5. La unidad de vida

Libro escrito por Dominique Le Tourneau sobre la estructura y el espíritu del Opus Dei

El cristiano —recordaba Escrivá de Balaguer— tiene una tarea esencial que realizar en la tierra: santificarse. Está llamado a santificarse rezando, en su vida de casado, de padre o de hijo, en sus estudios o en su trabajo profesional (que puede ser también la búsqueda del trabajo, si está en el paro), en la salud y en la enfermedad, haciendo apostolado con sus colegas y amigos, en sus ocios y en sus momentos de descanso, en sus elecciones culturales, asociativas, políticas, deportivas, etc.

Todo eso debe confluir y entretejerse en una unidad de vida. En una homilía pronunciada en 1967, en el campus de la Universidad de Navarra, el fundador afirmaba con energía: “¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y esa es la que tiene ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible lo encontraremos en las cosas más visibles y materiales.” Y concluía: “No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca” (Conversaciones..., 114).

Decía Juan Pablo II a propósito de los fieles laicos: “En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida «espiritual», con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida «secular», es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El sarmiento arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de su actividad y de su existencia. En efecto, todos los distintos campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el «lugar histórico» del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo concreto —como por ejemplo, la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura— son ocasiones providenciales para un «continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad»”. (Exhortación apostólica Christifideles laici, 59).

 El fundador insistía en que “en el Opus Dei es necesaria, para los hijos de Dios que Él ha llamado a su Obra, la unidad de vida. Una unidad de vida que tiene simultáneamente dos facetas: la interior, que nos hace contemplativos; y la apostólica, a través de nuestro trabajo profesional, que es visible y externa” (Carta, 9-I-1932, n. 14, en El itinerario jurídico del Opus Dei, p. 43).

 “Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención” (Es Cristo que pasa, 183).

Esta identificación con Cristo se realiza ante todo en la Santa Misa, que San Josemaría califica de “centro y raíz de la vida espiritual” del cristiano.

El fundador del Opus Dei veía en el Sacrificio de la Misa, junto con la renovación incruenta del Sacrificio de Cristo en el Calvario, la acción de cada bautizado, con alma sacerdotal, estrechamente unido a su Redentor.

El “alma sacerdotal” se deriva del sacerdocio común de todos los fieles que impulsa a transformar la vida entera en una continua alabanza a Dios: en cierto modo, cada uno dice su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará de nuevo veinticuatro horas, y así sucesivamente hasta el final de su vida.

La Santa Eucaristía permite dar su auténtico sentido a las dificultades de la vida, unidas al Sacrificio de Cristo: "Lo he repetido miles de veces, porque pienso que estas ideas deben estar esculpidas en el corazón de los cristianos: cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra.

No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso. Nosotros colaboramos como Simón de Cirene que, cuando regresaba de trabajar en su granja pensando en un merecido reposo, se vio forzado a poner sus hombros para ayudar a Jesús. Ser voluntariamente Cireneo de Cristo, acompañar tan de cerca a su Humanidad doliente, reducida a un guiñapo, para un alma enamorada no significa una desventura, trae la certeza de la proximidad de Dios, que nos bendice con esa elección." (Amigos de Dios, 132).