3. La segunda República española

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

El 14 de marzo de 1931 anotaba don Josemaría este pensamiento: ¡Qué poco es una vida, para ofrecerla a Dios!... ¡Y si esa vida es de borrico..., ¡y de borrico sarnoso!! [...]. A pesar de todo, espero grandes cosas, dentro de este año de 1931 |# 65|.

Un mes más tarde, el 14 de abril, se proclamaba la segunda República en España. Suceso de gran resonancia histórica; ruidoso, más que grande. Y, por supuesto, no una de las grandes cosas que esperaba. Las grandes cosas perduran en el presente divino, mientras que el advenimiento de nuevos regímenes y revoluciones pasa pronto a constituir un eslabón muerto en la cadena de sucesos pretéritos.

Como consecuencia del resultado de las elecciones municipales celebradas el 12 de abril, el rey Alfonso XIII abandonó el trono y se exiló voluntariamente para evitar derramamiento de sangre. En medio de manifestaciones y bullanga callejera se constituyó un gobierno provisional, por amalgama de los partidos republicanos. El vacío dejado por el antiguo régimen lo llenaría una ola enardecida de fervores populares. La casi totalidad de los políticos alzados al poder eran enemigos declarados de la Iglesia, que pretendieron, apresuradamente, crear un Estado laicista |# 66|. De las elecciones generales del 28 de junio de 1931, en las que, en son de protesta, se abstuvieron de participar muchos católicos, salieron las Cortes Constituyentes que habían de elaborar la nueva Constitución. La mayoría de sus diputados eran socialistas, masones y radicales; sus sentimientos e ideologías, agresivamente anticatólicos |# 67|.

Se produjeron entretanto acontecimientos lamentables. El 11 de mayo ardían por todo Madrid conventos, iglesias y colegios de segunda enseñanza llevados por religiosos, con la pasiva complicidad de las autoridades y de la policía |# 68|. La primera iglesia en arder fue la casa profesa de los jesuitas, en la calle de la Flor. En vista de la actitud tolerante con los incendiarios adoptada por el gobierno en la capital de la nación, las capitales de provincia no quisieron ser menos. El vandalismo incendiario se propagó inmediatamente a otras muchas ciudades: Sevilla, Málaga, Valencia, Murcia, Alicante, Cádiz... |# 69|. Durante tres días, del 11 al 13 de mayo, ardieron 107 edificios religiosos, casi todos iglesias y conventos.

En los calores del verano debatieron las Cortes, sin pérdida de tiempo, un proyecto de Constitución que era fruto de un laicismo rabioso. Proyecto democráticamente incomprensible en un país de aplastante mayoría católica, pero en el que existía falta de formación cívico-religiosa y un fuerte odio anticlerical, como describiría más adelante el Fundador:

En aquella época —en 1928—, [...] a pesar del ambiente religioso, del fondo católico de mi patria, los hombres estaban bastante lejos de Dios. No se ocupaba nadie de ellos. Las mujeres tenían de ordinario un pietismo, casi siempre sin demasiado fundamento doctrinal. A los hombres les daba vergüenza ser piadosos. Se respiraba el aire de la Enciclopedia: y duraba el empujón triste del siglo XIX |# 70|.

Los debates parlamentarios en torno a la cuestión religiosa se centraron en el artículo 26, que en su enfoque apuntaba al total sometimiento de la Iglesia a las leyes civiles, con todo tipo de trabas y prohibiciones. Se prohibía a los religiosos el ejercicio de la enseñanza. Se mantenía la amenaza de nacionalizar todos los bienes de las Ordenes religiosas; y se declaraba la disolución de aquellas que tuvieran voto «especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado» |# 71|. (Clara alusión a los jesuitas). Poco pudo hacer la minoría católica en las Cortes para evitar la aprobación de dicho artículo.

El 9 de diciembre quedaba promulgada una Constitución que era un insulto a los sentimientos católicos y a los derechos de la Iglesia. Ante tan descarado atropello no se hizo esperar la declaración colectiva de los Obispos, el 20-XII-1931, anunciando de manera «pública y notoria la firme protesta y la reprobación colectiva del Episcopado por el atentado jurídico que contra la Iglesia supone la Constitución promulgada» |# 72|.

Así, unilateralmente y sin respetar el Concordato en vigencia, se produjo el injustificado enfrentamiento del nuevo Estado con la Iglesia. Y el ataque fue tomando cuerpo conforme se dictaba la legislación complementaria de los artículos de la Constitución. El 22 de enero de 1932 fue disuelta la Compañía de Jesús. A continuación se secularizaron los cementerios. Luego se estableció la ley del divorcio. La máxima tensión se alcanzó al año siguiente, cuando el 17 de mayo de 1933 fue aprobada en las Cortes la ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, en ejecución del artículo 26 de la Constitución. En su virtud, el culto católico quedaba en manos de la autoridad civil; todos los bienes eclesiásticos se declaraban de propiedad pública nacional; a las Ordenes y Congregaciones se les prohibía el ejercicio de la enseñanza; en fin, el Estado se reservaba el derecho de anular los nombramientos eclesiásticos |# 73|.

La respuesta fue una nueva carta colectiva del Episcopado (25-VI-1933) |# 74|; y, por parte de la Santa Sede, la encíclica Dilectissima nobis (3-VI-1933) de Pío XI, de quien son estas palabras:

«No hemos dejado de hacer presente con frecuencia a los actuales gobernantes de España [...], cuán falso era el camino que seguían y de recordarles que no es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos como se consigue aquella concordia de los espíritus que es indispensable para la prosperidad de una nación [...]. Mas ahora no podemos menos de levantar de nuevo nuestra voz contra la ley, recientemente aprobada, referente a las Congregaciones y Confesiones Religiosas, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa, no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español» |# 75|.

Los políticos e intelectuales laicistas españoles tenían en sus manos el control del poder y de la propaganda. Guiados exclusivamente por el odio a la Iglesia, acumularon los agravios, concitando el rencor de las masas obreras contra las instituciones religiosas y sus miembros |# 76|.

Éste, no lo olvidemos, es el escenario en el que se mueve el Fundador a partir de 1931. Éstas son las circunstancias históricas a tener en consideración si queremos valorar el alcance de sus palabras y actitudes.

Las páginas más densas de los Apuntes íntimos corresponden, precisamente, a los años de la República (1931-1936). Aun cuando la finalidad con que escribió esas notas miraba solamente a la Obra y a su alma, esos cuadernos de apuntes están empapados en la circunstancia histórica; y las referencias a la persona del Fundador se encuentran salpicadas de sucesos callejeros.

* * *

El advenimiento de la República (14-IV-31) fue un aldabonazo que retumbó trágicamente en la vida de aquel sacerdote, como se lee en una catalina:

¡La Virgen Inmaculada defienda a esta pobre España! ¡Dios confunda a los enemigos de nuestra Madre la Iglesia! República española: Madrid, durante veinticuatro horas, fue un inmenso burdel... Parece que hay calma. Pero la masonería no duerme... ¡También el Corazón de Jesús vela! Esa es mi esperanza. ¡Cuántas veces, estos días, he comprendido, he oído las voces poderosas del Señor, que quiere su Obra! |# 77|.

La preocupación de don Josemaría no estaba hecha de razones políticas. Tomaba los acontecimientos según venían, con serenidad, al margen de apreciaciones partidistas. A la hora de enjuiciar hechos de índole política o social, el Fundador ponía siempre por delante el fin sobrenatural de las almas. Desde esa perspectiva no le importaba tanto la clase de régimen como las consecuencias que la política de los gobiernos tendría sobre la vida cristiana de los ciudadanos. Y así aconsejaba hacer a quienes le seguían de cerca, pidiéndoles que enderezasen la mente a Dios, como avisaba a uno de sus seguidores en mayo de 1931:

Muy querido Isidoro: Recibí con mucha alegría tus líneas, que todos esperábamos impacientes [...]. Noticias: no te dé frío ni calor el cambio político: que sólo te importe que no ofendan a Dios. Desagravia |# 78|.

Su instinto no le engañaba al recibir a la República con tanta desconfianza. Enseguida lo demostraron los hechos. A la semana siguiente, comenzaba en Madrid la quema de conventos. Ardía la iglesia de los jesuitas y flotaban espesas columnas de humo por el cielo de Madrid cuando el capellán, temiendo un asalto a la iglesia del Patronato de Enfermos, seguido de un sacrilegio, decidió retirar cuanto antes las hostias consagradas. Avisó a Manuel Romeo, coronel del ejército, familia conocida de Zaragoza, que vivía no demasiado lejos de allí, para trasladar a su casa el Santísimo. Luego, vestido de seglar, con un traje del hijo del coronel, acompañado de su hermano Santiago y de un alumno de la Academia Cicuéndez, entró en la iglesia del Patronato |# 79|:

Comenzó la persecución, cuenta en una catalina. El día 11, lunes, acompañado de D. Manuel Romeo, después de vestirme de seglar con un traje de Colo, comulgué la Forma del viril y, con un Copón lleno de Hostias consagradas envuelto en una sotana y papeles, salimos del Patronato, por una puerta excusada, como ladrones |# 80|.

Subió el grupo por la calle Santa Engracia hacia Cuatro Caminos; silenciosos, confundidos con los transeúntes. Entre lágrimas, a solas con Jesús en el Copón, encendido en dolor de expiación por tanto sacrilegio, el sacerdote decía desde el fondo del alma: — Jesús, que cada incendio sacrílego aumente mi incendio de Amor y Reparación |# 81|.

(Depositó el copón en casa de los Romeo; y no fue aquella la única vez que tuvo que retirar precipitadamente al Señor del Sagrario) |# 82|.

Adelantándose al juicio histórico de lo que iba a padecer la Iglesia en España, definía los hechos en cuatro palabras: sucedió que el infierno se desató en Madrid |# 83|. Con ello vino el éxodo de los Escrivá a un nuevo domicilio:

El día 13, supimos que se intentaba quemar el Patronato: a las cuatro de la tarde salimos con nuestros trastos a la calle de Viriato 22, a un cuarto malo —interior— que providencialmente encontré |# 84|.

Se había desencadenado una campaña contra la Iglesia. El anticlericalismo removía la prensa; ésta azuzaba a las masas; y el pueblo hostigaba a los ministros del Señor |# 85|. Lo inimaginable un par de años atrás era ya posible en vísperas de la República. Habla don Josemaría:

Ayer —era el 21 de noviembre de 1930—, en la peluquería, les di un "mitín", cansado de oír cómo tenían por infalibles las opiniones de esos papeluchos indecentes, que se llaman "El Sol" y "La Voz". Venía hoy de Chamartín. Me acababa de decir el padre Sánchez a propósito de lo que antes digo, que, siendo para bien del prójimo, no me calle, pero que hable de modo insinuante, sin destemplanza ni enfado |# 86|.

No muy lejos de la peluquería, caminando hacia el Patronato, sigue contándonos:

Al llegar cerca de la calle del Cisne, en la de Fernández de la Hoz, pasé junto a un grupo de albañiles. Uno de ellos, en tono de mofa, gritó: ¡la España negra! Oír esto y volverme yo hacia ellos, decidido, todo fue uno. Me acordé de lo que el padre dijo, y hablé insinuante, sin enfado. Total: me dieron la razón, incluso el del grito, quien, con otro de ellos, me estrechó la mano. Estos ya no insultarán, de seguro, a otro sacerdote |# 87|.

Su viveza de carácter difícilmente pasaba por las pullas y groserías para con la persona de un sacerdote. Bien hacía el p. Sánchez en moderar el temperamento del joven capellán. Pero sería injusto achacar los altercados al temple de don Josemaría, porque de tal manera se agravaron las cosas desde la llegada de la República, que salía ya casi a incidente diario.

Entre finales de julio y primeros de agosto de 1931 fue a hacer una novena ante la tumba de Mercedes Reyna, la Dama Apostólica muerta en olor de santidad, enterrada en el cementerio del Este, también conocido por La Almudena. Pues bien, ya no se trata de anécdotas sueltas:

Uno de esos días —nos cuenta—, había, junto a una de las dos fuentes que hay en el camino que va desde la carretera de Aragón al Este, un grupo de chiquillos y mujeres haciendo cola, para llenar de agua sus cántaros, botijos, latas... Del grupo de chiquillos salió una voz: "¡un cura! Vamos a apedrearlo". Con un movimiento anterior a mi voluntad, cerré el breviario, que leía, y me encaré con ellos: "¡Sinvergüenzas! ¿eso os enseñan vuestras madres?" Aún añadí otras palabras |# 88|.

(Sería cosa de oír esas palabras). Por lo que refiere con ocasión de otra visita al camposanto no se trataba solamente de travesuras o atrevimientos de chiquillos:

Otro caso: la calle de Lista, al final. Venía este pobre cura, cansado, de la novena. Se destaca un albañil de una obra, que están haciendo y dice, insultante: "una cucaracha ¡hay que pisarla!" Muchas veces voy haciendo los oídos sordos al insulto. Esta vez no pude. "¡Qué valiente —le dije—, meterse con un señor que pasa a su lado sin ofenderle! ¿ésa es la libertad?" Le hicieron callar los demás dándome, sin palabras, la razón. Unos pasos adelante, otro albañil quiso de alguna manera explicarme el porqué de la conducta de su compañero: "No está bien, pero, ¿sabe usted?, es el odio". Y se quedó tan tranquilo |# 89|.

La demagogia política había abierto de par en par las esclusas del odio. Triste dato para un sacerdote que, en su constante andar de un barrio a otro de la capital, se lo tropezaba por todas partes. Pero, si se precisan más anécdotas, no tenía que atizar mucho en su memoria para trasladarlas a sus Apuntes. He aquí otra de esos mismos días de la novena:

¿Más? Más aún. Menos el último día, creo que los ocho restantes, esperaba mi salida del cementerio un diablo con aspecto de chico de doce a catorce años. Y, cuando yo me había alejado unos pasos del pórtico de la necrópolis, entonaba con voz de clarín, que se metía hasta los tuétanos, las estrofas más canallas del himno de Riego. — ¡Qué miradas las de un obrero, que trabajaba, con otros, en esa plazuela que hay delante del cementerio! Si se pudiera asesinar con los ojos, a estas horas no escribiría yo mis catalinas. Recuerdo que me miraron así una vez por las rondas. ¡Dios mío!, ¿por qué ese odio a los tuyos? |# 90|.

Las cosas pasaron a mayores. Se hicieron populares las pedreas, como ya lo eran los incendios. El capellán sufrió más de una pedrada, aunque no entra a dar detalles del percance. Las mujeres del Patronato de Enfermos tenían que armarse de mucho valor para ejercer las funciones de beneficencia. Algunas salieron mal libradas en el barrio de Tetuán: «las arrastraron por la calle, mientras les clavaban una lanceta de zapatero en la cabeza. Una de ellas, Amparo de Miguel, trató de defender heroicamente a las demás y le arrancaron el cuero cabelludo y la maltrataron hasta dejarla desfigurada» |# 91|.

El consejo sobre las circunstancias históricas —No te dé frío ni calor el cambio político: que sólo te importe que no ofendan a Dios |# 92|-, se lo aplicaba a sí, enteramente, el sacerdote. Con el resultado de que su carácter se sublevaba; si no con los desmanes políticos, sí con los agravios al Señor. Hizo, pues, el firme propósito de aplacar los ímpetus con los que mostraba su celo por la casa de Dios. Con objeto de dominarse y desagraviar se impuso una dura penitencia: no leer periódicos. En aquella batalla ascética, que fue una auténtica epopeya, no todo fueron laureles. Los debates parlamentarios sobre asuntos religiosos excedían sus buenos propósitos. Unas veces salía vencedor; otras, vencido:

Lecturas: fuera de las de piedad y las de estudio [...], últimamente me había vedado hasta "El Siglo Futuro". Esto último, no leer periódicos, para mí supone ordinariamente una mortificación nada pequeña; sin embargo, con la gracia de Dios, fui fiel hasta el fin de la discusión parlamentaria de la Ley (!) contra las Congregaciones religiosas. ¡Qué luchas, las mías! Estas epopeyas sólo pueden entenderlas, quienes hayan pasado por ellas. Alguna vez, vencedor; las más veces, vencido. —Hecha la historia de este pequeño suceso de mi vida de cada día, considero delante de Dios N. Señor el negocio y veo que, dado el apostolado en que Él me ha metido, necesito estar al tanto de las cosas que pasan en el mundo y, para compaginar esta necesidad con la mortificación en la lectura, vengo a las siguientes conclusiones:

(Y, a continuación, para estar al tanto de los sucesos del mundo, se señala una lectura disciplinada, fijando los términos del cómo y cuándo) |# 93|.

Aún así, la vehemencia de su celo por la gloria del Señor le calaba hasta los tuétanos, como sucedió al aprobarse el famoso artículo 26 de la Constitución:

Día de Santa Teresa de Jesús 1931: Ayer, al conocer la expulsión de la Compañía y los demás acuerdos anticatólicos del Parlamento, sufrí. Me dolió la cabeza. Anduve mal hasta la tarde. Porque, a la tarde, vestido de seglar, subí a Chamartín con Adolfo: el padre Sánchez, y todos los demás jesuitas, estaban ¡encantados! de sufrir persecución por su voto de obediencia al Santo Padre. ¡Qué cosas más serenamente hermosas nos dijo! |# 94|.

A aquel joven sacerdote, más que herirle, le soliviantaban los insultos que recibía en la calle. Ardía en santa indignación. Al principio no pudo pasarlos en silencio. Después, remedió espiritualmente burlas y chocarrerías; y, sin perder la serenidad, redobló sus oraciones por quienes le injuriaban:

Continúa la racha de insultos a los sacerdotes —escribía a principios de agosto de 1931— [...]. Hice propósito —lo renuevo— de callar, aunque me insulten, aunque me escupan. Una noche, en la plaza de Chamberí, cuando yo iba a casa de Mirasol, alguien me tiró a la cabeza un puñado de barro, que casi me tapó una oreja. No chisté.

Más: el propósito, de que vengo hablando, es apedrear a esos pobres odiadores con avemarías. Creí que el tal propósito era muy firme, pero antes de ayer por dos veces falté, armando jaleo, en lugar de tener mansedumbre |# 95|.

A fuerza de capear injurias y responder con avemarías, creó un nuevo hábito en su ardorosa naturaleza. Pocas semanas más tarde, esta catalina:

18-IX-931: Tengo que agradecer a mi Dios un notable cambio: hasta hace poco, los insultos y burlas que, por ser sacerdote, me dirigían desde la venida de la república (antes, rarísima vez), me ponían violento. Acordé encomendarles, con un avemaría, a la Ssma. Virgen, cuando oyera groserías o indecencias. Lo hice. Me costó. Ahora, al oír esas palabras innobles, se me enternecen las entrañas, por regla general, considerando la desgracia de esa pobre gente, que, si obra así, cree hacer una cosa honrada, porque, abusando de su ignorancia y de sus pasiones, le han hecho creer que el sacerdote, además de ser un vago parásito, es su enemigo, cómplice del burgués que los explota. ¡Tu Obra, Señor, les abrirá los ojos! |# 96|.

No siempre conseguía mantener esa postura. A veces el hervor interior reventaba enérgicamente. Una de esas explosiones se produjo con motivo de la disolución de la Compañía de Jesús, como anota en sus Apuntes:

El atropello, de que ha sido víctima la Compañía, me ha producido una sensación fisiológica de cansancio y, desde luego, indignación. Volví a tener, con este motivo, otra pelea en un tranvía. Ahora, ya me callaré. La sociedad cobarde, en que vivimos, es un entretejido de egoísmos. ¡Tu Obra, Jesús, tu Obra! |# 97|.

La Obra era todavía una criatura "en gestación", una semilla divina que estaba echando raíces en el alma del Fundador.

En muy pocos meses, de 1931 a 1932, se verificó un brusco cambio en la vida española. El odio religioso había agriado la buena convivencia ciudadana. En los sectores intelectuales se respiraba encono contra las actividades religiosas, contra la piedad y contra la doctrina; mientras don Josemaría procuraba llevar adelante la Obra que Dios le pedía, bajo el estandarte del Regnare Christum volumus.

Es muy hermoso —pensaba el Fundador— lo que Dios quiere y no entiendo, por otro lado, no veo por qué, siendo tan necesaria, no se ha emprendido antes una obra así |# 98|.