23. El cariño de Juan Pablo II

Semblante biográfico de Mons. Álvaro del Portillo escrito por Salvador Bernal

El 16 de octubre de 1978 fue elegido Papa el Cardenal Karol Wojtyla, Arzobispo de Cracovia. Don Álvaro lo había conocido en los años del Concilio Vaticano II: se lo presentó otro prelado polaco, Mons. Deskur:

"-Cuando no estábamos en las sesiones de trabajo en la Basílica de San Pedro -relataba en 1983-, paseábamos un poco por las naves laterales para descansar. Y fue en uno de esos momentos cuando Monseñor Deskur ‑era Secretario de una Comisión Conciliar, y yo de otra‑ me preguntó: ¿quieres que te presente al Obispo Auxiliar de Cracovia, que es muy amigo mío? Venía de frente, paseando con otro. Le dije que me alegraría mucho saludarle, y Monseñor Deskur le pidió que se acercara. Nos encontramos ‑recuerdo bien hasta el lugar preciso- en la nave lateral derecha entrando por la puerta principal, cerca de las reliquias de un santo oriental: San Josafat. Allí conocí al futuro Papa, entonces un obispo joven, alto, fuerte...".

En el contexto de la elección por el cónclave, don Álvaro declaró a la prensa su alegría, "porque hemos recibido, la humanidad entera, un gran don de Dios". Y señaló que se había conmovido "al ver a Su Santidad Juan Pablo II, en la Loggia de San Pedro, con la carga de Pedro encima, invocar al Señor, acudiendo dos veces al auxilio de la Santísima Virgen".

El primer día del pontificado, don Álvaro acudió a visitar a Mons. Deskur, que había sufrido poco antes una trombosis cerebral, y estaba muy grave. Nadie podía imaginar de ninguna manera que, en su primera jornada papal, Juan Pablo II saldría del Vaticano, para ver a su gran amigo Andrzej Maria Deskur. Esta feliz coincidencia permitió que don Álvaro estuviera unos instantes con el Papa, quien le dio un gran abrazo, con un par de besos -según la costumbre polaca, también común en Italia-, mientras le decía palabras cariñosas.

A lo largo de los años, fueron continuos los detalles que manifestaban el afecto, el cariño de Juan Pablo II a don Álvaro. Como señaló don Javier Echevarría a Pilar Urbano, en la revista Época de Madrid, 2-V-94, fue patente "el trato natural, confiado y espontáneo" que le dispensó Juan Pablo II: "el Papa veía en don Álvaro a un hijo leal y sincero que le decía las cosas como eran".

El Romano Pontífice conocía también que el único poder, la fuerza del Opus Dei era la oración. Le había impresionado, como también relataba don Javier en esa entrevista, "una carta que monseñor del Portillo le escribió -desde el santuario de la Mentorella‑ en 1978, al iniciarse el Pontificado. En esa carta, le ofrecía el único tesoro de la Obra: la oración y las misas diarias de sus miembros, que entonces eran unos 60.000..."

Cuando se aproximaba la Semana Santa de 1979, y tendría lugar la convivencia internacional de estudiantes en torno al Congreso UNIV, Juan Pablo II comunicó que les recibiría en audiencia, como venía haciendo Pablo VI. Las ovaciones a Juan Pablo II dieron lugar a improvisaciones del Santo Padre, inicialmente sorprendido ante el primer aplauso, cuando se refirió en su discurso al sacramento de la confesión. Fue deteniéndose a comentar y recapitular los temas que eran ovacionados. Ya casi al final, tras una referencia al artículo del Cardenal Luciani sobre la santificación del trabajo ordinario, que se convierte en "sonrisa cotidiana", insistió:

"-Contemos de nuevo: primer aplauso, a la Confesión; segundo, al servicio; tercero, a la alegría; cuarto, al Papa Luciani; quinto, a la sonrisa".

Continuó entonces el discurso:

"-Por último, encomiendo a la Santísima Virgen, Sedes Sapientiae..."

Y los asistentes se pusieron de pie, en una ovación apasionada. Sólo a duras penas pudo el Papa terminar. Antes, volvió a recapitular brevemente, con gesto feliz:

"-Sexto punto de aplauso, superior a todos los demás: Sedes Sapientiae..."

Como tituló entonces un corresponsal español, la audiencia fue "casi una tertulia". Y el titular resultó profético, pues un año después, el domingo de Resurrección, el Papa comenzó la costumbre de recibir en el Cortile de San Dámaso a los participantes en UNIV, en un encuentro informal, construido a base de preguntas y respuestas, de noticias y comentarios breves del Papa, de canciones y aplausos, de espontaneidad y hondas emociones. A Juan Pablo II se le veía muy contento, como recuperándose del cansancio de una Semana Santa agotadora. Reflejaba también el afecto de Juan Pablo II hacia el Opus Dei y hacia quien pronto sería su Prelado.

El 7 de febrero de 1980, Juan Pablo II envió una carta con su Bendición Apostólica para don Álvaro, para el Opus Dei y particularmente para las mujeres de la Obra, con motivo de su 50º aniversario. Evocaba "la inolvidable figura del Fundador, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, cuyo corazón sacerdotal vibró con gran celo por la Iglesia y, al mismo tiempo, por la humanidad contemporánea". Recordaba la fecundidad espiritual y apostólica del trabajo de las mujeres del Opus Dei, y les estimulaba para que, "en plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, en el espíritu de las normas y orientaciones dadas por el venerado Fundador, en leal y sincera colaboración con la Jerarquía, continúen ofreciendo un constante y creciente testimonio de fe cristiana, límpida y fuerte, en la sociedad actual".

En ese contexto de cariño filial al Romano Pontífice, se comprende la actitud de don Álvaro tras el atentado al Papa, en la plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981, fiesta de la Virgen de Fátima. Acudió enseguida al Policlínico Gemelli, donde había sido internado. Desde el primer instante, conmovido, insistió con fuerza en la necesidad de rezar y desagraviar. Por aquellos días, procuró hacer a diario una escapada a San Pedro: recitaba una parte del rosario a la ida; un credo en la plaza -muchas veces, sin salir del coche‑, con una intensa mirada hacia la habitación del Santo Padre; otra parte del rosario en el regreso, y la tercera ya en casa. Rezaba y hacía rezar por la salud del Papa.

Después de la favorable evolución inicial, surgieron complicaciones, y hacia el 20 de junio volvió a ser internado en el Gemelli. Don Álvaro pidió expresamente a los miembros del Opus Dei que intensificaran su oración por el Papa. Era su primera preocupación, como comprobé a finales de julio de 1981. Hablaba continuamente del Papa. Y arreció en sus peticiones el 5 de agosto, cuando supo que Juan Pablo II sufriría una nueva intervención quirúrgica:

"-Encomendad al Papa, que no haya complicaciones", rogaba incesantemente, mientras estábamos atentos a las informaciones de radio y televisión. No cejó en su empeño hasta que las noticias comenzaron a ser satisfactorias. No he olvidado su emoción el 15 de agosto, cuando escuchó por radio al Santo Padre: se puso de rodillas, para recibir con piedad su bendición apostólica. Recuerdo también su júbilo, ante el mejorado aspecto físico del Romano Pontífice, que reflejaba la crónica de la televisión sobre el Angelus en Castelgandolfo el 23 de agosto.

Un año después, recién llegado de Roma, nos enseñó unas fotos de la audiencia que acababa de concederle el Papa. Según las mostraba, sin prisa alguna, se podía contemplar su gesto afectuoso, agradecido, filial.

El 15 de enero de 1984, Juan Pablo II acudió, dentro de su plan de visitas pastorales de cada domingo en la diócesis de Roma, a una parroquia en el suburbio del Tiburtino, San Giovanni Battista al Collatino, confiada a sacerdotes de la Prelatura. No habían pasado veinte años desde su inauguración por Pablo VI, el 21 de noviembre de 1965, una jornada especialmente emotiva para Mons. Escrivá de Balaguer. En la despedida, ya junto al coche papal, Pablo VI le confió, mientras le estrechaba con un largo y cariñoso abrazo:

"-Tutto, tutto qui è Opus Dei!"

Ahora, en 1984, cuando Juan Pablo II terminaba su visita a la parroquia, a la Scuola Safi y al Centro Elis, se demoró unos minutos con los Vicarios Regionales del Opus Dei de todo el mundo, que pasaban unos días de trabajo en Roma. Les saludó uno a uno y, al final, improvisó unas palabras, alentando a los fieles de la Prelatura -representados por el Prelado y sus Vicarios- a "ser cada vez más Opus Dei y hacer el Opus Dei en todas las dimensiones del mundo". A don Álvaro le conmovió, por la razón que explicaba en la carta que dirigió al Papa para agradecerle su presencia en el Tiburtino: "Vuestra Santidad nos ha repetido lo mismo que nos decía nuestro Fundador".

En 1985, al pedir oraciones por uno de los viajes pastorales del Santo Padre, don Álvaro comentaba:

"-Vamos a estar muy unidos al Papa, sea quien sea. No importa que sea polaco o de la Cochinchina, que sea alto o bajo, joven o viejo: es el Padre común de los cristianos. Yo tengo más edad que el Papa y, a pesar de eso, desde el primer día que fue elegido, me he sentido hijo suyo. Lo mismo nos pasa a todos, por la fe que nos da Dios."

Palabras semejantes reiteraría a finales de ese año, cuando arreciaron en parte de la prensa internacional los ataques al Papa, con motivo del Sínodo extraordinario convocado en el 20º aniversario del Concilio Vaticano II:"-Hemos de continuar, como hasta ahora, bien unidos al Papa: a Juan Pablo II como a los anteriores y a los que vendrán después, porque el Papa es Cristo en la tierra. Nos dirán quizá que eso es papolatría... No nos importa nada. Tenemos el orgullo de sabernos hijos de Dios y también hijos del Papa, que es el Padre Común de los cristianos".

La ocasión en que he contemplado con más intensidad la devoción de don Álvaro al Romano Pontífice, fue el domingo 12 de julio de 1992. Ese día, llegó a Zubiarte (en Navarra) ya avanzada la tarde. Salió por la mañana de Suiza, donde había visitado y atendido a sus hijos, especialmente a un sacerdote, don Augusto Costa, gravemente enfermo (moriría unos meses después, el 13 de febrero de 1993). Hizo el viaje en coche, desde el aeropuerto de Barcelona. Estaba francamente cansado. Al saludarle, me extrañó que no mencionara la salud del Papa: aquella mañana, a la hora del Angelus, había rogado públicamente que se rezara por él, porque ingresaba en el Policlínico Gemelli, para someterse a unas exploraciones médicas.

Comprobé que no lo sabía, pues no habían sintonizado la radio del coche en la autopista. Me dispuse a darle la noticia, aunque me costaba mucho, pues nunca le había visto tan agotado. No quise interrumpirle ‑antes de pasar al oratorio para hacer su oración de la tarde-, mientras don Álvaro ojeaba en la sala de estar un libro recientísimo, con la crónica de la beatificación del Fundador del Opus Dei, que incluía fotos impresionantes: parecía reponerse casi por completo según iba pasando las páginas y hacía comentarios llenos de admiración y cariño hacia el Papa y el Beato Josemaría.

Le di al fin la dolorosa noticia alrededor de las ocho de la noche. Reaccionó con preocupación serena y con deseo de conocer más datos: escuchamos con atención los noticiarios de las nueve, pero poco más añadieron a lo que me había tocado comunicarle. Poco después, don Francisco Vives le ampliaba la información desde la Ciudad Eterna.

Transcurrieron apenas dos horas, vividas con gran intensidad humana y espiritual: recuerdo a don Álvaro tremendamente cansado, abrumado, pero con gran sosiego, metido en Dios; preocupado de veras por la salud del Papa y, a la vez, abandonado confiadamente en la Voluntad divina; su inquietud ante la situación de la Iglesia era compatible con una evidente paz sobrenatural; se palpaba que había comenzado a rezar por esa intención desde que lo supo. Estuvimos un rato sentados en el jardín. Alejandro Cantero, médico, aportaba algunas explicaciones y posibilidades a partir de los pocos datos disponibles. La conversación se detenía de vez en cuando con silencios prolongados.

Esa misma noche, decidió regresar a Roma inmediatamente: un hijo debe permanecer cerca de su padre enfermo ‑nos explicó-, aunque esté en manos de buenos médicos. Antes de las once, habíamos hecho la reserva telefónica para los diversos vuelos. A la mañana siguiente, don Álvaro hacía el viaje Pamplona-Barcelona-Roma. Se había olvidado de fatigas o agotamientos, que eran ostensibles, como recuerda también Ignacio Font, que le saludó durante la escala en Barcelona. Al despedirse, se sintió obligado a sugerirle que se cuidara. Don Álvaro le miró con cariño y le contestó:

"-La verdad es que sí, hijo mío, estoy muy cansado; pero hemos cumplido con el deber".

Al llegar a Roma, fue directamente al Gemelli, para interesarse por la salud de Juan Pablo II, aunque no pudiera verle, como era natural.

Nueve días después regresaba a Zubiarte, signo inequívoco de la bonísima evolución del postoperatorio del Papa. Seguía muy atento a las noticias de Roma, con el gran deseo de que Juan Pablo II se reincorporara pronto a su actividad normal. Y nos animaba vivamente a rezar por su completa recuperación. Pronto pudimos ver en el noticiario nacional de la noche imágenes del Romano Pontífice cuando salía por su propio pie del Policlínico Gemelli: delgado, pero con buen aspecto. ¡Qué contento se puso don Álvaro! Repitió varias veces, en voz alta: "-¡Gracias a Dios!"

Como es lógico, en el gobierno del Opus Dei, don Álvaro secundó con lealtad el Magisterio y las peticiones de los Romanos Pontífices: tanto los documentos de carácter doctrinal, como indicaciones pastorales bien concretas. Transmitía celosamente a los fieles de la Prelatura toda palabra que el Santo Padre dirigía a los cristianos. Se trata de una realidad tan patente, que no es necesario desarrollarla. Me limitaré a destacar la vibración con que secundaba las luchas del Papa por la paz en el mundo.

Don Álvaro llevaba en su alma la pasión por la concordia entre los pueblos desde muy joven, antes incluso de haber sufrido las amarguras de la Guerra civil española. Recién ordenado sacerdote en 1944, celebró en la fiesta de San Ireneo su primera Misa solemne. Le tenía devoción, entre otros motivos, porque la liturgia recogía una oración por la paz que se sabía de memoria:"-Da nobis illam quam mundus dare non potest pacem. Danos esa paz -rogábamos al Señor‑ que el mundo no puede dar. ¿Por qué? Porque la paz que concede Dios es tranquilidad en el orden de la subordinación, de la filiación, del amor al Señor..."

Juan Pablo II dirigió en 1986 apremiantes llamadas a los responsables de tantos conflictos. Concretamente, en un discurso pronunciado en Lyon el 4 de octubre, les pidió que observaran, "al menos durante todo el día 27 de octubre, una tregua completa en los combates". Ese día iba a celebrarse en Asís una Jornada ecuménica e interreligiosa de oración en favor de la paz. Con este motivo, don Álvaro dirigió el día 11 de ese mes una carta a los Centros de la Prelatura, con un objetivo bien claro: "nos hemos de esforzar en que suba al Cielo un gran clamor de oración, unida al ayuno, por la paz del mundo".

Para mí, resultó emotivo vivir en la sede central del Opus Dei esa jornada y asistir a la Santa Misa pro pace et iustitia servanda, como había indicado don Álvaro. Por aquella época, animó de nuevo a acudir a la intercesión maternal de Santa María, Reina de la Paz: hacía considerar que "la paz es un bien de valor incalculable, necesario para que las personas y los pueblos puedan vivir y progresar de un modo digno del hombre, imagen y semejanza de Dios. Por contraste, ¡hay tanta falta de paz en el mundo!, ¡hay tanta injusticia, tanto odio, tanta división!".

Ya en 1989, Juan Pablo II pidió a los obispos que convocasen un día de plegaria en favor del Líbano. Como Ordinario del Opus Dei, don Álvaro dispuso que los fieles de la Prelatura, además de cumplir lo que cada obispo estableciera en su diócesis, dedicaran el 7 de octubre, fiesta de la Virgen del Rosario, a esa oración especial por el Líbano.

Meses después, insistió en rezar para que no estallase la guerra en el Golfo Pérsico. Cuando, a pesar de todo, se produjeron las hostilidades, transmitió a los fieles de la Prelatura su deseo de que siguieran rogando por la paz, unidos a las intenciones del Romano Pontífice. Y lo mismo sucedió a comienzos de 1993, y en enero de 1994, para implorar la paz en los Balcanes.

Así, hasta el final de sus días sobre la tierra: don Álvaro solía guardar una temporada las estampas de la Virgen ‑en advocaciones variadísimas‑ que le regalaban durante sus viajes o recibía en la correspondencia; las dejaba temporalmente sobre su mesa de trabajo, como industria humana para la presencia y el trato personal con Santa María, y las sustituía luego por otras. Las últimas que tuvo en su amplio escritorio fueron una imagen de Santa María de Bonaigua (Barcelona), y la estampa editada por la Santa Sede con motivo de la Jornada de oración por la paz en Bosnia.

La muerte le sorprendió en marzo de 1994 al regreso de Tierra Santa. "En estos días -escribió Mons. Javier Echevarría‑ tuvo encuentros pastorales con numerosos fieles, exhortándoles a ser promotores de paz: la paz social es consecuencia de la paz interior, que brota de la correspondencia personal a la gracia divina, de la lucha de cada uno contra las huellas del pecado que llevamos dentro del alma".

El 19 de marzo había mantenido una tertulia en Belén: acudieron cristianos de varias confesiones, palestinos y hebreos, diplomáticos de varios países, y hasta un grupo de seminaristas alemanes que se encontraba durante esos días en Tierra Santa. Alguien le preguntó en árabe qué podían hacer los cristianos para contribuir a la paz, y para tener bien abiertos a los demás el corazón y los brazos:

"-Hay que querer a todos. Tú piensa que no tienes enemigos, aunque haya gente que te parece que se porta mal. Piensa en Jesucristo: murió en la Cruz, para salvar a todos, a toda la Humanidad sin excepción. Jesucristo no consideraba enemigo a nadie: amaba a todo el mundo".

A las seis y media de la mañana del 23 de marzo, don Javier Echevarría telefoneó a Mons. Stanislaw Dziwisz, secretario personal de Juan Pablo II, pensando que podría informar al Santo Padre de la muerte de don Álvaro antes de comenzar a celebrar la Misa. Mons. Dziwisz le aseguró que lo comunicaría enseguida al Papa y que lo encomendaría en la Misa. Pronto sabría don Javier que no sólo había ofrecido la Misa por don Álvaro, sino que había invitado a unirse a esa intención a quienes concelebraban con él. Después llegó a la sede del Opus Dei un cariñoso y expresivo telegrama, con el consuelo y la bendición del Santo Padre.

Al final de esa mañana, el Prefecto de la Casa Pontificia, Mons. Dino Monduzzi, informó a don Javier Echevarría que el Papa saldría del Vaticano hacia las seis de la tarde, para rezar ante los restos mortales del Obispo Prelado del Opus Dei. Llegó a la hora prevista, acompañado por el Secretario de Estado, Cardenal Angelo Sodano, Mons. Monduzzi y Mons. Dziwisz. Ya en la nave central de la iglesia prelaticia, rezó de rodillas durante unos diez minutos, en medio de un silencio impresionante. Al levantarse, le sugirieron recitar un responso, pero prefirió incoar la Salve y tres Glorias; luego, pronunció las invocaciones Requiem aeternam dona ei, Domine y Requiescat in pace, y aspergió con agua bendita el cuerpo de don Álvaro. Después se volvió a arrodillar en el reclinatorio y, antes de salir, impartió la bendición a los presentes.

Cuando don Javier le agradeció en nombre de la Prelatura que hubiera acudido, Juan Pablo II contestó:

"-Si doveva, si doveva..."

Y preguntó en qué momento exacto había celebrado su última Misa en Tierra Santa.

Como expresaría el Vicario general del Opus Dei al día siguiente, en la homilía del funeral celebrado en la propia iglesia de Santa María antes de las exequias, "os puedo confiar que era constante el ofrecimiento de su vida a Dios, por el Papa y por la Iglesia Santa. Tuve ocasión de comentárselo ayer al Santo Padre Juan Pablo II, cuando vino a rezar antes los restos mortales del Padre. Le dije, porque es la pura verdad, que la última Misa de su vida -la que celebró en la Iglesia del Cenáculo de Jerusalén- la ofreció, como siempre, por la persona e intenciones del Romano Pontífice".