3. La Academia Cicuéndez

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

En el mes de noviembre de 1927 don Josemaría alquiló un pequeño piso en la calle de Fernando el Católico, 46; no demasiado lejos del Patronato de Enfermos. Por fin se reunieron en Madrid los Escrivá. Buena noticia de la que se alegraba también el padre Cancer, el cual le contestaba desde Segovia el 9 de diciembre: «Grande alegría me ha producido tu carta. Mi enhorabuena a tu mamá y hermanos. Esperad siempre en el Señor» |# 39|. Deseaba levantarles el ánimo, haciéndoles saludables consideraciones espirituales.

El Señor, misericordiosamente, echó un velo sobre las tribulaciones venideras, ocultando de momento a la familia el futuro que les aguardaba. Por tercera vez reorganizaban los Escrivá su vida en ciudad extraña, sin sospechar que se habían metido en el ojo mismo de la borrasca y que la tormenta, que se cernía sobre la Villa y Corte de Madrid, estaba a punto de descargar. Al cabo de un largo período de asentamiento histórico bajo la Constitución de 1876, apenas había subido al trono Alfonso XIII, comenzaron a desperezarse los desasosiegos de la nación. Los problemas sociales, laborales y económicos, a los que se sumó el malestar del Ejército, llevaron en 1923 a la implantación de la dictadura del general Primo de Rivera. En poco tiempo se restauró el orden, se resolvió la guerra de Marruecos, se impulsaron las obras públicas, se fortaleció la peseta y se elevó el nivel de vida; a costa, naturalmente, de libertades políticas y ciudadanas.

El régimen gozó de breve popularidad. A los siete años se había desgastado; y, ante los primeros desastres económicos, el general se vio obligado a dimitir. Ahora bien, el aparato de la dictadura carecía de repuesto gubernamental; de modo que en 1930 la Monarquía entró en un callejón sin salida |# 40|. Pero no adelantemos acontecimientos...

Acababan de instalarse los Escrivá en Madrid cuando de nuevo vemos a don Josemaría amarrado al duro banco de la enseñanza. Se reprodujo la situación de Zaragoza: clases particulares bajo la vigilancia de doña Dolores. Su hermano Santiago recuerda alguna anécdota de aquel primer domicilio madrileño: «Josemaría daba varias clases particulares, algunas en el piso de Fernando el Católico. Por allí venía una chica a recibir clase, y Josemaría procuraba que siempre estuviera presente mi madre, cosiendo. También daba clase a chicos mayores que yo, a los que llamábamos "los de la Tiabuela", porque les acompañaba una tía abuela suya muy simpática, cuyo apellido no recuerdo» |# 41|.

Así también, al Instituto Amado sustituyó la Academia Cicuéndez, en la que explicaba, lo mismo que en Zaragoza, Derecho Romano e Instituciones de Derecho Canónico. Entre esos dos centros de enseñanza existían, naturalmente, grandes diferencias en cuanto a la veteranía y en cuanto a la especialización. En un anuncio de prensa, en el "ABC" de Madrid de 1918, se describía la Academia Cicuéndez como: «Especial de Derecho. Centro de estudios con internado, dirigido por sacerdotes» |# 42|. Según rezaba su reglamento, el objeto de la Academia era «fomentar la enseñanza privada de los estudios jurídicos, preparando con gran esmero para la carrera de Abogado solamente». Su director y propietario era don José Cicuéndez, presbítero, abogado y licenciado en Sagrada Teología |# 43|.

La Academia ocupaba el primer piso de un edificio de la calle de San Bernardo, 52, esquina a la del Pez, junto a la Universidad Central, y era muy conocida entre los universitarios. Como profesor, don Josemaría dejaba alto el pabellón de la Academia. Sus explicaciones en clase no se limitaban a una exposición teórica sino que se esforzaba, con ejemplos y casos prácticos, en ir fijando los temas en la mente de sus alumnos. Además de profundo, era ameno. De modo que, como dice uno de sus alumnos, Mariano Trueba: le esperaban con ganas de entrar en sus clases, «por lo amables y familiares que resultaban» |# 44|.

Se mostraba exigente en las tareas de enseñanza y deseoso de hacer rendir al máximo a sus alumnos. Siguiendo la experiencia de Zaragoza con los del Instituto Amado, les propuso estudiar los cánones en el texto latino del "Codex". Iniciativa que se acogió con escepticismo, pues era notoria la flojedad del alumnado en el latín. Sin embargo, meses más tarde, comprobaron con asombro que, gracias al método didáctico de don Josemaría, se manejaban con cierta soltura |# 45|.

Sus antiguos alumnos atestiguan, de manera muy expresiva, la conducta y carácter del profesor de Romano: «muy agradable, sencillo y paternal», manifiesta Manuel Gómez Alonso |# 46|. «Era fácil trabar amistad con él —añade—, y con mucha frecuencia, al terminar las clases, le acompañé caminando por las calles en dirección a su domicilio».

Según Julián Cortés Cavanillas, «se sentían atraídos por la figura de su profesor, desde el punto de vista pedagógico, y también por su porte tan humano y sacerdotal» |# 47|. Los alumnos de la Academia eran, en gran parte, muchachos que, por una razón u otra, no podían asistir a las clases de la Facultad. Se acogían al sistema de "enseñanza libre" y podían matricularse en cualquier Universidad, presentándose frecuentemente a las convocatorias de exámenes extraordinarios en septiembre, porque durante las vacaciones de verano conseguían dedicar más horas al estudio. Don Josemaría tenía con ellos desvelos auténticamente paternales. Por carta de su antiguo profesor de Derecho Romano, fechada el 27 de junio de 1928, sabemos que don Josemaría no vacilaba en recurrir a él para que le enviase apuntes y programas desde Zaragoza. Un grupo de estudiantes de la Academia irían a examinarse allí de Derecho Romano, Historia del Derecho y Economía Política. El profesor Pou de Foxá se encargaba de ello:

«Querido José María: Llega a mis manos tu carta del 21 [...]. De tus alumnos creo poder matricularles aquí para las tres asignaturas que indicas —le escribe en carta del 27 de junio de 1928—. Te he mandado tres ejemplares de apuntes, historia externa y programa [...]. Saludos afectuosos a tu mamá y hermanos» |# 48|.

Entre los asistentes a las clases de la Academia había un hombre mayor, buen padre de familia, que trataba de obtener un título universitario con vistas a mejorar su situación económica. El trabajo profesional consumía sus fuerzas, de tal modo, que terminaba el día agotado, sin tiempo apenas para la familia y los estudios. Don Josemaría sentía por él particular compasión, viéndose quizá reflejado en el recuerdo de sus propias dificultades en Zaragoza. Y así, por un doble sentimiento de piedad y hermandad, le ayudó a salir adelante, dándole clases extraordinarias, sin cobrarse otra cosa que la satisfacción de verle licenciado |# 49|.

En la Academia existía entendimiento entre todo el mundo, desde el director hasta el botones. Este último se llamaba José Margallo, y su participación en la presente historia es realmente mínima. De él conservó don Josemaría un papelito en que le felicitaba por las Pascuas, con la firma de: «Botones de la Academia» |# 50|. Enviado, tal vez, con la esperanza de una propinilla; pero donde se manifestaba la buena voluntad y el esfuerzo caligráfico del muchacho.

El joven sacerdote, que siempre fomentó las buenas relaciones con todos para fines apostólicos, era más dado cada día a la correspondencia epistolar y a las felicitaciones. Una víspera de su santo, el 18 de marzo de 1930, fue a cumplimentar al director de la Academia, pues el día siguiente era festivo. Don José Cicuéndez recibió complacido la felicitación, cayendo pocos minutos más tarde en la cuenta de que también don Josemaría celebraba su onomástica el día de San José. El profesor de Romano y Canónico ya había salido a la calle por lo que, en tono de disculpa y arrepentimiento, el director le escribió una breve nota:

«Mi estimado amigo: ayer se personó a felicitarme [...]. Cuando ya estaba V. en medio de la calle y yo hablando con Chacón, entonces me acordé que había otro José que no fuera yo y le llamé dos o tres veces, pero V. no me oyó. Como aún sonaba en mis oídos el memento que V. me ofreció en el Santo Sacrificio de la Misa, no he olvidado de hacerlo en favor de V., "oremus pro invicem ut salvemini". Mi más cordial felicitación [...]. Madrid 19 de marzo de 1930» |# 51|.

* * *

El curso 1927-1928 fue el primer año que trabajó en la Academia. El contrato de enseñanza se fue renovando anualmente, a satisfacción mutua, tal vez hasta 1933 |# 52|. Don Josemaría daba sus clases en el turno de la tarde. El resto del día se hallaba sumergido en tareas propias de su ministerio y en otras ocupaciones de la capellanía del Patronato. Hasta en los cortos ratos libres, antes y después de las clases, hacía apostolado con los estudiantes. Mariano Trueba lo describe, bajo esta faceta de su vigor apostólico, como «un hombre dinámico, de aspecto fuerte y buen color en el rostro. Muy directo en el trato, y con deseo de meterse en la vida de todos» |# 53|.

Al salir de la Academia algunos estudiantes le acompañaban un trecho del camino hacia su casa, charlando de toda clase de temas. Cierto día uno de ellos le objetó que era imposible seguir creyendo mientras hubiera sacerdotes que burlaban la religión con su doble vida, negando, con su conducta, lo que predicaban en público. A lo que le replicó don Josemaría, con bella imagen, que el sacerdocio era un licor valiosísimo, que lo mismo puede ir envasado en una vasija de porcelana que en una de barro |# 54|.

Las disposiciones interiores de aquel profesor sacerdote eran tan transparentes para sus discípulos que, guardando las distancias propias de la docencia, le trataban como amigo y compañero. Les impresionaba la pulcritud de su aspecto y la elegancia de sus modales. Grande fue, pues, la sorpresa de los alumnos cuando un día se presentó en clase con la sotana toda manchada de blanco. Algo raro debía haberle ocurrido para no tener tiempo de cepillarse. Le tiraron de la lengua —refiere Mariano Trueba— y les contó lo sucedido. Venía en la plataforma del tranvía cuando notó que un obrero albañil, con un mono manchado de cal, se le iba acercando con una aviesa intención, que el sacerdote adivinó en su mirada. Y, adelantándose a su propósito, se le abrazó estrechamente mientras le desarmaba diciendo: ¡Ven aquí, hijo mío, rebózate conmigo!; ¡¿te has quedado a gusto?! |# 55|.

«En mi interior —refiere Mariano Trueba— pensaba yo que aquello sólo era posible hacerlo si D. Josemaría era un santo, y así lo comenté con mis compañeros» |# 56|.

Mayor asombro les produjo el comentario de uno de los profesores que enseñaban en la Academia. Por lo visto, aquel joven sacerdote aragonés, de porte distinguido y doctoral, alternaba la explicación del Codex y las Pandectas con las visitas a pobres y enfermos en barriadas miserables. Se lo creyeron a medias y, sobre si era o no cierto, hicieron apuestas. Siguiéndole a escondidas fueron a parar al extremo norte, al barrio de Tetuán de las Victorias; y, otro día, al arrabal del pueblo de Vallecas, al sur |# 57|.