Alfredo Valdés Blanco, el anhelo de servir mejor

Obituario de Alfredo Valdés Blanco, escrito por el párroco de San Jorge (Gijón), Javier Gómez Cuesta.

La Nueva España Alfredo Valdés Blanco, el anhelo de servir mejor (PDF)

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Si algún versículo de los salmos le viene bien a Alfredín es ése del salmo 69,10: "zelus domus tuae comedit meae" ("me devora el celo de tu templo"…). Caminaba siempre con paso ligero, casi de legionario, decidido, apurado..., si te encontraba te saludaba efusivo, pronunciaba tu nombre cariñosamente en diminutivo: "Javierín", empujaba una amplia sonrisa que abarcaba todo su rostro, te daba una palmada en la espalda y continuaba su marcha apurada hacia algún lugar donde creía que tenía que hacer algo importante. Le dominaba la convicción de que podía hacer otra cosa mejor que la que hacía, que podía rendir más en otra parte, en otro ministerio, te lo manifestaba con grandeza de corazón y te convencía con su bondad inocente para que aceptaras su propuesta. Así ocupó y sirvió en tantos ministerios, misiones, capellanías, parroquias, santuarios, sustituciones…, que su currículum, a sus 85 años, con sesenta y seis de sacerdocio vividos con intensidad y ahínco –se le notaba muchas veces tenso–, se alarga en una extensa lista de destinos, el último hace muy poco tiempo como confesor en la capilla de las Esclavas de la ovetense calle Toreno. No podía estar sin hacer algo propio de su condición sacerdotal.

Había nacido en 1931 en el seno de una familia numerosa, en la tierra de otro Valdés, Palacio Valdés, el de "La aldea perdida", en la Pola de Laviana, la parroquia que aquel memorable don Joaquín Iglesias –en tiempos de escasa escolaridad– que convirtió en sementera de vocaciones "porque si no servían pa curas o frailes o monjas, les serviría pa valerse en la vida", decía él con aquella voz cascada. Alfredo fue uno de ellos, pero con acendrada vocación y de firme espiritualidad. En los años de seminario destacó por su vida observante y cumplidora que los superiores vieron como ejemplar. De tal manera, que recibiendo la ordenación sacerdotal el 30 de mayo de 1954, año mariano por el centenario de la proclamación de Pío IX del dogma de la Inmaculada en 1854, don Ignacio Olaizola, el rector del arzobispo Lauzurica, con el que Alfredo tuvo siempre una buena amistad y le dedicó una gran admiración y agradecimiento, lo reclamó para ser el prefecto y formador de latinos (así se llamaba a los alumnos de los primeros cursos equivalentes al Bachillerato, en los que el latín era una asignatura primada) en el Seminario menor. Tenía una buena empatía con los chavales. Nueve años dedicó a esa institución formativa que le costaría disgusto dejar para ir unos meses a Panes, mi parroquia, que sufría cambios y quedaba vacante por motivo del "concurso a curatos" (era el año 1963).

Comienza entonces para él un período de nombramientos de plazos breves en diversas parroquias: Candás, Colombres, San Martín de Turón… en las que pone todo su celo, hasta que decide volver a estudiar y renovarse, eligiendo el Derecho Canónico en la Universidad del Opus de Navarra. La licenciatura que obtiene le lleva a dedicarse a los conflictos matrimoniales en el Tribunal Eclesiástico y ofrendar en Peñavera más tiempo a la Obra de Escrivá, del que es fiel simpatizante y seguidor.

Alfredo no es persona de despacho, es inquieto, de movimiento, de trato ágil y personal, y propone ir al santuario de Covadonga, que, aunque es un destino bonito y atrayente, no suele tener muchos optantes por la peculiaridad del lugar donde la afluencia es peregrina y visitante, siempre distinta. Como canónigo del real sitio pone todo su interés en cuidar la liturgia de las celebraciones, dedica tiempo al confesionario –una de sus facetas, por la que siente gran preocupación, es la de confesor–, y prepara con esmero las homilías. Fueron quince años.

La nostalgia de parroquia le obligó de nuevo a cambiar de destino. Después de unos meses en Riosa-Morcín, la amistad y trato que mantenía con el párroco de Colunga, don José Rendueles, que padecía un párkinson acusado y del que se cuentan mil anécdotas, hizo que, movido por la piedad, apuntara la idea de ayudarle como coadjutor. Así fue, quedando luego como párroco durante ocho años, una vez jubilado el singular don José. Exigente y escrupuloso en lo referente a la Iglesia, a las devociones, fiestas y celebraciones, era jovial en la calle, tratando de hablar y llamar por su nombre a todos con los que tropezaba. Se animaba y se descorazonaba con facilidad por la respuesta y comportamiento de sus feligreses. También estuvo en Avilés, en la parroquia de San Cipriano de Pillarno, donde el santo de don Porfirio hizo una labor extraordinaria y capellán del Hospital San Agustín. Ya jubilado, en los diez años últimos, vivió en Gijón, colaborando con entusiasmo en San José y en la basílica. Exhausto de fuerzas, se retira ya a la Casa Sacerdotal.

Pocas hojas de servicio ministerial están tan salpicadas y multiplicadas de nombres y de destinos tan variados como las de don Alfredo Valdés. Nunca estuvo de brazos caídos. Cuando pensaba que había dado lo que podía, buscaba otro tajo. Una enfermedad letal de digestivo puso fin a su vida. Sin duda que llegó con la maleta preparada, ahora sí, a su destino definitivo, y allí encontró al que con el corazón inquieto con tanta pasión buscaba. ¡Que el Señor le premie los mil trabajos en su viña!