Más podcast del Prelado del Opus Dei sobre las obras de misericordia
1. Introducción: las Obras de misericordia (1.12.2015)
2. Visitar y cuidar a los enfermos (1.1.2016)
3. Dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento (1.2.2016)
4. Vestir al desnudo y visitar a los encarcelados (1.3.2016)
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Era peregrino y me acogisteis. Quienes escucharon de Jesucristo estas palabras, conocían bien los peligros que amenazaban a aquellos que se aventuraban por los caminos: ladrones, fieras, una climatología adversa u otros riesgos. También María y José experimentaron la indefensión de los peregrinos cuando Cristo vino al mundo. Una tras otra, se les cerraron las puertas de Belén. Sólo un establo acogió al Dios nacido. Tiempo después, la Sagrada Familia, perseguida por el rey Herodes, marchó al exilio en un país extranjero, sin llevar apenas nada consigo por la urgencia de la marcha.
El Santo Padre ha dicho que “la predicación de Jesús nos presenta las obras de misericordia, para que podamos considerar si vivimos o no como discípulos suyos”. Por tanto, cabe preguntar a Dios, en nuestra oración personal: ¿Por qué, Señor, nos invitas a dar posada al peregrino? ¿Qué nos quieres enseñar?
Dar posada al peregrino es acoger al extraño, es hacer espacio en nuestro mundo seguro y estable a quien necesita ayuda; es ofrecer protección a quienes se ven amenazados, arriesgando con ellos nuestra propia comodidad, compartiendo nuestro bienestar y, por lo tanto, perdiendo un poco esa tranquilidad para nosotros mismos, y hacerlo con alegría externa e interna.
En los últimos meses, contemplamos a diario, con dolor, cómo millares de personas están desgastando, consumiendo sus vidas para lograr una existencia más digna en un país o en un continente distinto del suyo. No es un fenómeno nuevo, pero recientemente las desigualdades sociales y las guerras han llegado a tales niveles, que ni el mar ni otros límites naturales han podido contener por más tiempo ese flujo emigratorio.
El peregrino ya no es una figura lejana, sino que está cada vez más presente en las calles de nuestras ciudades. El Papa ha señalado que, si miramos con indiferencia el doloroso viaje de estas familias, es que “hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraternal”.
Sociedades que durante siglos se han desarrollado al calor del cristianismo, afrontan ahora este reto gigante. Por eso, me atrevo a decir que sólo habrá capacidad de acoger a los que se ven forzados a emigrar, si nos ejercitamos todos a diario en la caridad de Cristo. Esa misericordia —que tantas veces les ha consolado en sus tierras de origen, de mano de misioneros, religiosos, religiosas y de tantos hombres y mujeres de buena fe a los que debemos estar muy agradecidos—, inspirará ahora la creatividad de muchas otras personas.
Será necesario desarrollar iniciativas diversas para distribuir entre todos el bienestar indispensable, los puestos de trabajo, los hogares, la educación, etcétera. Comprendamos bien que no se trata sólo de un problema económico, sino principalmente moral, porque cuando un hermano reclama justicia, el cristiano debe responder también con la caridad.
En el Evangelio se nos muestra cómo el mismo Señor disfrutó de la hospitalidad de muchos de sus amigos, mientras predicaba por Judea y Galilea. Y, a quienes le abrían las puertas de sus casas, Jesús les transformaba la vida: Marta, María y Lázaro gozaron así de la amistad del Redentor; Simón el fariseo aprendió el valor del perdón; Zaqueo abandonó su vida egoísta... Ahora, en estos tiempos, Cristo sigue buscando amigos que lo acojan en los emigrantes o desplazados.
Tú y yo podemos hospedar al Señor en nuestras almas a diario, cuando lo recibimos en la Santa Eucaristía. Hermanas y hermanos míos, amigos y amigas, pensemos: ¿qué hospitalidad damos al Redentor? ¿Preparamos bien el corazón como esos personajes del Evangelio dispondrían sus casas antes de la llegada del Maestro? ¿Con qué detalles de cariño cuidamos al divino Huésped?
Si hablamos de la Eucaristía, no nos estamos alejando del tema de la misericordia, porque sólo un corazón que sabe tratar a Cristo y se esfuerza por amarlo cada día más, será capaz de acoger al hermano que necesita ayuda, trabajo o simplemente una atención especial.
Si cuidamos la Comunión, el Señor nos hará más generosos, más sensibles al sufrimiento ajeno, más disponibles para ofrecer nuestros medios materiales, nuestro tiempo o posibilidades a los indigentes de estos cuidados.
San Josemaría también sufrió la prueba de quien debe huir y buscar cobijo. A causa de la persecución religiosa, que se produjo en España en 1936, tuvo que refugiarse, durante largos periodos de tiempo, en diversos lugares de Madrid, en buhardillas y habitaciones angostas, en lugares extraños. Si pensaba que las personas que lo habían acogido no iban a denunciarlo, les revelaba su condición de sacerdote, y —sin miedo a poner en peligro su vida— les ofrecía la participación en los sacramentos, como la Confesión o la Eucaristía, verdaderos consuelos en aquellos meses tan difíciles. De ese modo, entre el odio y el miedo propios de un conflicto, Cristo se abría paso una vez más en el corazón de aquellas personas.
Antes de terminar este diálogo con vosotros, pidamos a la Virgen y a san José, peregrinos en Belén y emigrantes en Egipto, que nos enseñen a abrir la puerta de nuestra vida a ese Cristo que está reclamando nuestra generosidad en quienes necesitan ser acogidos.