5. Estancia en Barcelona

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Llevaban tres días en Barcelona y el optimismo del Padre iba en aumento, a juzgar por el tono de las noticias que enviaba sobre el paso a Francia. Hay muy buenas impresiones, comunica de entrada a Isidoro el domingo 10 de octubre. Voy mejorando, pero lentamente, aunque seguro, le escribía en una tarjeta del 12 de octubre, dándole a entender que el plan iba adelante |# 106|. Y el miércoles, día 13, en larga carta a Isidoro, luego de informarle que dentro de pocos días piensa acabar el viaje, aunque puede alargarse un poco, expone su nuevo plan. Era idea del Padre organizar una segunda expedición con todos los miembros de la Obra que estaban refugiados en Madrid. Para ello debían tener en regla la documentación para juntarse en Valencia, tan pronto recibiesen instrucciones de Pedro Casciaro. Luego, previendo su próxima partida de Barcelona, cierra la carta a Isidoro con estas cautelosas líneas, seguro de su marcha:

Quizá me vaya antes de recibir carta suya. Rogaré a una buena amiga que reciba ella la contestación y me la remita. Por tanto, no me escriba al hotel, sino a la dirección que luego le pondré.

Saludos cariñosísimos, y les abraza, con recuerdos a Don Manuel y a su Madre

Mariano

ponga la contestación a

"Cecilia Sánchez.

República Argentina 60.

Barcelona."

Puede V. poner dentro otro sobre abierto, que diga:

"Suplicada

Para Mariano" |# 107|.

La decisión tomada por el Padre ese miércoles, 13 de octubre, imprevista, tuvo sus consecuencias. Porque al tiempo que escribía esta carta a Isidoro, designando a Pedro Casciaro como coordinador de una segunda expedición, envió a Valencia un telegrama, invitando a Pedro a pasarse por Barcelona al objeto de exponerle al detalle su pensamiento y para que conociera personalmente a Mateo y demás intermediarios. Sólo así se explica que ese miércoles por la tarde, Pedro y Paco, alarmados a la vista del telegrama, interpretasen que el deseo del Padre era que Pedro se sumase sin tardanza a la expedición que iba a salir de Barcelona. El telegrama, como es lógico, no daba demasiadas explicaciones. Inmediatamente hizo Pedro los preparativos. Se agenció unos papeles de la Dirección General de la Remonta y rellenó un oficio para procurarse la lista de embarque y coger ese mismo día el tren de las once de la noche para Barcelona |# 108|.

Cuando Juan regresó al "Centric Hotel" con la cara larga, aspecto cansado y el periódico partido por la mitad debajo del brazo, llevaban tres horas esperándole. Contó la historia de su fracaso. El intermediario no había aparecido. (Aparente adversidad, como se verá. Esa expedición de fugitivos fue, muy probablemente, una de las expediciones fallidas).

Así pues, de momento la salida de Barcelona se posponía. Como no andaban sobrados de dineros pensaron en dejar el hotel e irse a la pensión de doña Rafaela, en la Gran Vía Diagonal, 371, donde podían estar al resguardo de denunciantes |# 109|. Efectivamente, el 14 de octubre se fueron todos, menos Albareda, a la pensión de doña Rafaela, viuda de Cornet, mujer ducha en el trato con transeúntes y conocedora de la condición sacerdotal de don Josemaría. Ese mismo día se presentó Pedro Casciaro en Barcelona. El Padre le puso en antecedentes de los intermediarios y del plan de una segunda expedición; y por la noche regresó otra vez por tren a Valencia. Al aparecer en el cuartel le premiaron conforme a sus méritos: dieciséis días de calabozo |# 110|.

La carta del Padre del día 13 causó el consiguiente revuelo cuando Isidoro fue transmitiendo a los demás miembros de la Obra las indicaciones para reunirse en Valencia con Pedro. Pero las gestiones se pararon al recibirse, fechas más tarde, la información que daba Pedro Casciaro desde el calabozo. (En realidad en aquel edificio habilitado para cuartel no existía tal calabozo; tuvieron que acomodar un cuarto especial para el recluso).

Isidoro, en carta del 21 de octubre, tratando de rectificar el malentendido de una inmediata reunión en Valencia, comunica a los de Madrid: «El abuelo llamó a Perico para que fuese a Barcelona. A su regreso a Valencia escribe diciendo que "dentro de 10 ó 12 días estarán en casa de José Ramón, se necesita tener 30 años y disponer de tres libros; por ahora no es la cosa viable, veremos para más adelante" [...]. Hasta aquí son frases del abuelo retransmitidas por radio Pedro» |# 111|.

Quedaban, pues, enterados los de Madrid de que, al fallar el intermediario Vilaró, retrasaban la salida de Barcelona; que para ir a casa de José Ramón, debían disponer de 3000 pts. por persona; y que no abandonaran todavía Madrid. (José Ramón Herrero Fontana era el más joven de los hijos del Padre en la Obra. El comienzo de la guerra civil le había cogido en zona nacional. Su madre y hermano quedaban en Madrid, en la plaza de Herradores, donde estuvo refugiado don Josemaría. «La casa de José Ramón», burlando la censura, equivalía a libertad, y a zona nacional).

La docilidad de Pedro, que ante un posible requerimiento por parte de la Obra se había jugado el todo por el todo, no dejó de impresionar al Padre, que se quedó rumiando sus viejas preocupaciones. No en cuanto a la suerte de sus hijos, que sabía en manos de Dios, sino por los riesgos a que se exponían. El caso es que el Señor permitió que le asaltaran de nuevo las dudas y se turbara su alma, otra vez, con el pensamiento de que dejaba cobardemente abandonados en Madrid a quienes más necesitaban de él.

Era el 15 de octubre. Se encontraba solo con Juan en la pensión cuando manifestó a éste, con decisión tajante, que se volvía a Madrid, pero que los demás tenían que seguir el plan previsto. «Fue sin duda el peor momento que he pasado en mi vida —confiesa Juan—, y al cabo de los años lo recuerdo como si no hubiera pasado el tiempo» |# 112|. ¿Qué iba a decir a los demás cuando volviesen a casa?

Media hora más tarde estaba el Padre de vuelta. Sin duda había visto claramente cuál era la voluntad de Dios, y que su deber era continuar la empresa, a pesar de obstáculos y peligros. «Fue impresionante —continúa Juan— la humildad con que me pidió perdón por el mal rato que me había hecho pasar. Entonces no les conté a los demás nada de lo ocurrido» |# 113|.

Gracias a las indicaciones de doña Pilar o de don Pascual Galindo, y a su propia determinación, don Josemaría dio con el paradero de Pou de Foxá, el sacerdote catedrático de Derecho Romano en Zaragoza, fiel amigo y consejero. Ese encuentro fue el bálsamo que necesitaba, como escribe a Isidoro días más tarde:

Barcelona — 20-oct.-1937

Mi buen amigo: He recibido tus letras. Mucho siento la muerte de D. Ramón, aunque la esperaba: haz presente, a esa querida familia, la gran parte que tomo en su pena.

Nos acordamos siempre de todos. Que se cuide la abuela y sus peques. Pronto veremos a José Ramón.

Di a Lola que charlo bastantes ratos con Pou: están bien.

Tardaré bastante en volver a escribir.

¿Recibisteis carta de Periquillo?

Os abraza cariñosamente

Mariano |# 114|.

El Padre celebraba misa casi a diario en la pensión de doña Rafaela; algunas veces, en casa de la familia Albareda, con asistencia de otras personas. Luego guardaba consigo el Santísimo, para dar de comulgar a quienes no habían podido asistir a misa. Esas reuniones clandestinas, en grupo, no estaban exentas de peligro. Doña Rafaela —tal vez por indicación del sacerdote— solía quedarse entonces vigilando en el pasillo, por si llamaban a la puerta |# 115|. (Ya se había servido de esta cautela al decir misa en el sanatorio de Suils o en la pensión de doña Matilde en Madrid).

Mientras se esperaban noticias de "Mateo el lechero", don Josemaría llenaba las horas libres con su creciente dedicación ministerial. Al igual que en Madrid, existía en Barcelona una red clandestina de eclesiásticos que se jugaban la vida administrando los sacramentos a los fieles |# 116|. Pero no siempre era fácil establecer contacto con ellos. Un buen día Tomás Alvira se encontró en la calle con Gayé Monzón, un amigo de Zaragoza, cuya madre vivía en Badalona y no había hallado aún sacerdote con quien confesarse, desde 1936. Fijada una fecha, salieron don Josemaría y Tomás para Badalona, con Gayé Monzón. Bajaron del autobús; y caminando de cara al mar, el sacerdote recitaba en voz alta el "Salve, Regina, Mater misericordiae..."

Al caer la tarde, doña Pilar Monzón se despedía de Tomás, encareciendo que «le había dicho el Padre cosas para su vida espiritual que nunca le habían dicho» |# 117|.

Tomás era hombre de buenas relaciones sociales. A poco de llegar a Barcelona se enteraron por la prensa del nombramiento de Pascual Galbe Loshuertos como magistrado de la Audiencia de Cataluña, en representación de la Generalitat, es decir, de la suprema autoridad catalana. Pascual había sido compañero de Tomás, en el Instituto de Zaragoza, durante todo el bachillerato. También el Padre recordaba a Pascual, que había sido antiguo compañero de la Facultad de Derecho, con fama notoria de ateo. La última vez que se habían visto había sido en Madrid tiempo atrás. Venía Pascual en un tranvía que pasaba a la altura de la Glorieta de San Bernardo, cerca del Hospital de la Princesa y no lejos de la Academia Cicuéndez, cuando he aquí que, al ver al sacerdote, se tiró en marcha para dar un abrazo a su amigo |# 118|. Sin duda, tenía un corazón grande como para no avergonzarse de manifestar así su afecto por un sacerdote en aquellos tiempos, y en plena calle.

Pero las circunstancias habían cambiado a peor; ¿cómo reaccionaría ahora? Tomás, confiado también en su vieja amistad, y de acuerdo con el Padre, se presentó un día en la Audiencia. El magistrado no pudo contener su emoción al ver a su antiguo compañero. A lo largo de la conversación, en el momento oportuno, le informó Tomás de que don Josemaría estaba también en Barcelona y quería verle. — ¡Aquí, no! ¡Aquí, no! —exclamó alarmado—. Mejor que venga a comer a mi casa |# 119|.

Concertada la visita por teléfono, don Josemaría, que, como sabemos, no andaba sobrado de pesetas, compró unos juguetes para los dos chicos de Pascual y, acompañado de Juan, se presentó en casa del magistrado. Al verse se dieron un gran abrazo los dos amigos. La comida fue cordialísima; y una vez acabada, retirados la mujer y los hijos, la conversación se hizo íntima:

— ¡Qué alegría verte, Josemaría! No sabes cuánto he sufrido, porque creí que te habían matado.

Ofreció luego a su amigo la posibilidad de quedarse en Barcelona, ejerciendo como abogado y con documentación que garantizaba su seguridad personal. Le agradeció el sacerdote la oferta, pero no la aceptó:

— No la he ejercido antes, porque me interesaba sólo ser sacerdote, ¿y voy a hacerlo aquí, donde me dais un tiro por el solo hecho de ser cura? |# 120|.

Don Josemaría le explicó que estaba allí para pasarse a la otra zona. Pascual trató entonces de disuadirle, haciéndole reflexionar sobre el rigor de los controles de la zona fronteriza y la rigurosidad de los castigos. A los detenidos en la fuga se les aplicaba la pena de muerte. Viendo que no le convencía se le ofreció incondicionalmente; si tenía la mala fortuna de ser detenido, que no dejara de pasarle aviso.

Abrió Pascual el corazón al amigo. Le confesó su desengaño político. Estaba pasándolo mal. Los anarquistas le habían puesto un guardaespaldas. Más para vigilarle que para protegerle, pues desconfiaban de él. El sacerdote le habló de Dios, tratando de avivar en aquella alma la fe y la esperanza. Se resguardaba el magistrado en los viejos tópicos y prejuicios de quien ha malgastado imprudentemente sus reservas intelectuales. De su optimismo no quedaban ya ni los rescoldos y su esperanza era una luz mortecina. Seguía Pascual manejando los argumentos de antaño.

— Mira, hijo, tú, para decir eso —le interrumpió el sacerdote—, te has leído unos cuatro o cinco libros, que no tenías que haber leído. Pero para tener un mínimo de cultura teológica hay que leer muchas cosas más. Cuando hayas leído todo lo que te hace falta, podrás opinar |# 121|.

Se le saltaron las lágrimas a Pascual... Quedaron en verse otro día en su despacho. Al tiempo de esa segunda entrevista se estaba celebrando en la Audiencia el juicio contra algunos que habían apresado antes de llegar a la frontera con Andorra. Los juzgaron y fueron condenados a muerte. — «Ya ves lo que te espera», le dijo Pascual. Y como el espectáculo no hiciese mella en la decisión del sacerdote, insistió: — «Si te cogen, di que eres hermano mío» |# 122|.

* * *

Desde el día en que Vilaró les había dado el plantón, dependían enteramente de "Mateo el lechero". De vez en cuando, con muchas precauciones, se acercaban en busca de noticias. Mateo, bonachón y tranquilo, les recomendaba calma, mucha paciencia. Llevaban así más de una semana en Barcelona, cuando un día Mateo les indicó la pista de otro de los que andaban metidos en las operaciones de fuga. Se llamaba Rafael Jiménez Delgado. Era un militar provisto de documentación de la Unión General de Trabajadores (U.G.T.), y con la imaginación superpoblada de ideas y proyectos de evasión. Fueron a verle a su casa. Como pudieron comprobar, no le faltaba ingenio ni recursos para la aventura. Los más de sus planes eran irrealizables, cuando no peligrosísimos y descabellados |# 123|.

El 22 de octubre Mateo les dio excelentes noticias. La expedición de salida era ya asunto resuelto, y a muy corto plazo. De un día a otro llegaría a Barcelona un tal Pallarés, compañero del hijo de Mateo, hombre de pelo en pecho. Ante esta firme promesa de Mateo, Juan, por encargo del Padre, se fue a Valencia a fin de traerse consigo a Paco y Pedro Casciaro para que se incorporasen a la expedición |# 124|.

El domingo, 24 de octubre, aparecía en la prensa catalana una alarmante noticia. La vigilancia de la frontera de los Pirineos había sorprendido a una de las expediciones. La Vanguardia de Barcelona destacaba el suceso a grandes titulares: — «Cómo fueron capturados nueve fugitivos. Uno quedó muerto y otros tres heridos». Publicaba luego los pormenores facilitados por el agente de vigilancia Mateo Badía, de la plantilla de Seo de Urgel. Finalmente, cerraba la referencia con un párrafo encomiástico: — «El jefe superior de policía, coronel Burillo, en cuanto tuvo conocimiento del servicio prestado por el agente Mateo Badía, telegrafió al ministro de la Gobernación, proponiéndolo para un ascenso» |# 125|.

(Según el cálculo de fechas de las expediciones que salían hacia la frontera de Andorra, era muy probable que se tratara de la organizada por Vilaró, el que faltó a la entrevista con Juan Jiménez Vargas. La publicación de la "hazaña" del agente Badía muestra que también los enlaces de las expediciones eran gente dura y sabían defenderse. Muchos de ellos eran contrabandistas profesionales y, otros, activistas valientes, como Pallarés).

Al reforzarse la vigilancia en los puestos de frontera desaparecieron como por ensalmo las huellas de los intermediarios y se evaporaron hasta los más leves indicios de organizaciones clandestinas. Y no era por miedo. (Mateo estuvo a punto de caer en manos de la policía; a finales de noviembre pudo huir a Argentina, donde se quedó hasta el final de la guerra. También a finales de diciembre, tratando de salvar a uno de los heridos de su expedición, fue capturado Pallarés, al que poco después fusilaron) |# 126|.

Por fuerza se imponían unos días de espera y preparativos. El Padre y los suyos tenían que entrenarse en previsión de las largas marchas de montaña que les aguardaban. A diario se echaban a la calle, subiendo y bajando las empinadas cuestas de Barcelona, del puerto al Montjuic o del casco viejo al Tibidabo. Los últimos días de octubre hizo muy mal tiempo. Frío y lluvias. Pensando en los fríos y nevadas de montaña compraron unos impermeables y algo de ropa de invierno.

Su otro enemigo físico era el hambre; nada fácil de aplacar, porque no tenían dinero para comer. La última comida digna de tal nombre la habían hecho, muy excepcionalmente, para festejar el día de San Rafael, 24 de octubre; les costó 15 pesetas por persona. Ese día tuvieron también los huéspedes un rumboso gesto con doña Rafaela. Le regalaron, por sugerencia de don Josemaría, un ramo de flores. Fineza que hacía tiempo no había recibido la viuda, y menos por parte de las gentes que allí solían hospedarse |# 127|.

Los dineros escaseaban, aun antes de haber satisfecho los honorarios —vamos a llamarlos así— a los organizadores de la expedición. Cada día de espera suponía una puñalada en los ahorros. Haciendo cálculos vieron que, si les exigían 2.000 pesetas por persona, no les alcanzaba para enrolarse. Ésa era la cantidad señalada por Mateo, pero con una escrupulosa condición adicional: que las 2.000 pesetas tenían que ser de las "buenas". Esto es, en billetes del Banco de España de las series en circulación antes del 18 de julio de 1936, que eran moneda legal en la otra zona. Por tal razón, los "billetes buenos" eran conocidos y codiciados, siendo insólito el toparse con uno de ellos en circulación. Señal evidente de que gran parte de la población en zona republicana esperaba el triunfo de los nacionales o se armaba de prudencia ante el futuro.

Se imponía el buscar dinero cuanto antes; y, además, del bueno. Lo sorprendente es que lo encontraron; y que todo sucedió de modo providencial. En efecto, fue Francisco Gayé, el amigo de Tomás Alvira, hijo de la maestra de Badalona a quien confesó don Josemaría, quien les resolvió la papeleta en buena parte. Era Gayé empleado del Banco Hispano-americano y, ante las presiones y ruegos persuasivos de Tomás, se aventuró a escamotear billetes "buenos", cambiándolos por otros. Actuó con valentía, movido por la fe de Tomás, si bien el control de aquellos billetes se llevaba con estrechísima vigilancia en los bancos |# 128|. (Tomás no era aún de la Obra, pero, por sintonía con los demás, estaba acostumbrándose a que las intervenciones de los Ángeles Custodios, en tiempos tan revueltos, estuvieran a la orden del día) |# 129|.

El 25 de octubre, cuando Juan se presentó de improviso en Valencia, se llevó una sorpresa mayúscula. No sabía nada de la condena de Pedro, a quien faltaba una semana para verse libre. Fue con Paco Botella a visitar al recluso. Allí, sobre la marcha, y por su cuenta y riesgo, decidieron salir hacia Barcelona el mismo día en que pusieran en libertad a Pedro y que Juan se fuese, entre tanto, a Daimiel. En este pueblo de la Mancha estaba escondido Miguel, también de la Obra y hermano de Lola Fisac, como queda dicho. Llevaba más de un año oculto en el desván de casa de sus padres, de modo que la operación de su rescate presentaba algunos riesgos, por carecer de documentación y por falta de ejercicio físico durante los meses de encierro. Lo primero tuvo más fácil remedio, pues se le extendió un permiso con los impresos sellados de la Dirección General de la Remonta que Pedro guardaba en su casa |# 130|.

El 27 de octubre fue Juan a Daimiel y el 30 estaba de vuelta en Valencia con Miguel, que venía pálido como un cadáver. El 31, a las nueve de la mañana, pusieron en libertad a Pedro, no sin una fuerte admonición del Comandante, que le amenazó con un castigo ejemplar en caso de reincidencia. Pedro, con visible compunción, le aseguraba que aquello no se repetiría |# 131|. (Probablemente pensaba no repetir su estancia en el calabozo, porque la deserción estaba fija ya en su voluntad desde su regreso de Barcelona).

El día 2 de noviembre, a las ocho de la mañana, cuando el Padre estaba acabando la misa, se presentaron los cuatro de Valencia en la pensión de doña Rafaela. Luego explicaron sus aventuras y deserciones, y la crecida del río Ebro, que se desbordó en Amposta. La inundación les obligó a pasar allí la noche, teniendo que ir a la mañana siguiente a tomar el enlace ferroviario en la otra ribera. Para evitar sospechas se distribuyó a los nuevos huéspedes; tres de ellos fueron a vivir a una casa de la calle República Argentina que les buscó la viuda de Montagut |# 132|.

Como aconsejaba "Mateo el lechero", no cabía otra solución sino esperar condiciones más favorables. Para complicar y empeorar las cosas, en la última semana de octubre se habían salido de madre los ríos de Cataluña, provocando inundaciones por todas partes. El Padre, en una tarjeta del 30 de octubre, se lo decía muy pacientemente a Isidoro: Mi estimado amigo: — Dos letras de saludo, y decirles que, con las lluvias, he retrasado mi viaje cuatro o seis días |# 133|.

Para alargarlo aún más, el 31 de octubre se produjo el traslado del Gobierno republicano, de Valencia a Barcelona, recrudeciéndose el dispositivo policial por el incremento de la influencia comunista |# 134|. No era infrecuente ver en la prensa notas como la de La Vanguardia del 31 de octubre: «El orden público: Los indocumentados. Por indocumentados han sido detenidos por la Policía unos ochenta individuos que se encontraban en varios cafés, frontones, cabarets, y otros lugares de esparcimiento». Lo más próximo a la indocumentación eran los permisos militares caducados de que venían provistos los valencianos, gracias a los buenos oficios de Pedro; aunque éste, naturalmente, no pudo prever que la estancia en Barcelona hubiera de prolongarse tanto. El siguiente escalón eran los salvoconductos con plazos vencidos. Éste era el caso de los de Madrid, que tampoco se imaginaban que iban a pasar allí un mes de espera.

No hubo, por tanto, más remedio que esmerarse en borrar fechas, sustituyéndolas por otras de mayor actualidad. En esta operación fue inestimable la cooperación de un tío de Tomás Alvira, que trabajaba en la administración de un hospital y tenía allí oficina propia |# 135|. Con una buena disolución de tinta, y con una máquina de escribir del mismo tipo de letra, hicieron los arreglos. Algunos documentos, como el salvoconducto del Padre y el de Tomás, tuvieron fácil enmienda, pues su validez era por treinta días a partir del 5 de octubre. Bastó poner un 2 delante del 5 para prorrogar su validez hasta el 25 de noviembre. Los permisos militares, en cambio, solían darse por muy pocos días, especificando fechas. De suerte que a mediados de noviembre los papeles habían sufrido más de una raspadura. Es obvio advertir que no todos esos documentos hubiesen pasado una exigente inspección de la policía. El Padre, cuando las cosas parecían no tener arreglo humano, recurría indefectiblemente a los Ángeles Custodios y enseñaba a los suyos a hacerlo así. Como dice Juan, alguna de aquellas intervenciones fue más que «espectacular» |# 136|.

A todo esto, Mateo seguía dándoles esperanzas. Estaba organizada ya una nueva expedición. Adelantándose con el deseo, el 6 de noviembre el Padre envió una tarjeta a Isidoro: Supongo que toda la familia estará bien. Aquí están encantados, y, de un momento a otro, saldrá el abuelo a casa de José Ramón, con sus siete nietecillos |# 137|.

La partida del abuelo, de un momento a otro, se retrasó un par de semanas. La guerra de nervios les cogía, además, con el estómago vacío. No tenían cartillas de racionamiento, ni era prudente tratar de conseguirlas. Siempre era posible, por supuesto, comprar víveres en el mercado negro, pero estaban faltos de dinero. Lo único que les sobraba era hambre. Hacían una sola comida al día, y muy escasa. Eran convenientes, así y todo, los ejercicios de marcha para entrenarse; aunque las caminatas, por su consumo de energías, no resultaran muy compatibles con el hambre |# 138|.

Por descontado que también pasaban hambre otras muchas personas. Este dato, en rigor, no servía de consuelo, pero movía a compasión. Al Padre le daban mucha lástima los dos sobrinitos de José María Albareda, que vivían con la abuela Pilar. Cuando el sacerdote desayunaba en un bar, los días que desayunaba, le solían dar una cocción de malta, sucedáneo del café, y un par de galletas saladas, que guardaba para los niños.

— Entretén a esas criaturas, le decía a Pedro.

Y Pedro, armado de papel y lápiz, les preguntaba que querían que les pintase. A los niños no les apetecía otra cosa que lo comestible. Un día les pintó un plato con un par de huevos fritos, a los que añadió, generosamente, unas apetitosas salchichas. Los pequeños daban brincos de alegría. En un aparte hizo el Padre una compasiva reflexión al dibujante:

— ¿Pero no te das cuenta, hijo mío, que es una crueldad mental dibujarles eso a estos niños hambrientos? |# 139|.

Ir por la calle en grupos de cuatro o cinco era peligroso, pues llamaba la atención. Mas el Padre cuidaba de que, con cierta frecuencia, se reuniesen todos en tertulia familiar en alguna de las pensiones en que estaban alojados. Eso constituía un evidente peligro. Por otro lado, sin embargo, era un medio para dar ánimos y evitar que alguno decayera en su vida espiritual o se dejara invadir por la depresión |# 140|. En el Padre residía, indudablemente, el alma y nervio del grupo. No así por lo que miraba a la organización material, en que de modo expreso les anunció que lo suyo era obedecer: «Uno de los primeros días de estancia en Barcelona —refiere Paco Botella— el Padre nos comunicó que, para efectos de la salida de la zona roja, se ponía como un niño en manos de Juan y que estaba decidido a seguir sus indicaciones. En efecto, era frecuente ver que Juan y el Padre hablaban a menudo a solas» |# 141|.

A mediados de noviembre Mateo señaló en firme la fecha de partida. Saldrían de Barcelona el día 19, viernes. Hizo también las indicaciones pertinentes sobre el medio de transporte, las paradas y las contraseñas para darse a conocer a los enlaces. De acuerdo con tales instrucciones se amañaron por última vez los documentos con los añadidos precisos, si es que los papeles permitían esta nueva manipulación. Algunos salvoconductos, como el del Padre, tuvieron fácil arreglo. Bastó añadir a máquina, en el espacio libre, el nuevo destino del viaje |# 142|.

Los preparativos de última hora se hicieron mirando mucho la peseta. Habían comprado alguna que otra cosa para el botiquín de viaje, más seis impermeables, varios pares de alpargatas y unas botas para el Padre. Éste, que iba todavía con chaqueta y corbata, a tono con su cargo de Intendente, tuvo que cambiar muy pronto de indumentaria |# 143|.

Llegó la hora de las despedidas. El Padre envió varias cartas y postales: a Isidoro, al Cónsul de Honduras y dos tarjetas a Lola Fisac. La segunda de ellas decía:

Barcelona — 19-nov.-937

Mi estimada amiga: Cuatro letras, para decirte que hoy sale el abuelo con sus nietas, para casa de José Ramón. Él dice que te escribirá dentro de un mes.

Te abraza

Josemaría |# 144|.

Luego se despidió de "Mateo el lechero", demostrándole su profundo agradecimiento. También doña Rafaela sintió la marcha de sus huéspedes. No olvidaría el miedo que pasaba con sólo imaginarse que podían coger al sacerdote diciendo misa. No pensemos que se trataba de mujer pazguata y timorata, ni falta de memoria, porque a los ochenta y cinco años todavía recordaba al Padre como persona «muy prudente», y fina en el trato social |# 145|. Indudablemente, a doña Rafaela le impresionó el orden y delicadeza que en todo mostraba el sacerdote; pero también algo más, no fácil de explicar: la elegante distinción de su naturaleza. Este modo de ser y comportarse llamaba entonces la atención, entre otras cosas, por lo que tenía de señorío |# 146|. Es digno de mencionar, por ejemplo, el que, después de mucho recorrer Barcelona buscando restaurantes o casas de comida con precios al alcance de su bolsillo, el Padre y los suyos viniesen a parar en dos establecimientos a propósito para comer tranquilos. Uno de ellos era un figón sórdido y mugriento. El otro, un modestísimo local sito en la calle Tallers, 64, con el rótulo: "Bar Restaurant l'Aliga Roja". En este restaurante las mesas tenían mantel, los cubiertos estaban limpios; y los precios, casi a la par con los del figón. Pero todos preferían aquel lugar cochambroso, donde las cantidades eran más abundantes; digamos, ligeramente más abundantes. Todos menos el Padre, a quien la limpieza y la sencillez de "L'Aliga Roja" invitaban a sentirse a gusto. Con todo, haciéndose cargo de la tendencia general, se dejaba arrastrar casi siempre por sus hijos, de muy buena voluntad, al local de los platos copiosos |# 147|.