7. Cómo "encajar" el Opus Dei

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

En julio de 1940 habían alquilado un piso en la calle Martínez Campos, no lejos de la Residencia de Jenner. Allá se fueron a vivir los mayores de la Obra, que formaban un pequeño grupo de intelectuales. Unos con sus estudios de carrera terminados; otros preparándose para la docencia universitaria. En ellos tenía puesta su esperanza don Josemaría para comenzar las actividades que denominaba apostolado de la inteligencia |# 197|. A juzgar por sus esperanzados cálculos y las prisas que les metía en sus trabajos, necesitaba con urgencia de cabezas apostólicas en el campo universitario. ¡Las tesis! Necesito dos docenas de doctores, recordaba con frecuencia el Fundador a los suyos |# 198|.

No bien acabó el verano de 1940, cuando don Josemaría ya había conseguido poner en marcha su acariciado proyecto. La demanda de tesis, para que hubiese doctores con título que se dedicasen a la enseñanza universitaria, no era exigencia extemporánea. Respondía, por el contrario, a uno de sus múltiples planes, animosamente concebidos y sostenidos con tenacidad. Desde que, a poco de instalarse en Madrid, hablaba en las sobremesas de la Residencia de Larra acerca de los intelectuales, estaba más y más convencido del inmenso apostolado que quedaba por hacer en ese campo. Ante los clérigos, compañeros de pensión, el entusiasta y joven sacerdote comparaba la acción de las grandes inteligencias a las aguas bienhechoras que, en la época del deshielo, bajan de las montañas y hacen fructificar los valles. Sin duda, esta idea del apostolado de la inteligencia había prendido en cuantos le escuchaban, ya que Isidoro, al dar noticias a terceros sobre el piso de Martínez Campos, escribe: «Hay varias tesis en perspectiva y se están preparando oposiciones a cátedras; también estos temas tienen que ser motivos de preocupación para todos ya que constituyen uno de los fundamentos del desarrollo de nuestro negocio» |# 199|.

Entre los intelectuales, efectivamente, se hallan las cabezas rectoras de toda sociedad. De manera que cualquier intento serio de recristianizar las estructuras sociales ha de dirigirse a ellos, si es que de verdad se pretende llegar a todos. Así lo dejó dicho y escrito el Fundador en otro lugar, dirigiéndose a los que, andando el tiempo, habían de realizar ese apostolado:

Servir a todos los hombres: tenemos, como campo de nuestro apostolado, a todas las criaturas, de todas las razas y de todas las condiciones sociales. Por eso, para llegar a todos, nos dirigimos primero —en cada ambiente— a los intelectuales, sabiendo que a través de ellos pasa necesariamente cualquier intento de penetración en la sociedad. Porque son los intelectuales los que tienen la visión de conjunto, los que animan todo movimiento que tenga consistencia, los que dan forma y organización al desarrollo cultural, técnico y artístico de la sociedad humana |# 200|.

En repetidas ocasiones, ya fuese en conversaciones privadas, ya predicando a algún grupo de profesionales, don Josemaría enseñaba incansablemente cómo hacer rendir los talentos que el hombre ha recibido de Dios, cómo crearse un noble prestigio santificando el trabajo y santificando a los demás por medio de ese trabajo. Esto es, sin hacer del empeño profesional un escalón para encumbrarse, sino peana donde ensalzar al Señor de todo lo creado. Obrando con libertad en cuanto a la orientación científica y haciéndose siempre responsable de las decisiones tomadas libremente |# 201|. En algunas de estas ideas, oídas de labios del Fundador se inspiraron varios profesionales, entre ellos José María Albareda, para presentar un proyecto de ley del que nació, en noviembre de 1939, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas |# 202|.

Mal podría, sin embargo, exigir el Padre que sus hijos se desvivieran para terminar las tesis doctorales si antes no les daba el debido ejemplo, como siempre hacía en los demás terrenos que predicaba. Consciente de lo que significaba ese empeño, en otoño de 1939 acabó sus tareas de investigación en Las Huelgas de Burgos y en otros archivos madrileños. Hazaña nada chica, por los muchos sacrificios que le impuso la falta de tiempo. El 18 de diciembre realizó, por fin, el examen de Grado de Doctor, con un "Estudio histórico canónico de la jurisdicción eclesiástica Nullius dioecesis de la Abadesa de las Huelgas de Burgos", que mereció la calificación de Sobresaliente |# 203|.

Y, por lo que hace a la labor docente, don Josemaría desempeñó el cargo de profesor en unos cursos organizados por el Ministerio de la Gobernación, de los que surgió al año siguiente la Escuela Oficial de Periodismo. Tanto el Director General de Prensa como el Obispo de Madrid poco menos que le forzaron a que se encargase de explicar la asignatura de Ética general y Moral profesional |# 204|. No duró mucho su docencia, porque a finales de 1941 las competencias en materia de Prensa pasaron a depender de la Vicesecretaría de Educación Popular. Con el cambio, se confeccionó un nuevo plan de estudios, que no incluía la asignatura de Ética. En consecuencia, don Josemaría no continuó como docente.

* * *

Con los viajes apostólicos a provincias, realizados los fines de semana, se iba tejiendo, poco a poco, una tupida red apostólica por el Centro y Norte de España. Era patente que don Josemaría quería ver establecida la Obra, cuanto antes, en otros muchos puntos de la nación. No se daba por contento con deseos vagos, antes bien toda su actividad se encaminaba a ejecutar un plan repensado en la oración, un proyecto realista y ambicioso. El grado de celeridad que imprimía al programa de expansión territorial nos lo indica un dato muy objetivo: al iniciarse el año 1940, a los nueve meses de haber entrado en un Madrid desorganizado y deshecho, tenía la Obra actividades arraigadas en Valencia, Valladolid, Barcelona y Zaragoza. Muy poco le faltaba a don Josemaría para completar sus previsiones en tiempo de guerra, pues en carta del 27 de enero de 1940 se lee: Muy pronto vamos a ir a Sevilla, Granada y Santiago. Con esto se habrá cumplido a la letra el plan de trabajo |# 205|.

Por esas fechas ya se había pertrechado de las correspondientes cartas de presentación para las autoridades eclesiásticas de aquellas ciudades. No siempre las misivas eran de tonos graves y solemnes. La firmada por el Obispo de Pamplona el 14 de enero de 1940 y dirigida al Arzobispo de Santiago, refleja algo más que el jovial humor de don Marcelino:

«El Rvdo. Sr. Don José María Escrivá, portador de la presente, es un pícaro que puede con el diablo. Le siguen muchos jóvenes magníficamente dotados, verdaderos apóstoles. Conozco el espíritu que les anima; y me tienen edificado; tanto que me considero como de su casa» |# 206|.

No le va a la zaga la dirigida el 31 de enero por el Obispo de Vitoria al Arzobispo de Granada: «Con estas letras mías se presentará D. José María Escrivá, sacerdote de Cristo y verdadero apóstol en todo el sentido de la palabra, al cual no le digo que le atienda porque pronto caerá en la cuenta de quién es» |# 207|.

Estas líneas, en que lo administrativo se mezcla a lo espontáneo, trazan, en dos brochazos, la personalidad del Fundador a juicio de los Prelados. (De seguro que no se molestaría el sacerdote porque le echasen la flor de «pícaro que puede con el diablo». Porque le bastaba releer sus propias catalinas para tropezar con una en que califica su actuación, por lo que tiene de miras sobrenaturales desligadas de todo respeto humano, como santa y apostólica desvergüenza) |# 208|. La destacada personalidad de don Josemaría adquiría, por otro lado, una creciente fama de santidad a medida que corrían de boca en boca los elogios de los Prelados. Pero esto no significaba, en modo alguno, que cuando don Josemaría les hablaba del Opus Dei y de sus apostolados captasen todos los Obispos el genuino alcance eclesial del Opus Dei |# 209|.

Tal vez don Leopoldo Eijo y Garay, más que ningún otro, se percataba de la inconmensurable novedad eclesiástica que suponía la aparición del Opus Dei en pleno siglo XX. El 2 de septiembre de 1939 el Fundador mantuvo con él una entrevista de cinco horas. Y cinco horas, de un tirón, dan mucho de sí para informar sobre un asunto concreto. En esa conversación, larga y tendida, le expuso don Leopoldo que, a su juicio, había llegado el momento de dar forma jurídica al Opus Dei. Era, pues, de esperar que don Josemaría saliera de la visita dando brincos de alborozo. Pues, no. Lo cogió con relativa frialdad y, al día siguiente, como la cosa más natural del mundo, registró el hecho en una brevísima catalina:

Día 3 de septiembre de 1939: ayer estuve con el Sr. Obispo de Madrid, charlando, cerca de cinco horas. Magnífico. Se ve que Dios lo facilita todo. ¡Lástima que yo sea obstáculo! D. Leopoldo muestra verdadero cariño |# 210|. (El Fundador se creía obstáculo, pues desde el fondo de su humildad juzgaba no estar a la altura de las circunstancias).

Andaba don Josemaría, como siempre, absorbido en sus tareas y olvidado del asunto cuando le llegó un aviso del Vicario General (probablemente la segunda vez que se lo indicaba don Leopoldo), mandándole preparar lo necesario para la aprobación oficial de la Obra. Así, con espíritu de obediencia, recoge la noticia en los Apuntes: Laus Deo! Lo haré. Sin embargo, me parece como si no tuviera prisa |# 211|.

Ciertamente, no se desprende tampoco gran entusiasmo de esta anotación. Pero ahora, ante un segundo aviso, secundado por el parecer de su confesor, el P. Sánchez, don Josemaría no podía desentenderse del asunto. De manera que se puso a preparar el expediente para la aprobación, cayendo entonces en la cuenta de la razón de su anterior desgana, es decir, de aquella especie de desinterés por algo que tomaba como mero trámite administrativo. Don Josemaría consigna sus reflexiones en los Apuntes:

Sólo me explicaba la desgana que venía sintiendo para hacer los reglamentos, que he de llevar al Obispado, como una prueba exterior más de la divinidad de la Obra: si fuera cosa humana, me habría precipitado con apresuramiento a colar esos papeles —ahora que todo es facilidad— y obtener la aprobación oficial. Como es todo cosa de Dios y Él quiere que salga adelante hasta el fin, sobran los apresuramientos. La Obra comenzó el 1928, día de los Santos Ángeles Custodios, y tiene eternidad. ¡Mientras haya hombres viadores, habrá Obra! |# 212|.

Don Josemaría se puso a trabajar y, luego de hacer un índice de materias, distribuyendo el contenido de los documentos en fichas, encargó a algunos de sus hijos —Álvaro, Juan Jiménez Vargas, Ricardo Fernández Vallespín y Chiqui— que se lo ordenasen |# 213|. Muy avanzado estaba el trabajo cuando, a fines de junio de 1940, mostró al Fiscal eclesiástico de la diócesis —don José María Bueno Monreal— los documentos preparados: Reglamento, Régimen, Ordo, Costumbres, Espíritu y Ceremonial de la Obra. Estudiando juntos lo que tenían a la vista, tuvieron ambos que reconocer que no existía ropaje jurídico apropiado para vestir aquella viva realidad eclesial |# 214|. Situación de embarazoso estancamiento, que el Fundador describe en estas pocas palabras: Estamos en el grave problema de encajar el Opus Dei en el Derecho Canónico |# 215|.

El tropiezo a la hora de definir y perfilar jurídicamente la figura del Opus Dei no constituyó sorpresa alguna para don Josemaría. Era algo ya vislumbrado desde los primeros comienzos. Y así, a poco de nacer el Opus Dei, previendo que algún día tendría que ser sometido al examen y aprobación de la autoridad eclesiástica, consideró preciso determinar claramente los campos de acción de sus miembros |# 216|. Aquel joven sacerdote con una misión universal que cumplir era testigo del impetuoso soplo del Espíritu Santo, que echaba abajo, delante de él, las barreras con que teólogos y canonistas venían acotando los diferentes terrenos de apostolado en casi dos milenios de Historia eclesiástica. De manera que don Josemaría, armado de vigor apostólico, se sentía impulsado a escribir, ya en 1930, y como pidiendo disculpas: Comprendo que el fervor, un celo, por la gloria de Dios, como un ciclón, nos lleva a querer estar, por Él y para Él, en todas partes |# 217|.

Desde el principio de la fundación recogía dócilmente las inspiraciones divinas en sus Apuntes, testimonio patente del soplo del Espíritu. Y, cuando las releía, le dejaba asombrado su magnitud de miras, porque del germen universal de la Obra nacían infinitos campos de acción, prometedores y sin fronteras. El Fundador intentaba enmarcarlos en cuadros sinópticos, especificando variedad de apostolados; y llenaba cuartillas:

Cuando repaso estas cuartillas —escribe—, me asusto de ver lo que Dios hace: yo no pensé ¡nunca! en estas Obras que el Señor inspira, tal como van concretándose. Al principio, se ve claramente una idea vaga. Después es Él, Quien ha hecho de aquellas sombras desdibujadas algo preciso, determinado y viable. ¡Él! Para toda su gloria |# 218|.

Con los años, aquellos complejos esquemas, donde se pretendía abarcar apretadamente la misión apostólica, fueron sintetizándose.

Es claro que la novedad del mensaje de la Obra, y el carácter de secularidad que comporta, reclamaban un peculiar régimen jurídico. Cualquiera de sus futuras e imprevisibles realidades apostólicas resultaría incompatible con la pretensión de dictar normas y reglamentos por adelantado, pretendiendo encerrar en la letra el curso desbordado de la vida. De trecho en trecho deja constancia de ello el Fundador en sus Apuntes. Así, por ejemplo, se lee en una catalina:

En este año de 1936 hemos comenzado a vivir la vida de pobreza con más perfección. Se ve lo que tantas veces he dicho: que es inútil hacer reglamentos, porque ha de ser la vida misma de nuestro apostolado la que, a su tiempo, nos irá dando la pauta |# 219|.

Y, precisamente el mismo día en que esto anotaba, daba vueltas en su cabeza a la conveniencia, o no, de pedir la aprobación de la Obra:

Indudablemente —escribe—, todas las apariencias son de que, si pido al Sr. Obispo la primera aprobación eclesiástica de la Obra, me la dará [...]. Pero, (es asunto de tanta importancia), hay que madurarlo mucho. La Obra de Dios ha de presentar una forma nueva, y se podría estropear el camino fácilmente |# 220|.

Vino después la guerra civil española. Pasó la guerra y don Josemaría, lanzado a predicar la grandeza del sacerdocio al clero diocesano y las exigencias de la vocación cristiana a los laicos, se vio un día inesperadamente sorprendido por el mandato del Sr. Obispo de Madrid para preparar la aprobación de la Obra. En vano buscaba una solución jurídica. No la hallaba por la simple razón de que no existía. El asunto quedó estancado, mientras corría el calendario.