4.5. Tuy, febrero de 1945

"Al paso de Dios" es una biografía de San Josemaría escrito por François Gondrand

-Sor Lucia: con todo lo que hablan de usted y de mí, ¡si encima nos vamos al infierno!

-Verdaderamente, tiene usted razón.

La vidente de Fátima se ha quedado un momento pensativa, antes de pronunciar estas palabras. Al Fundador del Opus Dei, por su parte, le ha sorprendido gratamente esta prueba de humildad de Sor Lucia, que se ha visto reforzada por una ligera alteración de la voz.

Después de las apariciones de la Santísima Virgen a tres pastorcitos, que han atraído y siguen atrayendo multitudes a Fátima, la única superviviente de los tres videntes se ha convertido en hermana lega de una Congregación religiosa y se esfuerza por permanecer en el anonimato. Mons. José López Ortiz, Obispo de la diócesis gallega de Tuy, donde reside Sor Lucia en esas fechas, ha querido hacer una excepción a favor de don Josemaría, íntimo amigo suyo, y le ofrece tener una entrevista, aprovechando una visita de la religiosa al obispado. Don Josemaría acepta.

Durante la conversación que mantienen ambos, Sor Lucia dos Santos expresa al Fundador del Opus Dei su deseo de que comience la labor de la Obra en Portugal. Don Josemaría, que ya había pensado en empezar, pero no de un modo inmediato, le pide que contribuya, con sus oraciones, a preparar el camino para que esta empresa sobrenatural tenga éxito: Siempre que la veo -dirá años más tarde- le recuerdo que tiene una buena parte en el comienzo de la Obra en Portugal.

En Portugal

A causa de la guerra, hay grandes dificultades para pasar de España a Portugal y quedarse allí algún tiempo, como desea el Padre. Sin embargo, unos días más tarde, gracias a una eficaz gestión de Sor Lucia todo se ha arreglado, y don Josemaría tiene la dicha de orar en la "capelinha" de Fátima y de poner bajo la protección de la Santísima Virgen la primera expansión apostólica de la Obra fuera de España.

En este viaje, además de Álvaro del Portillo -que acompañaba al Padre-, se unen el Obispo de Tuy y su secretario D. Eliodoro Gil. Don Josemaría se entrevista con el Obispo de Oporto, con el de Leiría -diócesis donde se encuentra el Santuario de Fátima- y con el Cardenal Patriarca de Lisboa, Mons. Gonsalves Cerejeira, el cual queda gratamente sorprendido por las perspectivas apostólicas que abre el espíritu del Opus Dei. Aconseja al Fundador que inicie la labor en Portugal por Coimbra, ciudad universitaria en la que él mismo ha sido profesor, y don Josemaría se traslada allí, donde se entrevista con el obispo de la diócesis.

A comienzos de 1945, el mundo sigue todavía en guerra y la Iglesia empieza a ser perseguida en los países del Este. Confiando en el arma poderosa que es el Rosario para combatir contra los enemigos de la fe, el Padre fecha en Fátima el prólogo a la cuarta edición de su Santo Rosario. En él alude a esa seria amenaza: "Saeta que hiere es la lengua de ellos", dice Jeremías (IX, 8). Ojalá sepas y quieras tú -añade don Josemaría- curar esas heridas con esta admirable devoción mariana y con tu caridad vigilante.

Esta edición va firmada con el nombre de Josemaría Escrivá de Balaguer. Ha adoptado este apellido para distinguir a su familia de los Escrivá de Romaní, oriundos de la región valenciana y muy conocidos en España, lo cual podía dar lugar a confusiones. Ya en aquel viaje de incógnito que había hecho en 1941 a Barcelona había recurrido a ese apelativo, recordando la ciudad de donde era oriunda su familia paterna.

El antiguo sueño que don Josemaría simbolizaba en los años treinta, ante el asombro de sus hijos, dibujando una cruz griega terminada en flechas dirigidas a los cuatro puntos cardinales, va a realizarse enseguida, tan pronto como termine la segunda guerra mundial.

Así tiene que ser el horizonte de tu apostolado: es preciso atravesar el mundo. Pero no hay caminos hechos para vosotros... Los haréis, a través de las montañas, al golpe de vuestras pisadas.

El "nihil obstat" de la Santa Sede

Con todo, ¡cuánto camino recorrido ya desde ese 11 de octubre de 1943 en el que Pío XII había firmado la appositio manuum de la Santa Sede! En esa fecha la Iglesia celebra la festividad de la Maternidad de María, lo cual era para el Fundador una prueba manifiesta de la intercesión de la Señora.

El 8 de diciembre de ese mismo año, festividad de la Inmaculada Concepción, el obispo de Madrid había dado ejecución, en su diócesis, a la decisión pontificia. La oración de todos, unidos al Padre, y los sacrificios ofrecidos día tras día por esa intención habían hecho posible obtener esa primera aprobación de la Iglesia. Entre ellos, el de Isidoro, que había ofrecido sus sufrimientos y su misma vida, entregada a Dios santamente el 15 de julio, a las cinco y media de la tarde. "¡Qué suerte tengo de estar enfermo precisamente ahora -había dicho poco antes de morir-, tener algo que ofrecer, esta enfermedad, cuando están pendientes asuntos tan importantes!".

El Padre, al enterarse de que acababa de fallecer, había interrumpido un retiro, que estaba predicando a un grupo de mujeres de la Obra, y se había trasladado a la clínica para rezar junto al cuerpo del que había sido su primer hijo fiel, el primero que había perseverado sin dudar un solo instante de su vocación a partir de aquella conversación que tuvo el año 30 con el Fundador en el Patronato de Enfermos.

Prosigue la expansión en España

Apoyado firmemente en la oración y la penitencia, prosigue la labor apostólica en distintas ciudades españolas: Valencia, Valladolid, Zaragoza...

El Padre multiplica sus viajes, a pesar de las dificultades y de lo que

quebrantan su salud -muy delicada- esos largos recorridos en automóvil, con visitas y charlas incesantes desde que llega a un sitio hasta que regresa a Madrid.

En Barcelona, la labor de la Obra empieza a ser mejor apreciada. El 26 de mayo de 1943, el Maestro de Ceremonias de la Catedral había bendecido el oratorio del Centro de la calle de Balmes, conocido desde los comienzos con el nombre de El Palau.

En julio, en Madrid, el propietario de la casa de la calle de Jenner había expresado su deseo de recuperar la vivienda, por lo que la residencia se había trasladado, poco después, a dos hotelitos situados en la Avenida de la Moncloa, cerca de la Ciudad Universitaria. Entre los dos, tenían capacidad para unos cien estudiantes.

La Moncloa será el nombre de la primera residencia de estudiantes de grandes dimensiones, sin perder por eso el ambiente de hogar que el Padre quiso darles desde el primer momento. Allí se vive una vida en familia, donde se aprende a convivir, a comprender, a querer a los demás, siempre con alegría y buen humor, rasgos característicos del espíritu de la Obra. No hay, por otra parte, limitaciones de tipo confesional, pues la residencia está abierta a todos, incluso a los no católicos. A los miembros de la Obra les brinda grandes posibilidades apostólicas, facilitándoles el trato personal, ese apostolado de amistad y confidencia tan propio de su espíritu. Además, la residencia ofrece a otras muchas personas un lugar de encuentro, donde palpan la fraternidad cristiana y tienen oportunidad de formarse mejor. Muchos estudiantes -unos residentes y otros que no viven allí, pero participan de los medios de formación que se ofrecen- recibirán la llamada a la santidad en su propio estado, sin salirse del mundo, en aquella residencia. Algunos, también, gracias al ambiente de La Moncloa, descubrirán una vocación de otra naturaleza -sacerdotal o religiosa- porque, al levantar la temperatura espiritual, cada alma muestra lo que da de sí y descubre su propio camino.

Los estudiantes que pasan por allí, cuando se encuentren más tarde en todas las encrucijadas del mundo, sabrán que deben santificarse allí donde estén y santificar sus tareas con su conducta cristiana, hayan recibido o no la vocación específica al Opus Dei. Tanto más en cuanto que la espiritualidad que han asimilado es esencialmente secular, apta para ser vivida por todos y cada uno en su propio ambiente: siendo estudiantes, en la Universidad, y luego en la vida familiar, profesional y social.

Al comenzar el curso escolar 1945-46, la expansión prosigue en España. En octubre, algunos miembros de la Obra se instalan en Sevilla para continuar sus estudios o ejercer su profesión, desarrollando, al mismo tiempo, una intensa labor apostólica.

Un apostolado fecundo

La Sección de mujeres, por su parte, también se había desarrollado lo suficiente como para que algunas, a petición del Padre, se hicieran cargo de la Administración de La Moncloa en sus aspectos materiales: conservación, decoración, restauración, alimentación, limpieza... Aunque trabajan en una zona totalmente independiente, separada del resto, proporcionan a la residencia ese ambiente de hogar que en la de la calle de Jenner habían sabido crear la madre y la hermana de don Josemaría. Habían tenido que contratar, para que las ayudasen, a algunas empleadas del servicio doméstico, pero el Padre, en este punto, también preveía el futuro: había pedido a sus hijas que extendiesen su apostolado a personas que, como aquellas empleadas, tuviesen como trabajo profesional el ayudar a las amas de casa en sus tareas domésticas. Ese trabajo debía considerarse, en efecto, como una auténtica profesión, susceptible, como cualquier otra, de santificar a quienes la ejercen y de ser santificada. No era -pensaba el Padre- una tarea útil pero servil o secundaria, como tantas personas -incluso buenas cristianas- atribuían a la labor de quienes llamaban "criadas". Para él la dignidad de un trabajo no estaba en función de su prestigio social, sino del amor que se pusiera al realizarlo. El mundo admira solamente el sacrificio con espectáculo, porque ignora el valor del sacrificio escondido y silencioso.

El Padre no dudaba en absoluto de que surgirían muchas vocaciones entre las empleadas de hogar.

La ordenación de los primeros sacerdotes

Con el desarrollo de los apostolados y la constante afluencia de vocaciones, la necesidad de contar con sacerdotes formados en el espíritu del Opus Dei se hacía cada vez más urgente.

La llegada de las correspondientes autorizaciones -diocesana y pontificia- había permitido a don Josemaría activar la ordenación de los tres miembros de la Obra que venían preparándose desde hacía años.

El 25 de junio de 1944, el Padre había celebrado la Santa Misa en el oratorio de Diego de León, ayudado por José María Albareda. Aunque estaba solo, había permanecido intensamente unido a la misa de ordenación que celebraban a la misma hora sus tres hijos -Álvaro del Portillo, José María Hernández de Garnica y José Luis Múzquiz- en la capilla del Palacio Episcopal. El Padre no había querido asistir a la ceremonia, para no convertirse en el polo de atracción de los asistentes, que, sin duda, hubiesen querido felicitarle... Pero no era él, sino Dios el que había promovido la Obra; sólo a Él le correspondía ser el centro de aquella ceremonia...

Unas semanas antes -el 20 de mayo- había contemplado, desde un rincón de la capilla, la administración de la tonsura, de manos de Mons. Eijo y Garay, que también les había ordenado. Una forunculosis aguda, sin embargo, le había impedido asistir cuando les fueron conferidas las cuatro órdenes menores.

Aquel 25 de junio, tras la ceremonia de la ordenación, había tenido una reunión de familia con sus hijos, con asistencia del obispo de Madrid. Al final, el Padre, en el oratorio, había pronunciado unas palabras:

Cuando pasen los años... y yo, por ley natural, haya desaparecido hace ya mucho tiempo, vuestros hermanos os preguntarán: ¿qué hacía el Padre el día de la ordenación de los tres primeros? Respondedles sencillamente: el Padre nos repitió lo de siempre: oración, oración, oración; mortificación, mortificación, mortificación; trabajo, trabajo, trabajo.

Aquellos tres primeros sacerdotes eran, sin duda, fruto de su oración,

prolongada años y años. Con todo, no sin largas vacilaciones se había resignado a que se ordenaran precisamente esos tres hijos suyos, que eran de los primeros y de los cuales se podían esperar muchos frutos apostólicos en su trabajo profesional. No obstante, su tristeza se tornaba en gozo al pensar en el inmenso bien que harían estos sacerdotes, y los que vendrían después, trabajando codo a codo con sus hermanos seglares; aunque serían siempre una ínfima minoría en proporción con éstos.

La ordenación de estos tres ingenieros no había pasado inadvertida. Los periódicos de Madrid habían señalado la presencia en la ceremonia de un representante del Nuncio de Su Santidad en España, de numerosas personalidades eclesiásticas y de muchos profesores y alumnos de las facultades y escuelas especiales donde los nuevos sacerdotes habían cursado sus estudios. El acontecimiento había suscitado gran interés, pero también ciertos comentarios acerbos de algunos eclesiásticos, quienes, callando que los nuevos presbíteros habían hecho sus estudios durante varios años dirigidos por excelentes profesores, ponían en duda -como había previsto don Josemaría- la seriedad de su formación.

Había otras críticas que le divertían más, como la de quienes decían que, ahora, iba a matarles a trabajar... Ciertamente, no faltaba trabajo, y menos para estos sacerdotes que venían como llovidos del cielo. La Obra les había puesto inmediatamente a trabajar en su ministerio y las almas habían recibido aquella labor como la tierra las primeras lluvias de otoño. Además de la administración de los sacramentos, ¡qué ayuda para el Padre en la predicación y en la dirección de las almas! Y no sólo de las de sus hijas e hijos, sino también de otras muchas personas que se acercaban a la Obra.

Porque el Fundador continuaba respondiendo incansablemente, a pesar de su quebrantada salud, a las peticiones que le llegaban de todas partes. Durante un curso de retiro que había dirigido a los agustinos del Monasterio de El Escorial, del 3 al 11 de octubre de 1944, había experimentado un violento ataque de fiebre a causa de un ántrax en el cuello. El médico que había consultado, al observar otros síntomas concomitantes, había pensado en la diabetes. El Padre, a pesar de la fiebre, había continuado predicando, pero los análisis que posteriormente le hicieron confirmaron el diagnóstico: tenía diabetes. A partir de ese momento, había tenido que inyectarse insulina a diario, en dosis crecientes.

Ahora, los tres nuevos sacerdotes le ayudan en su tarea, viajando a

distintas ciudades españolas y asistiendo a sus hijas en la dirección de la Sección de mujeres y en su formación específica. Éstas, en noviembre de 1944, se habían instalado en Los Rosales, una vieja casona con un amplio jardín, situada en Villaviciosa de Odón, cerca de Madrid.

Viajes, predicación...

A lo largo de 1945, antes de ir a Portugal, la Obra sigue extendiéndose por diversas regiones españolas.

El 27 de marzo el Padre viaja a Andalucía para visitar a sus hijos que están en Sevilla y ver las posibilidades de instalarse en Granada. En ambas ciudades, visita diversas casas con jardín que podrían ser aptas para convertirse en residencias de estudiantes.

Cuando regresa a Madrid, tras entrevistarse con varios obispos del sur y sureste de la península, ha recorrido cerca de dos mil quinientos kilómetros en nueve días.

Un mes más tarde, Pedro Casciaro, con otros tres miembros de la Obra, se instala en Bilbao con idea de abrir cuanto antes una residencia.

El Padre, por su parte, dedica cada vez más tiempo a la formación de los miembros de la Obra, sin dejar por eso su acción apostólica directa en todos los ambientes.

Con frecuencia, hombres de Iglesia y representantes de diversas asociaciones religiosas le piden que dirija ejercicios espirituales. Don Josemaría acepta siempre que puede, pensando en el bien que puede derivarse para las almas y para la sociedad. Muchas personalidades, algunas de ellas muy conocidas, se benefician así de la predicación del Fundador del Opus Dei, aunque, para él, la posición social o la altura intelectual de quienes le escuchan es lo de menos. Su mensaje es el mismo para todos: que busquen la santificación allí donde estén, sea en un lugar modesto o en los puestos más altos del Estado. Que procuren con todas sus fuerzas santificar su trabajo, sus ocupaciones ordinarias, para que su tarea sea agradable a Dios y útil a los hombres; y que procuren también santificar a los demás con su trabajo, buscando en la vida profesional ocasión para ayudarles a encontrar el sentido último a la vida.

Que nadie piense, en ningún caso, que es preciso apartarse del mundo para ser piadoso, o llevar una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.

Unidad de vida, responsabilidad frente a los demás, conversión a Dios de las almas y de toda la sociedad: un lenguaje que va dirigido a todos los hombres que viven inmersos en las actividades terrenales y no sólo a los miembros del Opus Dei, quienes lo único que hacen es responder de una manera específica, "vocacional", a esa llamada universal a la santidad, encontrando en la Obra estímulo y apoyo.

Durante la Cuaresma del año 1945, el Padre ha sido invitado a dar uno de los retiros espirituales organizados en una iglesia céntrica de Madrid por un grupo de profesores universitarios. Los demás predicadores son conocidos jesuitas y dominicos.

Lleva adelante todas estas actividades a pesar de que su diabetes es ya crónica; ha engordado mucho, se fatiga enseguida, le duele la cabeza y sufre de sed frecuente.

Durante los meses de verano, pasa algunos días cerca de Segovia, en Molinoviejo, una finca alquilada que es una esmeralda en la mano morena de Castilla. Allí, un tanto amontonados, se suceden los grupos de miembros de la Obra que van a descansar un poco y, al mismo tiempo, a continuar en cursos especiales una formación intensiva que son como un alto para tomar impulso y lanzarse de nuevo a una labor apostólica más ágil y viva.

En septiembre, el Padre realiza un nuevo viaje a Portugal, el tercero, para preparar el comienzo de la labor apostólica. A su regreso, pasa por Santiago de Compostela, donde viven ya algunos hijos suyos, y. pasando por Oviedo, llega a Bilbao. Aquí, gracias a la ayuda de algunas familias amigas, entre ellas la de un aristócrata que don Josemaría había conocido durante la guerra civil en Burgos, los miembros de la Obra han encontrado una casa apta para residencia de estudiantes, la cual ya han comenzado a instalar. Como siempre, el objetivo es que esa actividad de formación, que repercutirá favorablemente en toda la región, sirva de complemento al apostolado personal que todos ejercen en su ambiente profesional y social. La residencia se llamará Abando.

Unos meses más tarde, en febrero de 1946, un miembro de la Obra se instala en Coimbra. Pronto seguirán otros.

De esta manera, con toda naturalidad, gracias al impulso del Fundador, la expansión del Opus Dei prosigue en España y se inicia fuera de sus fronteras.

Viendo lo que ha llegado a ser esta Obra de Dios nacida el 2 de octubre de 1928, repite ante sus hijos los versos de una vieja canción de su tierra:

Capullico, capullico,

ya te estás volviendo rosa:

ya se está acercando el tiempo

de decirte alguna cosa.

Soñad, y os quedaréis cortos, decía a los que le rodeaban en 1942.

Para el Fundador, aquello era sólo el principio. Porque para ser fiel a la misión recibida, tendrá que impulsar mucho más todavía la expansión de la Obra, acelerar el curso de los acontecimientos...