó la imagen de san Francisco abrazando al leproso y curando sus heridas. Yo, desde el servicio, quisiera encomendarles un aspecto que hoy es muy urgente: el de la acogida. Lo hago aquí, entre ustedes, de modo especial, porque vuestro país tiene y mantiene viva, en este campo, una tradición secular, como nos ha recordado sor María Perpetua, y como ha aflorado varias veces, también en los otros testimonios, en el grito “¡todos, todos, todos!”, repetido en varias ocasiones. Sí, el espíritu del Evangelio es espíritu de acogida, de apertura a todos, y no admite ningún tipo de exclusión (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 47). Los animo, por tanto, a permanecer fieles a esta herencia, a esta riqueza que ustedes tienen, a seguir haciendo de vuestro país una casa acogedora para todo el que llame a vuestra puerta pidiendo ayuda y hospitalidad.
Es un deber de justicia, aún antes que de caridad, como ya dijo san Juan Pablo II cuando recordaba las raíces cristianas de la cultura europea. Él animó a los jóvenes luxemburgueses a trazar el camino de «una Europa no sólo de bienes y mercancías, sino de valores, de hombres y de corazones», en la que el Evangelio fuera compartido «en la palabra del anuncio y en los signos del amor» (Discurso a los jóvenes del Gran Ducado de Luxemburgo, 16 mayo 1985, 4), en las dos cosas. Insisto en esto porque es importante: una Europa y un mundo en los que el Evangelio se comparta en la palabra del anuncio unida a los signos del amor.
Y esto nos lleva al segundo tema: la misión. Antes, el cardenal Arzobispo habló de una “evolución de la Iglesia luxemburguesa en una sociedad secularizada”. Me gustó esta expresión: la Iglesia, en una sociedad secularizada, progresa, madura, crece. No se repliega en sí misma, triste, resignada, resentida, no; sino que acepta el desafío, en fidelidad a los valores de siempre, de redescubrir y revalorizar de manera nueva los caminos de evangelización, pasando cada vez más de una simple propuesta de atención pastoral a una propuesta de anuncio misionero —y se necesita valor—. Y a fin de realizarlo está preparada para avanzar, por ejemplo —como nos ha recordado Christine—, en el compartir responsabilidades y ministerios, caminando juntos como comunidad que anuncia y hace de la sinodalidad “un modo duradero de relacionarse” entre sus miembros.
Y del valor de este crecimiento nos han dado una imagen muy bella los jóvenes amigos que, hace poco, interpretaron algunas escenas del musical Laudato si’. ¡Magníficos! ¡Lo hicieron muy bien! ¡Gracias por el regalo que nos han dado! Vuestro trabajo, fruto de un esfuerzo comunitario que ha involucrado a muchos en la Arquidiócesis, es para nosotros un signo doblemente profético. En primer lugar, nos recuerda nuestra responsabilidad en relación a la “casa común”, de la que somos custodios y no dueños absolutos. Y también nos hace reflexionar sobre cómo esa misión, compartida con todos, es en sí misma un maravilloso instrumento coral para anunciar a los demás la belleza del Evangelio. Y para todos nosotros, esto es importante. Porque lo que nos impulsa hacia la misión no es la necesidad de “contar con números”, de hacer “proselitismo”, sino el deseo de dar a conocer a la mayor cantidad posible de hermanas y hermanos la alegría del encuentro con Cristo. Aquí quisiera recordar una hermosa expresión de Benedicto XVI: “La Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción”.
Más allá de cualquier dificultad, este es el dinamismo vivo del Espíritu Santo que actúa en nosotros. El amor nos apremia a anunciar el Evangelio abriéndonos a los demás, y el desafío del anuncio nos hace crecer como comunidad, ayudándonos a vencer el miedo de emprender nuevos caminos, empujándonos a acoger con agradecimiento la aportación de los demás. Es una dinámica bella, sana y gozosa, que nos hará bien cultivar en nosotros y a nuestro alrededor.
Llegamos así a la tercera palabra: la alegría. Diogo, hablando de su experiencia en la Jornada Mundial de la Juventud, recordaba la felicidad que experimentó en la vigilia de la fiesta, esperando, con sus coetáneos provenientes de muchas naciones, el momento de encontrarnos; así como también la emoción de despertarse, la mañana siguiente, rodeado de tantos amigos y, además, el entusiasmo experimentado durante la preparación que hicieron juntos en Portugal. Y la alegría, un año después, al reunirse junto con los demás aquí en Luxemburgo. ¿Lo ven? Nuestra fe es así. Es alegre, “danzante”, porque nos manifiesta que somos hijos de un Dios amigo del hombre, que nos quiere contentos y unidos, que nada lo hace más feliz que nuestra salvación (cf. Lc 15,4-32; S. Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 34,3).Y sobre esto, tengan presente por favor que a la Iglesia le hacen daño esos cristianos tristes, aburridos y con la cara larga. Estos no son cristianos. Por favor, tengan la alegría del Evangelio. Esto nos hace creer y crecer mucho.
Al respecto, quisiera finalizar recordando otra hermosa tradición de vuestro país, de la que nos han hablado: la procesión de primavera —Springprozession—, que se lleva a cabo en Pentecostés en Echternach, recordando la infatigable obra misionera de san Willibrord, evangelizador de estas tierras. Toda la ciudad sale a bailar por las calles y las plazas, junto con muchos peregrinos y visitantes que llegan, y la procesión se convierte en una grandísima y única danza. Recordemos que el rey David bailaba delante del Señor y esta es una expresión de fidelidad. Grandes y pequeños, todos van bailando juntos hacia la catedral —supe que este año, incluso bajo la lluvia—, dando testimonio con entusiasmo, en recuerdo del santo Pastor, de cuán bello es caminar juntos y encontrarnos como hermanos en torno a la mesa de nuestro Señor.Y aquí, permítanme decirles algo muy breve: por favor, no pierdan la capacidad de perdonar. Saben que todos debemos perdonar, pero ¿saben por qué? Porque todos hemos sido perdonados y todos necesitamos perdón.
Queridas hermanas, queridos hermanos, qué hermosa es la misión que el Señor nos confía; la misión de consolar y servir, con el ejemplo y la ayuda de María. Gracias a ustedes, consagrados y consagradas, por el trabajo que hacen, seminaristas, sacerdotes, a todos; y también por la ayuda generosa que han querido compartir con los necesitados. Donde hay un necesitado esta Cristo. Los bendigo y rezo por ustedes. Y también ustedes, por favor, recen por mí. Gracias.
Viernes, 27 de septiembre. Bélgica
Encuentro con las autoridades y la sociedad civil en el castillo de Laeken
Sus Majestades,
señor Primer Ministro,
hermanos obispos,
distinguidas autoridades,
señoras y señores:
Agradezco a Su Majestad por la cálida acogida y el amable saludo que me ha dirigido. Estoy muy contento de visitar Bélgica. Cuando se piensa en este país, se evoca algo pequeño y grande a la vez, un país occidental y al mismo tiempo central, como si fuera el corazón palpitante de un sistema gigante.
Efectivamente, las proporciones y el orden de las grandezas engañan. Bélgica no es un estado tan extenso, pero su historia peculiar ha hecho que, inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, los pueblos europeos, cansados y debilitados, iniciando un serio camino de pacificación, colaboración e integración, vieran en Bélgica la sede natural de las principales instituciones europeas. Por el hecho de ser la línea divisoria entre el mundo germánico y el latino, colindante con Francia y Alemania, países que más habían encarnado las antítesis nacionalistas en la base del conflicto, Bélgica aparece como el lugar ideal, casi una síntesis de Europa, desde el cual contribuir a la reconstrucción física, moral y espiritual.
Se podría decir que Bélgica es un puente entre el continente y las islas británicas, entre el área de matriz germánica y francófona, entre el sur y el norte de Europa. Un puente, para permitir que la concordia se expanda y las controversias se disipen. Un puente donde cada uno, con su lengua, mentalidad y convicciones, encuentra al otro y elige la palabra, el diálogo y el intercambio como medios para relacionarse. Un lugar donde se aprende a hacer de la propia identidad, no un ídolo o una barrera, sino un espacio de acogida que sea punto de partida y retorno, donde se promueven intercambios válidos, se buscan juntos nuevos equilibrios y se construyen nuevas síntesis. Bélgica es un puente que favorece el comercio, que comunica y pone en diálogo las civilizaciones. Un puente, por lo tanto, indispensable para construir la paz y repudiar la guerra.
De este modo se comprende lo grande que es la pequeña Bélgica. Se entiende la necesidad que Europa tiene de ella para recordarse a sí misma su historia, hecha de pueblos y culturas, de catedrales y universidades, de conquistas del ingenio humano, pero también de tantas guerras y de una voluntad de dominio que se convirtió a veces en colonialismo y explotación.
Europa necesita a Bélgica para llevar adelante el camino de paz y de fraternidad entre los pueblos que la forman. Este país recuerda a todos los demás que, cuando —basándose en las más variadas e insostenibles excusas— se comienzan a desacatar las fronteras y los tratados, y se deja a las armas el derecho de crear el derecho, subvirtiendo el que está vigente, se destapa la caja de Pandora y todos los vientos comienzan a soplar violentamente, batiéndose contra la casa y amenazando con destruirla. En este momento histórico creo que Bélgica tiene un papel muy importante. Estamos cerca de una guerra casi mundial.
En efecto, la concordia y la paz no son una conquista que se logra de una vez por todas, sino una tarea y una misión —la concordia y la paz son una tarea y una misión—, que se deben cultivar incesantemente, tratadas con tenacidad y paciencia. El ser humano, en efecto, cuando deja de hacer memoria del pasado, privándose de la enseñanza de este, posee la desconcertante capacidad de volver a caer, incluso después de haberse levantado, olvidando los sufrimientos y el costo aterrador de las generaciones pasadas. En esto la memoria no funciona, es curioso, hay otras fuerzas, tanto en la sociedad como en las personas, que nos hacen caer siempre en las mismas cosas.
En este sentido, Bélgica es más valiosa que nunca para la memoria del continente europeo. Memoria que, naturalmente, pone a disposición argumentos irrefutables para el desarrollo de una acción cultural, social y política constante y oportuna, a la vez valiente y prudente y que excluya un futuro en el que la idea y la práctica de la guerra, con sus consecuencias catastróficas, vuelvan a ser una opción viable.
La historia, magistra vitae, muy frecuentemente ignorada, desde Bélgica llama a Europa a reemprender su camino, a recuperar su verdadero rostro, a confiar nuevamente en el futuro abriéndose a la vida, a la esperanza, para vencer el invierno demográfico y el infierno de la guerra. Son las dos calamidades de este momento. El infierno de la guerra, que ya lo estamos viendo —que puede transformarse en una guerra mundial—, y el invierno demográfico. Ante esto debemos ser prácticos, ¡hay que tener hijos! ¡tener hijos!
La Iglesia católica quiere ser una presencia que, dando testimonio de su fe en Cristo resucitado, ofrece a las personas, a las familias, a las sociedades y a las naciones, una esperanza antigua y siempre nueva, una presencia que ayuda a todos a afrontar los desafíos y las pruebas, sin entusiasmos volátiles ni pesimismos sombríos, sino con la certeza de que el ser humano, amado por Dios, tiene una vocación eterna de paz y de bien, y no está destinado a la disolución ni a la nada.
Con la mirada fija en Jesús, la Iglesia se reconoce siempre como discípula, que con temor y tremor sigue a su Maestro, reconociéndose santa en cuanto fundada por Él y, al mismo tiempo, frágil —santa y pecadora—e insuficiente en sus miembros, siempre carente y superada por la tarea que le ha sido confiada.
La Iglesia anuncia una Noticia que puede colmar de alegría los corazones y, con las obras de caridad y los innumerables testimonios de amor al prójimo, busca brindar signos concretos y pruebas del amor que la mueve. Ella, sin embargo, vive en lo concreto de las culturas y mentalidades de una determinada época, que ella contribuye a dar forma o que, de algún modo, en ocasiones la somete; y no siempre comprende y vive el mensaje evangélico en su pureza y plenitud. La Iglesia es santa y pecadora.
En esta permanente coexistencia entre santidad y pecado, entre luces y sombras vive la Iglesia, a menudo con resultados de gran generosidad y espléndida dedicación, y a veces, lamentablemente, con la irrupción de dolorosos antitestimonios. Pienso en los dramáticos casos de abusos de menores, —a los que se han referido el Rey y el Primer Ministro—, un flagelo que la Iglesia está afrontando con decisión y firmeza, escuchando y acompañando a las personas heridas e implementando un amplio programa de prevención en todo el mundo.
Hermanos y hermanas, ¡esto es vergonzoso! Esta vergüenza, la vergüenza de los abusos a menores, la debemos tomar en nuestras manos, y pedir perdón, y resolver el problema. Cuando nosotros pensamos en los santos Inocentes decimos, ¡qué tragedia ha causado el rey Herodes!; sin embargo, hoy en la Iglesia sigue presente este tipo de crimen. La Iglesia debe avergonzarse, pedir perdón y tratar de resolver esta situación con humildad cristiana. Debe poner todas las condiciones para que esto no vuelva a repetirse. Alguien me ha dicho, “Santidad, según las estadísticas la gran mayoría de los abusos se dan en la familia, en el barrio, en el mundo del deporte o en la escuela”. ¡Un solo abuso es suficiente para avergonzarse! En la Iglesia debemos pedir perdón por esto, y que los demás pidan perdón por su parte. Esta es nuestra vergüenza y nuestra humillación.
A este respecto, me entristeció el fenómeno de las “adopciones forzadas”, presentes también aquí en Bélgica entre los años 50 y 70 del siglo pasado. En esas historias espinosas se mezcló el fruto amargo de un crimen y un delito, con aquello que era lamentablemente el resultado de una mentalidad difundida en todos los estratos de la sociedad; hasta el punto que, quienes actuaban de acuerdo a esa mentalidad, pensaban en conciencia que estaban haciendo un bien, tanto para el niño como para la madre.
Con frecuencia las familias y otras entidades sociales, incluida la Iglesia, pensaron que, para quitar el estigma negativo, que desgraciadamente en esos tiempos afectaba a la que era madre soltera, sería mejor para ambos, madre e hijo, que este último fuera adoptado. Hubo incluso casos en los cuales a algunas mujeres no se les dio la oportunidad de decidir si quedarse con el niño o darlo en adopción.
Esto sucede hoy en algunas culturas, en algunos países.
Como sucesor del apóstol Pedro, suplico al Señor para que la Iglesia encuentre siempre en sí misma la fuerza para actuar con claridad y no uniformarse con la cultura dominante, aun cuando esa cultura utilizase —manipulándolos— valores que derivan del Evangelio, pero sólo para sacar de ellos conclusiones ilegítimas, con sus consecuentes cargas de sufrimiento y exclusión.
Rezo para que los responsables de las naciones, fijándose en Bélgica y en su historia, sepan aprender de ello y, así, ahorren a sus pueblos catástrofes incesantes e innumerables lutos. Rezo para que los gobernantes sepan asumir su responsabilidad, el riesgo y el honor de la paz, y sepan alejar el peligro, la ignominia y la absurdidad de la guerra. Rezo para que teman al juicio de la conciencia, de la historia y de Dios, y conviertan la mirada y los corazones, poniendo siempre el bien común en primer lugar. En este momento en que la economía se ha desarrollado tanto, quisiera subrayar que en algunos países las inversiones que dan más ingresos son las fábricas de armas.
Majestad, señoras y señores, el lema de mi visita a su país es “En route, avec Espérance”. Me hace pensar el hecho de que Espérance esté escrito con mayúscula, eso me sugiere que la esperanza no es una cosa que se lleva en la mochila durante el camino, no, la esperanza es un regalo de Dios, quizás es la virtud más humilde —decía el escritor— pero es la que nunca falla, es la que nunca defrauda. La esperanza es un don de Dios y se lleva en el corazón. Y entonces quiero dejarles este deseo de esperanza, a ustedes y a todos los hombres y mujeres que viven en Bélgica: que puedan pedir y recibir siempre este don del Espíritu Santo, la esperanza, para caminar juntos con Esperanza en el camino de la vida y de la historia. ¡Gracias!
Encuentro con los profesores universitarios en la “Promotiezaal” de la “Katholieke Universiteit Leuven”.
Señor Rector,
ilustres profesores,
queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Me alegro de poder estar aquí entre ustedes y agradezco al rector sus palabras de bienvenida, con las que ha recordado la historia y la tradición en las que está cimentada esta Universidad, así como también algunos de los principales retos actuales que nos interpelan a todos. Esta es la primera tarea de la Universidad: ofrecer una formación integral para que las personas adquieran los instrumentos necesarios para interpretar el presente y proyectar el futuro.
La formación cultural, ciertamente, no es nunca un fin en sí misma y las universidades no deben caer en la tentación de convertirse en “catedrales en el desierto”, sino que son, por su propia naturaleza, lugares donde se promueven ideas y nuevos estímulos para la vida y el pensamiento del hombre y para los desafíos de la sociedad, es decir, espacios generativos. Es hermoso pensar que la Universidad genera cultura, desarrolla ideas, pero sobre todo promueve la pasión por la búsqueda de la verdad, al servicio del progreso humano. En particular, los ateneos católicos, como este, están llamados «a llevar la aportación decisiva de la levadura, de la sal y de la luz del Evangelio de Jesucristo y de la Tradición viva de la Iglesia, que está siempre abierta a nuevos escenarios y a nuevas propuestas» (Const. ap. Veritatis gaudium, 3).
Deseo por tanto hacerles una sencilla invitación a ensanchar las fronteras del conocimiento. No se trata de aumentar las nociones o las teorías, sino de hacer de la formación académica y cultural un espacio vital, que abraza la vida y la interpela.
Hay una breve historia bíblica que se narra en el Libro de las Crónicas, que me gustaría evocar aquí. El protagonista es Iabés, que dirige a Dios esta súplica: «Si me bendices verdaderamente, ensancharás mis fronteras» (1 Cr 4,10). Iabés significa “dolor”, y lo habían llamado así porque su madre había sufrido mucho al darlo a luz. Pero ahora Iabés no quiere quedarse encerrado en su dolor, dejándose arrastrar por el lamento, y pide al Señor “ensanchar las fronteras” de su vida, para entrar en un espacio bendito, más grande, más acogedor. Lo contrario son cerrazones.
Ensanchar las fronteras y ser un espacio abierto para el hombre y para la sociedad constituye la gran misión de la Universidad.
En nuestro contexto, efectivamente, nos encontramos ante una situación ambivalente, en la que los márgenes se estrechan. Por una parte, estamos sumergidos en una cultura marcada por la renuncia a la búsqueda de la verdad; hemos perdido la inquieta pasión de indagar, para refugiarnos en la comodidad de un pensamiento débil —el drama del pensamiento débil—, para refugiarnos en la convicción de que todo es igual, de que una cosa vale lo mismo que la otra, de que todo es relativo. Por otra parte, cuando se habla de la verdad en los contextos universitarios y también en otros ámbitos, se cae muchas veces en una actitud racionalista, según la cual sólo se puede considerar verdadero lo que podemos medir, experimentar, tocar, como si la vida se redujese únicamente a la materia y a lo visible. En ambos casos los límites resultan reducidos.
En cuanto al primer punto, tenemos el cansancio del espíritu, que nos relega a una incertidumbre constante y a la ausencia de pasión, como si fuese inútil buscar un sentido en una realidad que permanece incomprensible. Este sentimiento emerge frecuentemente en algunos personajes de las obras de Franz Kafka, que describió la condición trágica y angustiante del hombre del siglo XX. En un diálogo entre dos personajes de uno de sus relatos, encontramos esta afirmación: «Creo que usted no tiene tratos con la verdad simplemente porque es demasiado agotadora» (Descripción de una lucha, 1908). Buscar la verdad es agotador, porque nos obliga a salir de nosotros mismos, a arriesgarnos, a hacernos preguntas. Y, por eso, nos atrae más —en el cansancio del espíritu— una vida superficial que no plantea demasiados interrogantes; así como del mismo modo nos atrae más una “fe” fácil, ligera y cómoda, que nunca nos cuestiona nada.
En cuanto al segundo punto, por el contrario, tenemos el racionalismo sin alma, en el que hoy corremos el riesgo de caer nuevamente, condicionados por la cultura tecnocrática que nos lleva a esto. Cuando se reduce al hombre a la mera materia, cuando se quiere forzar la realidad a los límites de lo que es visible; cuando la razón es únicamente aquella matemática, cuando la razón es aquella “de laboratorio”, entonces se pierde el asombro —y cuando este falta no se puede pensar; el asombro es el inicio de la filosofía, es el inicio del pensamiento—, se esfuma esa maravilla interior que nos empuja a buscar más allá, a mirar al cielo, a desentrañar la verdad escondida que afronta las preguntas fundamentales: ¿por qué existo?, ¿qué sentido tiene mi vida?, ¿cuál es el objetivo final y la última meta de este viaje? Se preguntaba Romano Guardini: «¿Por qué el hombre, a pesar de todo el progreso, sigue siendo un desconocido para sí mismo y lo es cada vez más? Porque ha perdido la llave para comprender la esencia del hombre. La ley de nuestra verdad dice que el hombre se reconoce sólo desde lo alto, por encima de él, desde Dios, porque sólo de Dios trae su existencia» (Oración y verdad).
Queridos profesores, contra el cansancio del espíritu y el racionalismo sin alma, aprendamos también nosotros a rezar como Iabés: “Señor, ensancha nuestras fronteras”. Pidamos que Dios bendiga nuestro trabajo, al servicio de una cultura capaz de afrontar los retos de hoy. El Espíritu Santo que hemos recibido como don nos impulsa a buscar, a abrir los espacios de nuestro pensar y de nuestro obrar, hasta guiarnos a la verdad plena (cf. Jn 16,13). Tenemos la certeza —como nos ha dicho el rector al inicio— “de que no sabemos todavía todo”, pero, al mismo tiempo, es precisamente esta limitación la que debe empujarles siempre a ir hacia adelante, ayudándoles a mantener encendida la llama de la investigación y a seguir siendo como una ventana abierta al mundo de hoy.
Y, a este propósito, quiero decirles sinceramente gracias. Gracias porque, al ensanchar sus fronteras, se han convertido en un espacio de acogida para todos los refugiados que se han visto obligados a huir de sus tierras, en medio de incontables peligros, enormes dificultades y sufrimientos a veces atroces. Gracias. Hemos visto hace poco, en el video, un testimonio muy conmovedor. Y mientras algunos solicitan que las fronteras se refuercen, ustedes, en cuanto comunidad universitaria, han ensanchado sus propios confines. Gracias. Han abierto los brazos para acoger a estas personas marcadas por el dolor, para ayudarles a estudiar y a crecer. Gracias.
Esto es lo que necesitamos, una cultura que ensanche las fronteras, que no sea “sectaria” —y ustedes no son sectarios, gracias— ni se ponga por encima de los demás, sino que, por el contrario, se meta en la masa del mundo, aportándole la levadura buena, que contribuye al bien de la humanidad. Esta tarea, esta “esperanza más grande”, se les confía a ustedes.
Un teólogo originario de esta tierra, hijo y docente de esta Universidad, ha afirmado: «Somos nosotros la zarza ardiente que permite a Dios manifestarse» (A. Gesché, Dios para pensar, Salamanca 2010). Conserven encendida la llama de este fuego, ensanchen las fronteras. Sean inquietos, por favor, con una inquietud vital, sean buscadores de la verdad y no apaguen nunca la pasión, para no ceder a la acidia del pensamiento, que es una enfermedad muy fea. Sean protagonistas en la generación de una cultura de la inclusión, de la compasión, de la atención a los más débiles y a los grandes desafíos en el mundo en que vivimos.
Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.
Sábado, 28 de septiembre. Bélgica.
Encuentro con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, consagradas, seminaristas y operadores pastorales en la Basílica del Sagrado Corazón de Koekelberg.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Me siento feliz de estar aquí entre ustedes. Agradezco a Mons. Terlinden por sus palabras y por habernos recordado la prioridad de anunciar el Evangelio. Gracias a todos.
En esta encrucijada que es Bélgica, ustedes son una Iglesia “en movimiento”. En efecto, desde hace tiempo están buscando transformar la presencia de las parroquias en el territorio y dar un fuerte impulso a la formación de los laicos. Se esfuerzan, sobre todo, por ser una comunidad cercana a la gente, que acompaña a las personas y que da testimonio con gestos de misericordia.
Partiendo de sus preguntas, quisiera proponerles algunas líneas de reflexión que giran alrededor de tres palabras: evangelización, alegría y misericordia.
El primer camino que estamos llamados a recorrer es la evangelización. Los cambios de nuestra época y la crisis de la fe que experimentamos en occidente nos han impulsado a regresar a lo esencial, es decir, al Evangelio, para que a todos se anuncie nuevamente la buena noticia que Jesús trajo al mundo, haciendo resplandecer toda su belleza. La crisis —cada crisis— es un tiempo que se nos ha ofrecido para sacudirnos, para interpelarnos y para cambiar. Es una ocasión preciosa —en el lenguaje bíblico se dice kairós, ocasión especial— como sucedió a Abram, a Moisés y a los profetas. Cuando experimentamos las desolaciones, de hecho, siempre debemos preguntarnos cuál es el mensaje que el Señor nos quiere comunicar. ¿Y qué es lo que nos hace ver la crisis? Hemos pasado de un cristianismo establecido en un marco social acogedor, a un cristianismo “de minorías” o, mejor dicho, de testimonio. Y esto reclama la valentía de una conversión eclesial, para comenzar esas transformaciones pastorales que tienen que ver incluso con las costumbres, los modelos, los lenguajes de la fe, para que estén realmente al servicio de la evangelización (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27).
Y quisiera decirle a Helmut, que esta valentía se exige también a los sacerdotes. Ser sacerdotes que no se limitan a conservar o administrar un patrimonio del pasado, sino pastores, pastores enamorados de Cristo y prontos para acoger las exigencias del Evangelio —con frecuencia implícitas— mientras caminan con el santo Pueblo de Dios; y nosotros caminamos un poco adelante, un poco en medio y un poco atrás. Y cuando llevamos el Evangelio —pienso en lo que dijo Yaninka— el Señor abre nuestros corazones al encuentro con el que es distinto a nosotros. Es bueno, y más aún necesario, que entre los jóvenes haya sueños y espiritualidades diferentes. Así debe ser, porque pueden ser muchos los caminos personales y comunitarios, pero nos conducen a la misma meta, al encuentro con el Señor. En la Iglesia hay lugar para todos —todos, todos— y ninguno debe ser fotocopia de nadie. La unidad en la Iglesia no es uniformidad, se trata más bien de encontrar la armonía de las diferencias. Y también a Arnaud le diría: el proceso sinodal debe ser un retorno al Evangelio, no debe haber entre las prioridades alguna reforma que vaya “a la moda”, sino más bien cuestionarse: ¿cómo podemos hacer llegar el Evangelio a una sociedad que ya no lo escucha o que se aleja de la fe? Preguntémonos todos.
El segundo camino a transitar es la alegría. No se trata de las alegrías asociadas a algo momentáneo, ni de consentir los modelos de evasión o de diversión consumista; sino de una alegría más grande, que acompaña y sostiene la vida inclusive en los momentos oscuros o dolorosos, y esto es un don que viene de lo alto, de Dios. Es la alegría del corazón suscitada por el Evangelio, es saber que a lo largo del camino no estamos solos y que aún en las situaciones de pobreza, de pecado, de aflicción, Dios es cercano, cuida de nosotros y no permitirá que la muerte tenga la última palabra. Dios es cercano, cercanía. Mucho antes de ser Papa, Joseph Ratzinger escribió que una regla del discernimiento es la siguiente: «donde muere el humor, ni siquiera existe el Espíritu Santo […]. Y viceversa: la alegría es signo de gracia» (El Dios de Jesucristo, Brescia 1978, 129). Esto es hermoso. Quisiera entonces decirles que su predicación, su modo de celebrar, su servicio y apostolado deben dejar traslucir la alegría del corazón, ya que esto suscita preguntas y atrae incluso a los más alejados. La alegría del corazón; no esa sonrisa falsa de circunstancias, sino la alegría del corazón. Agradezco a sor Agnese y le digo: la alegría es el camino. Cuando la fidelidad se presenta difícil, debemos mostrar —como tú lo has dicho, Agnese— que esta virtud es un “camino a la felicidad”. Y entonces, viendo hacia dónde conduce el camino, estamos más preparados para iniciarlo.
Y el tercer itinerario es la misericordia. El Evangelio, acogido y compartido, recibido y donado, nos conduce a la alegría, porque nos hace descubrir que Dios es el Padre de la misericordia, que se conmueve por nosotros, que nos levanta de nuestras caídas, que nunca nos retira su amor. Fijemos esto en nuestro corazón: Dios jamás nos retira su amor. “Pero Padre, ¿aunque haga algo grave?”. Dios jamás retira su amor por ti. Esto, frente a la experiencia del mal, a veces pudiera parecernos “injusto”, porque nosotros sólo aplicamos la justicia terrena que dice que “quien se equivoca debe pagar por su error”. Sin embargo, la justicia de Dios es superior; el que se haya equivocado está llamado a reparar sus errores, pero para sanar su corazón necesita del amor misericordioso de Dios. No se olviden: Dios perdona todo, Dios perdona siempre, Dios nos justifica con su misericordia, es decir, nos hace justos porque nos da un corazón nuevo, una vida nueva.
Por eso diría a Mia: gracias por el gran trabajo que hacen para transformar la rabia y el dolor en ayuda, cercanía y compasión. Los abusos generan atroces sufrimientos y heridas, mermando incluso el camino de la fe. Y se necesita mucha misericordia para no permanecer con el corazón de piedra frente al sufrimiento de las víctimas, para hacerles sentir nuestra cercanía y ofrecerles toda la ayuda posible, para aprender de ellas —como lo has dicho tú— a ser una Iglesia que se hace sierva de todos sin someter a nadie. Sí, porque una raíz de la violencia está en el abuso de poder, cuando utilizamos nuestros roles para aplastar o manipular a los demás.
Y misericordia —pienso en el ministerio de Pieter— es una palabra clave para los presos. Cuando entro en una cárcel me pregunto: ¿por qué ellos sí y yo no? Jesús nos muestra que Dios no se distancia de nuestras heridas e impurezas. Él sabe que todos cometemos errores, pero que ninguno es un error. Nadie está perdido para siempre. Es justo entonces seguir los caminos de la justicia terrena y los itinerarios humanos, psicológicos y penales; pero la pena debe ser una medicina, debe llevar a la sanación. Se necesita ayudar a las personas para levantarse, a reencontrar su senda en la vida y en la sociedad. Sólo bajo una circunstancia en la vida de todos se nos permite mirar a una persona de arriba hacia abajo, para ayudarla a levantarse. Sólo así. Recordemos que todos podemos cometer errores, pero que ninguno es un error. Nadie está perdido para siempre. Misericordia, siempre, siempre misericordia.
Hermanas y hermanos, les agradezco. Y al despedirme quisiera recordarles una obra de Magritte, vuestro ilustre pintor, que se titula “El acto de fe”. Representa una puerta cerrada por dentro, pero con una abertura al centro, está abierta hacia el cielo. Es una abertura que nos invita a ir más allá, a mirar hacia delante y hacia arriba, a no encerrarnos nunca en nosotros mismos, nunca en nosotros mismos. Los dejo con esta imagen, como símbolo de una Iglesia que nunca cierra sus puertas —por favor, nunca cierra las puertas—, que a todos ofrece una apertura al infinito, que sabe mirar más allá. Esta es la Iglesia que evangeliza, que vive la alegría del Evangelio, que practica la misericordia.
Hermanas y hermanos, caminen juntos, ustedes y el Espíritu Santo, juntos, y practiquen la misericordia, para así ser Iglesia. Sin el Espíritu, no acontece nada de cristiano. Nos lo enseña la Virgen María, nuestra Madre. Que ella los guíe y los cuide. Bendigo a todos de corazón. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.
Encuentro con los estudiantes universitarios en el Aula Magna de la Université Catholique de Louvain.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Gracias, señora Rectora, por sus amables palabras. Queridos estudiantes, me alegra encontrarme con ustedes y escuchar sus reflexiones. En esas palabras percibo pasión y esperanza, deseo de justicia, búsqueda de la verdad.
Entre los temas que ustedes afrontan, me ha impresionado la cuestión sobre el futuro y la angustia. Vemos bien cuán violento y arrogante es el mal que destruye el medioambiente y los pueblos. Pareciera que no conoce freno. La guerra es su expresión más brutal —ustedes saben que en un país, que no nombro, las inversiones que hoy proporcionan más rentabilidad son las fábricas de armas, es feo— y parece que esto no tiene fin. La guerra es una expresión brutal; como lo son también la corrupción y las modernas formas de esclavitud. La guerra, la corrupción y las nuevas formas de esclavitud. En ocasiones estos males contaminan la misma religión, convirtiéndola en un instrumento de dominio. Tengan cuidado, ya que esto es una blasfemia. La unión de los hombres con Dios, que es Amor salvífico, se vuelve así una esclavitud. Incluso el nombre del padre, que es revelación de cuidado, se vuelve expresión de prepotencia. Dios es Padre, no un patrón; es Hijo y Hermano, no un dictador; es Espíritu de amor, y no de dominio.
Nosotros los cristianos sabemos que el mal no tiene la última palabra —y en este punto debemos mantenernos firmes, el mal no tiene la última palabra—, sino que, como se dice, tiene los días contados. Esto no quita nuestro compromiso, al contrario, lo aumenta: la esperanza es nuestra responsabilidad. Una responsabilidad que debe ser asumida, porque la esperanza nunca defrauda. Y esta certeza, vence esa conciencia pesimista, el estilo de Turandot. La esperanza nunca defrauda.
Y ahora, tres palabras: gratitud, misión y fidelidad.
La primera actitud es la gratitud, porque esta casa nos ha sido donada; no somos patrones, somos huéspedes y peregrinos en la tierra. El primero en hacerse cargo de nosotros es Dios; nosotros somos ante todo cuidados por Dios, que creó la tierra y —dice Isaías— “no la creó vacía, sino que la formó para que fuera habitada” (Is 45,18). Y el salmo octavo está lleno de asombrada gratitud: «Al ver el cielo, obra de tus manos, / la luna y las estrellas que has creado: / ¿qué es el hombre para que pienses en él, / el ser humano para que lo cuides?» (Sal 8,4-5). La plegaria que me sale del corazón es: ¡Gracias, Padre, por el cielo estrellado y por la vida en este universo!
La segunda actitud es la misión. Nosotros estamos en el mundo para custodiar su belleza y cultivarla para el bien de todos, sobre todo para la posteridad, en un futuro cercano. Este es el “programa ecológico” de la Iglesia. Pero ningún plan de desarrollo podrá llevarse a cabo si permanece la arrogancia, la violencia y la rivalidad en nuestras conciencias y en nuestra sociedad. Es necesario ir a la fuente de la cuestión, que es el corazón del hombre. Del corazón del hombre viene también la dramática urgencia del tema ecológico: de la arrogante indiferencia de los poderosos, que antepone siempre los intereses económicos. Interés económico, el dinero. Recuerdo lo que me decía siempre mi abuela: “En la vida, ten cuidado porque el diáblo entra por los bolsillos”. El interés económico. Mientras sea así, toda exhortación será silenciada o sólo sera acogida en la medida en que sea conveniente al mercado. Esta “espiritualidad”, por así decirlo, del mercado. Y mientras el mercado esté en primer lugar, nuestra casa común sufrirá injusticias. La belleza del don exige nuestra responsabilidad: somos huéspedes, no dueños absolutos. En este sentido, queridos estudiantes, consideren la cultura como cultivo del mundo, no sólo de las ideas.
Aquí está el desafío del desarrollo integral, que requiere la tercera actitud: la fidelidad. Fidelidad a Dios y fidelidad al hombre. Este desarrollo, en efecto, se refiere a todas las personas en todos los aspectos de su vida: física, moral, cultural, sociopolítica; y a esto se opone cualquier forma de opresión y de descarte. La Iglesia denuncia estos atropellos, comprometiéndose ante todo en la conversión de cada uno de sus miembros, de nosotros mismos, a la justicia y la verdad. En este sentido, el desarrollo integral se apela a nuestra santidad: es vocación a la vida justa y feliz, para todos.
Y ahora, la opción a realizar, por tanto, está entre manipular la naturaleza y cultivar la naturaleza. Una opción que se plantea así: o manipulo la naturaleza o cultivo la naturaleza. A partir de nuestra naturaleza humana; pensemos en la eugenesia, los organismos cibernéticos, la inteligencia artificial. La opción entre manipular y cultivar concierne también a nuestro mundo interior.
Pensar en la ecología humana nos lleva a abordar una temática que les preocupa a ustedes y más todavía a mí y a mis predecesores: el papel de la mujer en la Iglesia. Me gusta eso que has dicho. Pesan aquí agresiones e injusticias, junto con prejuicios ideológicos. Por eso es necesario recuperar el punto de partida: quién es la mujer y quién es la Iglesia. La Iglesia es mujer, no es “el” Iglesia, es “la” Iglesia, es la esposa. La Iglesia es el pueblo de Dios, no una empresa multinacional. La mujer, en el pueblo de Dios, es hija, hermana, madre. Como yo soy hijo, hermano, padre. Estas son las relaciones que expresan nuestro ser imagen de Dios, hombre y mujer, juntos, no separadamente. Las mujeres y los hombres son personas, no individuos; están llamados desde el “principio” a amar y ser amados. Una vocación que es misión. Y de aquí viene su papel en la sociedad y en la Iglesia (cf. S. Juan Pablo II, Carta. ap. Mulieris dignitatem, 1).
Lo que es característico de la mujer, es decir, lo que es femenino, no está establecido por el consenso ni por las ideologías. Y la dignidad está asegurada por una ley originaria, no escrita en el papel, sino en la carne. La dignidad es un bien inestimable, una cualidad originaria, que ninguna ley humana puede dar o quitar. A partir de esta dignidad, común y compartida, la cultura cristiana elabora siempre nuevamente, en los diferentes contextos, la misión y la vida del hombre y de la mujer y su ser recíproco para el otro, en la comunión. No el uno contra el otro, esto sería feminismo o machismo, y no en reinvindicaciones opuestas, sino el hombre para la mujer y la mujer para el hombre, juntos.
Recordemos que la mujer se encuentra en el centro del acontecimiento salvífico. Del “sí” de María, Dios en persona viene al mundo. La mujer es acogida fecunda, cuidado, entrega vital. Por esto es más importante la mujer que el hombre, pero es feo cuando la mujer quiere hacer el papel de hombre, no, ella es mujer, y esto “pesa”, es importante. Abramos los ojos ante tantos ejemplos cotidianos de amor: en la amistad y el trabajo, en el estudio y la responsabilidad social y eclesial, en la esponsalidad, la maternidad y la virginidad por el Reino de Dios y por el servicio. No olvidemos, lo repito: la Iglesia es mujer, no es masculina, es mujer.
Ustedes mismos están aquí para crecer como mujeres y como hombres. Están en camino, en formación como personas. Por eso su itinerario académico comprende distintos ámbitos: investigación, amistad, servicio social, responsabilidad civil y política, expresiones artísticas, entre otros.
Pienso en la experiencia que viven cada día en esta Universidad Católica de Lovaina, y comparto tres aspectos, sencillos y decisivos, de la formación: ¿cómo estudiar?, ¿por qué estudiar? y ¿para quién estudiar?
Cómo estudiar: como en cada ciencia, no hay sólo un método, sino también un estilo. Cada persona puede cultivar el suyo. El estudio, en efecto, es siempre un camino al conocimiento de uno mismo y de los demás. Pero también hay un estilo común, que se puede compartir en la comunidad universitaria. Se estudia juntos: gracias a quien ha estudiado antes que yo —docentes, compañeros más avanzados—, con quien estudia a mi lado, en el aula. La cultura como cuidado de uno mismo comporta un cuidado mutuo. No hay una guerra entre estudiantes y profesores, hay diálogo, a veces es un diálogo un poco intenso pero es el diálogo y el diálogo hace crecer la comunidad universitaria.
Segundo: por qué estudiar. Hay un motivo que nos impulsa y un objetivo que nos atrae. Es necesario que sean buenos, porque de ellos depende el sentido del estudio, depende la dirección de nuestra vida. A veces estudio para encontrar un determinado tipo de trabajo, pero termino por vivir en función de eso. Nosotros mismos nos convertimos en la “mercancía”, vivir en función del trabajo. No se vive para trabajar, sino que se trabaja para vivir; es fácil decirlo, pero implica esfuerzo ponerlo en práctica con coherencia. Esta palabra coherencia es muy importante para todos, pero especialmente para ustedes estudiantes. Ustedes deben aprender esta actitud de la coherencia, a ser coherentes.
Tercero: para quién estudiar. ¿Para uno mismo? ¿Para dar cuentas a los demás? Estudiamos para ser capaces de educar y servir a los demás, sobre todo con el servicio de la competencia y del juicio autorizado. Antes de preguntarnos si estudiar sirve para algo, preocupémonos de servir a alguien. Una buena pregunta que un estudiante universitario puede hacerse sería, ¿a quién sirvo yo?, ¿a mí mismo? O, por el contrario, ¿tengo el corazón abierto al servicio del otro? Entonces el título universitario certifica una capacidad para el bien común. Estudio para mí, para trabajar, para ser útil, para el bien común. Y esto debe ser muy equilibrado, muy equilibrado.
Queridos estudiantes, es una alegría para mí compartir con ustedes estas reflexiones. Y mientras lo hacemos percibimos que hay una realidad más grande que nos ilumina y nos supera: la verdad. ¿Qué es la verdad? Pilato había hecho esta pregunta. Sin la verdad, nuestra vida pierde sentido. El estudio tiene sentido cuando busca la verdad, cuando intenta encontrarla, pero con animo crítico. Pero la verdad, para encontrarla, necesita de esta actitud crítica, es así que podemos avanzar. El estudio tiene sentido cuando busca la verdad, no lo olviden. Y buscándola se comprende que estamos hechos para encontrarla. La verdad se hace encontrar; es acogedora, disponible, generosa. Si renunciamos a buscar juntos la verdad, el estudio se convierte en un instrumento de poder, de control sobre los demás. Y les confieso que me entristece cuando encuentro, en cualquier parte del mundo, universidades que sólo buscan preparar a los estudiantes para lucrar o para tener poder. Es demasiado individualista, sin comunidad. El alma mater es la comunidad universitaria, la universidad, es la que nos ayuda a construir la sociedad, a crear fraternidad. No sirve el estudio sin esa unión, no sirve, sino que domina. En cambio, la verdad nos hace libres (cf. Jn 8,32). Queridos estudiantes, ¿quieren la libertad? ¡Sean buscadores y testigos de la verdad! Tratando de ser creíbles y coherentes por medio de las decisiones cotidianas más sencillas. Así esta se volverá, cada día, lo que quiere ser, una Universidad católica. Y vayan adelante, vayan adelante, y no entren en las luchas de las dicotomías ideológicas, no. No lo olviden: la Iglesia es mujer y esto les ayudará mucho.
Gracias por este encuentro. Gracias a ti que lo has hecho muy bien. Los bendigo de corazón, a ustedes y a vuestro camino de formación. Y por favor se lo pido, recen por mí. Y si alguno no reza o no sabe rezar o no quiere rezar a menos me mande buena onda, que se necesita. Gracias.
Domingo, 29 de septiembre. Bélgica.
Santa Misa en el Estadio “Rey Balduino”.
«Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar» (Mc 9,42). Con estas palabras, dirigidas a los discípulos, Jesús pone en guardia del peligro de escandalizar, es decir, de obstaculizar el camino y lastimar la vida de los “pequeños”. Es una admonición fuerte, una admonición severa, sobre la que debemos detenernos a reflexionar. Quisiera hacerlo con ustedes, a la luz de otros textos sagrados, a través de tres palabras clave: apertura, comunión y testimonio.
Iniciamos con apertura. Nos han hablado de ella la primera Lectura y el Evangelio, mostrándonos la acción libre del Espíritu Santo que, en la narración del Éxodo, llena de su don de profecía no sólo a los ancianos que habían ido con Moisés a la tienda del encuentro, sino también a dos hombres que se habían quedado en el campamento.
Esto nos hace pensar porqué, si en un primer momento era escandalosa su ausencia en el grupo de los elegidos, después del don del Espíritu era escandaloso prohibirles ejercer la misión que, a pesar de ello, habían recibido. Bien lo comprende Moisés, hombre humilde y sabio, que con mente y corazón abiertos dice: «¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, porque él les infunde su espíritu!» (Nm 11,29). Hermoso auspicio.
Son palabras sabias, que preludian lo que Jesús afirma en el Evangelio (cf. Mc 9,38-43.45.47-48). Aquí la escena se desarrolla en Cafarnaúm, y los discípulos quisieran a su vez impedir a un hombre expulsar los demonios en el nombre del Maestro, porque —afirman— «no es de los nuestros» (Mc 9,38), es decir, “no pertenece a nuestro grupo”. Ellos piensan así: “Quien no nos sigue, quien no es ‘de los nuestros’, no puede hacer milagros, no tiene el derecho”. Pero Jesús los sorprende —como siempre, Jesús siempre nos sorprende— y a estos los sorprende y los reprende, invitándolos a ir más allá de sus esquemas, a no “escandalizarse” de la libertad de Dios. Les dice: «No se lo impidan […], el que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9,39-40).
Observemos bien estas dos escenas, la de Moisés y la de Jesús, porque nos conciernen también a nosotros y a nuestra vida cristiana. Todos, de hecho, con el bautismo, hemos recibido una misión en la Iglesia. Pero se trata de un don, no de un motivo de orgullo. La comunidad de los creyentes no es un círculo de privilegiados, es una familia de salvados, y nosotros no somos enviados a llevar el Evangelio al mundo por nuestros méritos, sino por la gracia de Dios, por su misericordia y por la confianza que, más allá de todos nuestros límites y pecados, Él continúa poniendo en nosotros con amor de Padre, viendo en nosotros lo que nosotros mismos no alcanzamos a vislumbrar. Por esto nos llama, nos envía y nos acompaña pacientemente cada día.
Y entonces, si queremos cooperar, con amor abierto y premuroso, a la acción libre del Espíritu sin ser motivo de escándalo, de obstáculo a nadie con nuestra presunción y nuestra rigidez, necesitamos realizar nuestra misión con humildad, gratitud y alegría. No debemos resentirnos, sino más bien alegrarnos de que también otros puedan hacer lo que nosotros hacemos, para que crezca el Reino de Dios y para reunirnos todos unidos, un día, en los brazos del Padre.
Y esto nos lleva a la segunda palabra: comunión. De esta nos habla Santiago en la segunda Lectura (cf. St 5,1-6) con dos imágenes fuertes: las riquezas que corrompen (cf. v. 3) y las protestas de los cosechadores que llegan a los oídos del Señor (cf. v. 4). Nos recuerda, así, que el único camino de la vida es el del don, del amor que une en el compartir. El camino del egoísmo genera sólo cerrazón, muros y obstáculos —“escándalos”, precisamente— encadenándonos a las cosas y alejándonos de Dios y de los hermanos.
El egoísmo, como todo lo que impide la caridad, es “escandaloso” porque aplasta a los pequeños, humillando la dignidad de las personas y sofocando el clamor de los pobres (cf. Sal 9,13). Y esto valía tanto en los tiempos de san Pablo como hoy para nosotros. Cuando en la base de la vida de los individuos y de las comunidades se ponen únicamente los principios de interés y las lógicas del mercado (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 54-58), se crea un mundo en el que ya no hay espacio para quien está en dificultad, ni hay misericordia para quien se equivoca, ni compasión para quien sufre y no es capaz. No hay.
Pensemos a lo que ocurre cuando los pequeños son escandalizados, golpeados, abusados por aquellos que debieran cuidarlos; a las heridas de dolor e impotencia en primer lugar de las víctimas, pero también de sus familiares y de la comunidad. Con la mente y con el corazón, vuelvo a las historias de algunos de estos “pequeños” que he encontrado antier. Los he escuchado, he escuchado su sufrimiento por haber sido abusados y lo repito aquí: en la Iglesia hay lugar para todos, todos, todos, pero todos seremos juzgados y no hay lugar para el abuso, no hay lugar para el encubrimiento del abuso. Se lo pido a todos: no encubran los abusos. Se lo pido a los obispos: no encubran los abusos. Condenen a los abusadores y ayúdenles a curarse de esta enfermedad del abuso. El mal no se debe esconder, el mal debe ser sacado a la luz, que se dé a conocer, como lo han denunciado algunos abusados valientemente. Que se dé a conocer. Y que sea juzgado el abusador, sea laica, laico, sacerdote u obispo. Que sea juzgado.
La Palabra de Dios es clara, nos dice que las “protestas de los cosechadores” y el “clamor de los pobres” no se pueden ignorar, no se pueden cancelar, como si fuesen una nota desafinada en un concierto perfecto del mundo del bienestar, ni se pueden atenuar con alguna forma de asistencialismo de fachada. Al contrario, son la voz viva del Espíritu, nos recuerdan quiénes somos —todos somos pobres pecadores, todos, el primero yo—; y las personas abusadas son un clamor que sube al cielo, que toca el alma, que nos hace avergonzarnos y nos llama a convertirnos. No obstaculicemos la voz profética, silenciándola con nuestra indiferencia. Escuchemos lo que nos dice Jesús en el Evangelio: lejos de nosotros el ojo escandaloso, que ve al indigente y se vuelve para otro lado. Lejos de nosotros la mano escandalosa, que cierra el puño para esconder sus tesoros y se esconde ávida en los bolsillos. Mi abuela decía: “El diablo entra por los bolsillos”. Esa mano que golpea para cometer un abuso sexual, un abuso de poder, un abuso de conciencia contra aquel que es más débil. ¡Y cuántos casos de abuso tenemos en nuestra historia, en nuestra sociedad! Lejos de nosotros el pie escandaloso, que corre veloz no para hacerse cercano a quien sufre, sino para “pasar de largo” y permanecer a distancia. Fuera todo esto; ¡lejos de nosotros! Así no se construye nada bueno ni sólido. Y una pregunta que me gusta hacer a las personas: “¿Das limosna? —Sí, Padre, sí. —Y dime, cuando das limosna, ¿tocas la mano de la persona indigente o se la arrojas y miras para otro lado? ¿Miras a los ojos de las personas que sufren? Pensemos en esto.
Si queremos sembrar para el futuro, también en el ámbito social y económico, nos hará bien volver a poner como fundamento de nuestras decisiones el Evangelio de la misericordia. Jesús es la misericordia. Todos nosotros, todos, hemos sido misericordiati. De otro modo, por más que aparezcan imponentes, los monumentos de nuestra opulencia serán siempre colosos con los pies de barro (cf. Dn 2,31-45). No nos engañemos, sin amor nada dura, todo se desvanece, se derrumba, y nos deja prisioneros de una vida evasiva, vacía y sin sentido, de un mundo inconsistente que, más allá de las fachadas, ha perdido toda credibilidad. ¿Por qué?, porque ha escandalizado a los pequeños.
Y así llegamos a la tercera palabra: testimonio. La Iglesia belga tiene una rica historia de ejemplos de santidad. Pensemos en santa Gúdula, patrona del país (650-712 aprox.), en san Guido de Anderlecht, el peregrino amigo de los pobres (+1012), en san Damián de Veuster, más conocido como Damián de Molokai, el apóstol de los leprosos (1840-1889). Y también en tantos misioneros y misioneras belgas que a lo largo de los siglos han anunciado el Evangelio en diversas partes del mundo, en algunos casos hasta el sacrificio de la vida.
En esta próspera tierra pudo florecer también el testimonio de la monja carmelita Ana de Jesús, Ana de Lobera, de quien hoy celebramos la beatificación. Esta mujer estuvo entre las protagonistas, en la Iglesia de su tiempo, de un gran movimiento de reforma, tras las huellas de una “gigante del espíritu” —Teresa de Jesús—, del que difundió los ideales en España, en Francia y también aquí, en Bruselas, y en aquellos que entonces se llamaban los Países Bajos Españoles.
En un tiempo marcado por escándalos dolorosos, dentro y fuera de la comunidad cristiana, ella y sus compañeras, con su vida sencilla y pobre, hecha de oración, de trabajo y de caridad, supieron traer de nuevo a la fe a tantas personas, hasta el punto de que alguno definió su fundación en esta ciudad como un “imán espiritual”.
Por elección, no ha dejado escritos. Se comprometió más bien en poner en práctica lo que ella a su vez había aprendido (cf. 1 Co 15,3), y con su modo de vivir contribuyó a realzar la Iglesia en un momento de gran dificultad.
Acojamos, por tanto, con gratitud el modelo de “santidad femenina” que nos ha dejado (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 12), al mismo tiempo delicado y fuerte. Su testimonio, junto al de tantos hermanos y hermanas que nos han precedido, nuestros amigos y compañeros de viaje, no está lejos de nosotros, sino que está cerca; es más, se nos confía para que también lo hagamos nuestro, renovando el compromiso de caminar juntos tras las huellas del Señor.