4. Entre niños y enfermos de Madrid

Trascendencia de un acontecimiento: 2 de octubre de 1928. Datos para la comprensión histórico-espiritual de una fecha.

El 28 de marzo de 1925 recibió Mons. Escrivá de Balaguer el presbiterado. Dos días más tarde, en la más absoluta intimidad —su padre había fallecido pocos meses antes, el 27 de noviembre de 1924—, celebró la Primera Misa en la Santa Capilla de la Virgen del Pilar. Inmediatamente después, salió para Perdiguera, un pueblecito de la tierra aragonesa a donde le llevaba su primer encargo pastoral: regente de la parroquia. Permaneció allí sólo dos meses, pero fue no obstante un período intenso, del que conservó muchos recuerdos(49). A mediados de mayo regresó a Zaragoza a fin de poder completar los estudios de Derecho. A ese trabajo se dedicó con intensidad, al mismo tiempo que daba clases en una academia para contribuir al sostenimiento de su familia, atendía una capellanía(50) y desempeñaba algunos otros encargos pastorales que le fueron encomendados por la autoridad diocesana.

En enero de 1927 se presentó al último de los exámenes de Licenciatura de Derecho. Poco después llevó a la práctica una decisión en la que probablemente venía meditando desde tiempo atrás: marchar a Madrid. Ese traslado se relaciona con la prosecución de los estudios jurídicos hasta la obtención del título de Doctor, cuya colación, en aquel tiempo, estaba reservada a la Universidad madrileña. Pero detrás de ese paso hubo razones más hondas, relacionadas con su situación general y con la constante actitud de disponibilidad ante Dios que ha caracterizado todo su comportamiento desde 1918(51).

En abril de 1927, apenas terminada la Semana Santa y obtenido el correspondiente permiso de su obispo, se trasladó a la capital de España(52). Enseguida inició los trámites para comenzar los estudios de doctorado en Derecho y buscó un trabajo sacerdotal. En junio era ya capellán del Patronato de Enfermos, una labor benéfico-asistencial que le puso en relación con algunos de los ambientes más necesitados del Madrid de aquella época(53). Al contemplar la situación de abandono material y, sobre todo, humano y espiritual, en que muchas personas vivían, su corazón se sintió hondamente conmovido y su afán de almas se desbordó. Parece como si su celo sacerdotal, al llegar a Madrid, se expandiera sin frenos por un amplio campo en el que tenía plena posibilidad de ejercer todas las funciones propias de su ministerio y desgranar sin trabas sus deseos de entrega.

Sin descanso, el Beato Josemaría Escrivá recorrió Madrid en las más variadas direcciones —de Chamartín a Usera, de Atocha a Tetuán— para explicar el catecismo o confesar a unos niños, para asistir a un moribundo o para llevar la Comunión a un enfermo... «Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra...», evocará años más tarde, el 19 de marzo de 1975(54). Sabía bien que esa actividad no estaba llamada a ser el panorama definitivo de su vida —los barruntos divinos continuaban sembrando la inquietud en su alma y preparándole para algo que habría de venir—, pero percibía a la vez que su espera no podía ser pasiva y se volcaba en la tarea que, de momento, Dios había colocado ante él. De hecho, su mundo interior continuó desarrollándose, en diversas direcciones, si bien sus recuerdos nos permiten advertir que, entre otros muchos puntos de la ascética cristiana, profundizó en la vida de infancia y en el sentido del dolor.

Al tratar con los niños, a los que habla y confiesa en largos ratos de catequesis preparatoria para la Primera Comunión, comprueba la espontaneidad, sencillez y audacia con la que los chiquillos actúan, y eso le lleva a pensar en su situación frente a Dios: en esos barruntos, en esas inquietudes sobrenaturales que le acucian y frente a los que se reconoce poca cosa: «no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada» como dirá a veces(55). Su fuerza —concluye— ha de estar en el ser niño: en el saberse desvalido y, por tanto, capaz de todo a través de la oración.

«Cuando trabajaba con niños —contaba en el ya citado rato de tertulia con sacerdotes en Perú, el 26 de julio de 1974—, aprendí de ellos lo que he llamado vida de infancia. ¡Allá cada uno! El que no se sienta movido por Dios para seguir por ahí, que no vaya. A mí se me metió en el corazón tratando a los niños. Aprendí de ellos, de su sencillez, de su inocencia, de su candor, de contemplar que pedían la luna y había que dársela». Y añadió, cambiando el tono de voz: «Yo tenía que pedirle a Dios la luna: ¡Dios mío, la luna!»(56).

El otro rasgo al que nos referíamos brotó también de su trabajo sacerdotal. El contacto con las míseras condiciones de vida que presentaban algunos de los barrios extremos de Madrid —análogos a los de otras grandes urbes desarrolladas a lo largo del siglo XIX y del XX— le hizo como tocar con la mano el dolor y el desamparo en sus formas más agudas. Día tras día estuvo en relación constante con quienes, reducidos por una razón u otra a la mendicidad, acudían a los comedores del Patronato, así como con enfermos que yacían deshauciados, en barrios de arrabal, en condiciones a veces durísimas. Sufrió hondamente y se esforzó por ofrecer a esos hombres y mujeres la poca ayuda material que estaba a su alcance y, sobre todo, ese cariño y esa palabra de fe de los que el hombre tiene más necesidad que de la misma comida. Advirtió a la vez que, en esas situaciones límite, enfrentadas con el sufrimiento, con la soledad, con la miseria, con la muerte, las almas pueden caer en la abyección, pero también ir al fondo de su propio ser y elevarse con una especial radicalidad hasta las cumbres del espíritu.

El 5 de junio de 1974, en un encuentro en São Paulo con un grupo de personas de profesiones diversas, un médico cardiólogo le habló del impacto que el dolor y la perspectiva de la muerte causaban a los enfermos. «Te voy a contar —contestó— una anécdota, hijo mío. Había un sacerdote joven que debía cumplir una misión... mundial (...). Le gustaba mucho visitar a los enfermos pobres, y una vez se encontraba —como tantas— a la cabecera de un muchacho joven, moribundo, de ésos que a ti te apenan. A mí me apenan también, pero en aquel momento le tuve envidia. Vi que aquella alma se iba derecha, purificada, al Señor y le dije: ¡te tengo envidia! Se fue muy consolado, muy contento». «Quizá tú —continuó—, alguna vez, tendrás un poco de envidia ante esos moribundos; y otras veces un poco de pena, porque les falta conformidad cristiana. Reza por ellos. Sé buen médico, como eres; buen cristiano, como eres; y harás una gran labor»(57).

Por la noche de ese mismo día, en otro rato de charla, tuvo ocasión de completar su recuerdo. Hablando sobre el valor y la importancia del trabajo comentó, en un determinado momento, que el cristiano debería tener ilusión por vivir muchos años para así poder servir al Señor con una intensa vida de apostolado y morir bien exprimido, como un limón; luego, deteniéndose, añadió: «Es muy cómodo morirse. No es bueno ni es nuestro espíritu. La única vez que lo he deseado por unos momentos, lo conté ya: fue a la cabecera de aquel moribundo, siendo yo sacerdote joven. Le tuve envidia. Dije: ¡éste se va al Cielo! Además pensé que esas palabras le consolaban, como le consolaron efectivamente. El Señor me premió, porque fui haciendo oración desde allí abajo —aquello era un descampado— subiendo hasta Atocha y andando después hasta Santa Engracia»(58).

Fruto de ese y de otros parecidos ratos de oración fue una honda profundización en el lugar que al dolor, como fragua del alma, como fuente de expiación, le corresponde en la economía del espíritu(59). Y, a la vez y como consecuencia, un convencimiento firmísimo: no hay eficacia verdadera más que a través de un amor llevado hasta sus últimas consecuencias, hasta la entrega plena, hasta la identificación con la Cruz, hasta la aceptación del dolor que, de una forma u otra, acompaña inevitablemente el caminar humano. De ahí, una jerarquía de medios que formulará más tarde con términos inequívocos: «La acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio»; «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en “tercer lugar” acción»(60).

Cuando, el 2 de octubre de 1928, el querer divino se le manifieste con plenitud y la misión para la que Dios le destina aparezca ante sus ojos con contornos definidos, la convicción que se ha ido radicando en su alma aflorará con especial pujanza. Si ha de sacar adelante una misión divina, habrá de apoyarse en la oración y en el sacrificio. Y, por consiguiente, se exigirá a sí mismo y acudirá a aquellas almas que, probadas por el dolor, pueden encontrarse muy cerca de Dios. «Fui a buscar fortaleza —rememoraba el 19 de marzo de 1975— en los barrios más pobres de Madrid. Horas

y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios (...).

Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas a aquellos tugurios... Eran gente desamparada y enferma; algunos, con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis». «Fueron —continuó diciendo— unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta. Pero he querido deciros (...) que la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas»(61).

José Luis Illanes