Barbastro. Una caricia de la Virgen

Breve biografía sobre el Fundador del Opus Dei escrita por José Miguel Cejas

—De esta noche no pasa —dijo el doctor Camps.

Aquello fue un mazazo para los Escrivá, un joven matrimonio de Barbastro: su hijo pequeño, Josemaría, se les moría sin remedio. Aquella noche de 1904 le velaron hasta la madrugada, contemplando su rostro dormido y trémulo por la fiebre.

Había nacido dos años antes, el 9 de enero de 1902, y lo habían bautizado enseguida, como de costumbre. Y ahora, ¡tan pronto!, Dios se lo llevaba.

Pero no perdían la esperanza. Su madre, Dolores Albás, había prometido a la Virgen que, si se curaba, lo llevaría en brazos hasta la ermita de Torreciudad.

Y así pasaron la noche, rezando, llenos de fe, esperando el milagro.

El doctor Camps llegó a primera hora de la mañana. Pensó que, para ahorrarles la pena de que tuvieran que comunicárselo, lo mejor era preguntar directamente:

—¿A qué hora ha muerto el niño?

—¡El niño —le contestaron, emocionados— está perfectamente!

Sus padres cumplieron la promesa y le llevaron a Torreciudad. Mi madre me llevó en sus brazos a la Virgen. Iba sentada en la caballería, no a la inglesa, sino en silla, como entonces se hacía, y pasó miedo porque era un camino muy malo.

Fue la primera caricia de la Virgen con Josemaría Escrivá. Con razón le comentaba su madre, años después:

—Hijo: para algo muy grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo.

Salvo ese momento crítico, los primeros años de Josemaría fueron serenos y apacibles. Dios Nuestro Señor fue preparando las cosas para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo . Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome en libertad muy grande desde chico, vigilándome al mismo tiempo con atención.

Agradeció siempre a Dios la educación humana y cristiana que le dieron sus padres: Mi madre, papá, mis hermanos y yo íbamos siempre juntos a oír Misa. Mi padre nos entregaba la limosna, que llevábamos gozosos, al hombre cojo, que estaba arrimado al palacio episcopal. Después me adelantaba a tomar agua bendita, para darla a los míos. La Santa Misa. Luego, todos los domingos, en la capilla del Santo Cristo de los Milagros rezábamos un Credo. Y, el día de la Asunción (...), era cosa obligada adorar (así decíamos) a la Virgen de la Catedral .

Su infancia fue parecida a la de tantos niños de aquel Barbastro de comienzos de siglo XX: risas y correteos por la Plaza del Mercado, tablas y más tablas de multiplicar en el Colegio de los Escolapios y unos viajes fantásticos en las noches de invierno hasta el centro de la Tierra, o la mismísima Luna, de la mano de Julio Verne. Fue un niño como tantos otros: bueno, generoso, obediente y con los inevitables caprichos y rabietas que sus padres corrigieron con paciencia. Porque los santos no nacen: se hacen .

Se hacen correspondiendo, en lo grande y en lo pequeño a la voluntad de Dios. Y Dios quiso que Josemaría conociera pronto el misterio del dolor: entre 1910 y 1913 —desde los ocho a los once años— fueron muriendo, por enfermedad, sus tres hermanas pequeñas.