2. La carrera de Leyes

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

La actividad en Perdiguera, primicias de su ministerio sacerdotal, había sido agotadora. Don Josemaría no pudo disfrutar un momento de reposo. Sin embargo, como su naturaleza era joven y resistente, fatigas y penitencias, vigilias y noches en el suelo no dejaban huella del cansancio. De vuelta a casa se encontró con el saludo espontáneo de su hermana: «¡Cómo has engordado!» |# 20|. La cocina de Prudencia, y la buena disposición del clérigo para no rechazar lo que apareciera en aquella humilde mesa, tenían mucho que ver con su buen aspecto, sobre todo el pan, las legumbres, las patatas y las grasas.

Josemaría, fino observador, tampoco necesitó mucho tiempo para darse cuenta de la condición en que vivían su madre y hermanos. Llevaban años en la estrechez, pero desde la muerte del cabeza de familia rayaban casi en la penuria. Sixta Cermeño, que seguía visitando con cierta frecuencia el piso de la calle Rufas, cuenta que su tía Dolores «en aquel entonces sufría mucho, aunque no lo manifestaba». Aun sin ponerse de acuerdo, procuraban, por todos los medios, que no trascendiesen a los visitantes los apuros económicos del hogar. «Recuerdo, por ejemplo —continúa Sixta—, que un domingo por la tarde estábamos juntas y la tía decía de preparar un chocolate dando la impresión de que era una manera de obsequiarme, pero tengo ahora la seguridad de que aquello era para ellas la cena» |# 21|.

Teniendo a la vista una necesidad tan apremiante, difícilmente podía permitirse el joven sacerdote risueños proyectos a largo plazo. En primer lugar, había de resolver su relación eclesiástica con la curia. Cuestión pendiente desde su ordenación y que, por los antecedentes de Perdiguera, no parecía prometer una solución feliz. Era también más o menos trasparente que la carta enviada a Perdiguera por el Canciller Secretario de Cámara encerraba, entre líneas, un aviso más o menos claro: que dejase en paz a su tío Carlos. ¿A qué insistir?

Por fin se daba de cara Josemaría, y no en un plano de teórico idealismo, con los problemas reales e imperiosos de la "carrera eclesiástica". No sabía con certeza qué camino tomar. Por un lado le atraía el ejercicio de su ministerio, sintiéndose como descentrado lejos del altar, y estando dispuesto a cualquier sacrificio. Pero, por otro, tenía que considerar sus circunstancias personales, y en particular las obligaciones para con los de su familia. Todo ello, indudablemente, restringía mucho la lista de posibles puestos eclesiásticos a solicitar. Más aún teniendo en cuenta que no tomaba ninguna decisión sin antes meditarla a la luz de los barruntos del Amor divino |# 22|.

Después de mucho buscar, no dio con nada sólido y positivo para cubrir sus urgentes necesidades económicas de cabeza de familia. Hasta que, finalmente, tras algún que otro fracaso, consiguió un puesto con el que calmar su celo de sacerdote. De una forma u otra, no se sabe cómo, fue a parar a la iglesia de San Pedro Nolasco, más conocida como iglesia del Sagrado Corazón, regentada por los padres jesuitas. Allí comenzó, de modo provisional, a trabajar en el mes de mayo, a poco de haber salido de Perdiguera. Los estipendios, como es de imaginar, resultaban insuficientes para satisfacer los gastos familiares.

Considerando las cosas de cerca, la preocupación que rondaba la cabeza de doña Dolores era muy otra. Temía que destinasen de nuevo a su hijo fuera de Zaragoza. Y con la osadía propia de una madre, aun sabiendo que el horno no estaba para bollos, se decidió a solicitar una recomendación por parte de su hermano el canónigo. Al pequeño Santiago no se le fue de la memoria la dolorosa escena que se produjo cuando su madre se presentó, de luto, llevándole a él de la mano, en casa del tío Carlos, para suplicarle que atendiese a Josemaría: «Una vez ordenado sacerdote —nos dice—, mi madre quería que se quedase en Zaragoza con nosotros. Fue a pedirlo a su hermano D. Carlos, que tenía mucha influencia en la Curia. Yo acompañé a mi madre, pero su hermano D. Carlos, lo recuerdo como si fuese ahora, la recibió malamente y a empujones nos echó de su casa» |# 23|.

Otro de los problemas que debía de resolver el recién ordenado era el de su carrera civil. Meses atrás había emprendido sus estudios jurídicos. Ahora, apenas transcurrido un año, de tal modo variaron las circunstancias y situación de los Escrivá en este mundo, que se veía obligado a acabar cuanto antes la carrera de Leyes. El joven clérigo preveía que el único recurso a mano, compatible con su condición sacerdotal, era dedicarse a la enseñanza, si quería sacar adelante a la familia.

Con fecha de 29 de abril, estando en Perdiguera, había enviado una instancia al decano de la Facultad de Derecho exponiendo que, por tener hechos privadamente los estudios de las asignaturas de Derecho Político y de Derecho Civil, deseaba presentarse en los exámenes del próximo mes de junio para darles validez académica |# 24|. Tan atropelladamente habían rodado los sucesos del curso 1924-1925 para Josemaría —muerte del padre, diaconado, traslado de la familia, ordenación sacerdotal, destino a Perdiguera y, últimamente, ministerio en San Pedro Nolasco—, que apenas pudo dedicarse al estudio. Se encerró, pues, a preparar, con entusiasmo y tesón, los temas de Político y Civil. Y pronto se dio cuenta de que pretendía abarcar demasiado. Solamente se presentó al examen de Derecho Civil, que pasó holgadamente |# 25|.

Haciendo revista de su expediente académico echó de ver que, gracias al esfuerzo del año anterior, cuando en una sola convocatoria, en septiembre de 1924, había logrado aprobar seis asignaturas, se encontraba ya a mitad de carrera |# 26|. Lleno de optimismo se trazó un nuevo plan de ataque intentando preparar otras dos asignaturas en el verano de 1925. Se trataba del Derecho Penal y del Derecho Administrativo. Pero, al llegar el mes de septiembre, el estudiante no compareció a examen |# 27|. Tal vez le fue imposible prepararse a causa de las nuevas obligaciones litúrgicas y pastorales en San Pedro Nolasco; o acaso su sentido de responsabilidad le impidiera tentar la suerte, si no dominaba la asignatura.

Sin embargo, ni sus estudios ni su prudencia le libraron de un suspenso en "Historia de España", materia en la que Josemaría pensaba estar bien preparado, por su afición y lecturas |# 28|. El catedrático de Historia era conocido entre los estudiantes como hombre susceptible, al que acompañaba el empaque de su figura y el tono magistral de sus explicaciones. Por ser alumno libre, Josemaría no estaba obligado a asistir a las clases. El profesor, sin embargo, tomó muy a mal la ausencia del alumno, que así despreciaba tan sabias lecciones. Llegados los exámenes mandó que dijesen a Josemaría que no se presentara, porque le suspendería sin remedio; como sucedió. El alumno, molesto con esta patente injusticia, pues había demostrado su conocimiento de la asignatura, para evitar ulteriores arbitrariedades le envió recado, con razonada exposición, de que antes de presentarse de nuevo a examen pedía que se le diesen garantías de que podía aprobar. Reconoció el profesor su injusto proceder y le aseguró que bastaba su presencia en el examen, pues ya había dado muestras de conocer bien la asignatura |# 29|.

La carrera de Leyes le estaba resultando a Josemaría una fatigosa prueba de obstáculos; todo hacía prever que le costaría mucho sacrificio el acabarla. El compromiso adquirido en vida de su padre, cuya memoria veneraba, le daba fuerzas para seguir batallando. Al mismo tiempo, por gratitud y lealtad, se sentía comprometido con Dios, cuya llamada continuaba entre barruntos.

Esto explica, en parte, su seguridad interior y su desbordante optimismo. Con este espíritu emprendió el curso 1925-1926. Tenía el firme propósito de terminar, en esta segunda etapa de su paso por la Facultad de Derecho, las asignaturas que le faltaban para licenciarse. Contaba, por supuesto, con las convocatorias de junio y de septiembre.

Un compañero de Josemaría que conocía la Universidad eclesiástica, y que, igual que él, estudió luego Derecho, se muestra un tanto sorprendido de que en aquellas instituciones de enseñanza reinaran valores sociales tan distintos. De manera que Josemaría, que sobresalía en el Seminario por «sus inquietudes culturales», no tuvo ahora problemas de adaptación. Al revés, esas mismas inclinaciones, le sentaban a las mil maravillas en la Universidad civil, en cuyo ambiente «encajó perfectísimamente» |# 30|.

Tal vez la sotana contribuyera a darle aires de prestigio, por lo que tenía de novedad entre los alumnos. Lo cierto es que el traje clerical, vestido con naturalidad y pulcritud, nunca constituyó una barrera entre Josemaría y sus compañeros. Algunos estudiantes amigos, como Juan Antonio Iranzo, lo consideraban «reflejo del concepto que tenía de la dignidad del sacerdocio y de su inquietud apostólica» |# 31|.

Desde un primer momento, se encontró en la Universidad como pez en el agua. Don José López Ortiz describe cómo, a poco de ordenarse presbítero, fue a examinarse a Zaragoza en junio de 1924 y trabó amistad con el entonces Inspector del San Carlos, que le puso al corriente de la Facultad: «Josemaría estaba muy bien preparado y conocía un ambiente que para mí era desconocido —nos cuenta—; generosamente, como lo más natural, me daba valiosas orientaciones sobre los distintos temas referentes a los estudios» |# 32|. Por aquel entonces, uno llevaba hábito de agustino y el otro iba de sotana y no se había ordenado aún de subdiácono. Al agustino, que se encontraba en un medio para él extraño, le sorprendió la soltura con que se manejaba don Josemaría. «En la Facultad —dice— observé que todos le conocían, y además por su carácter comunicativo y alegre se veía que era muy apreciado. Como era el único seminarista, algunos amigos le llamaban cariñosamente "el curilla", que era el apelativo que le había puesto aquel profesor de Derecho Canónico, Moneva Puyol, que tanto apreciaba a Josemaría» |# 33|.

Nunca se encontraba solo el joven clérigo. El atractivo de su conversación y de su persona reunía, en torno a él, a los estudiantes, que se acercaban al corro «a oírle charlar», pues «se sentían atraídos por su personalidad». Luis Palos, que esto cuenta, conservaba del "curilla" una nostálgica imagen, todavía fresca en la vejez: «Me parece verle aún por los claustros de la Universidad antigua, en la Plaza de la Magdalena, paseando siempre con un grupo; o por la Biblioteca, ya desaparecida, de Cerbuna. Indiscutiblemente ejercía un atractivo humano muy fuerte sobre todos nosotros. Tenía una mentalidad muy abierta, un espíritu universal» |# 34|. Esa amplitud de miras y sentimientos era, en buena parte, producto de su condición sacerdotal.

El sacerdocio era la vocación desde la que el Señor iba a llamarle a realizar un designio divino de amplísimos alcances, dándole a conocer, a su tiempo, ese algo que aún no le había revelado. Josemaría había sido entresacado de los hombres, en cuanto sacerdote, para participar del eterno sacerdocio de Cristo en beneficio de sus hermanos los demás hombres. Por el sacramento del Orden, al ser consagrado, se le había conferido una marca imborrable, vinculándole a la misión de la Iglesia, haciéndole otro Cristo, y administrador de sus sacramentos.

De esa tremenda dignidad tenía tan alto concepto que, según atestiguan sus amigos, transcendía a sus modales y a su aspecto externo, como expresión de la conciencia de su nueva personalidad. El joven sacerdote era extraordinariamente delicado en todo lo que suponía bromas o burlas al estado clerical, especialmente cuando estaba en compañía de universitarios. Cuenta uno de ellos que Josemaría «aguantaba con sencillez las intemperancias —palabras malsonantes, chistes subidos de tono— de los compañeros, y sabía salir airoso de situaciones que, para otro, habrían sido comprometidas» |# 35|. Pero si la conversación se deslizaba de manera inconveniente, apenas se producía el más leve roce en materias escabrosas o en algo que significara falta de respeto al sacerdote, el joven clérigo cortaba de forma tajante, sin perder el decoro y el aplomo; y sin poder evitar, a veces, que los colores le viniesen a la cara.

La reverencia que es debida al sacerdocio la vivía él mismo de modo ejemplar, procurando, en lo posible, que su compostura y gravedad no sufriera menoscabo al contacto con el mundo estudiantil. Tan hondamente comprendió la necesidad de estar revestido de mesura en el comportamiento, que esa preocupación personal aparece y reaparece entre sus notas escritas. Finalmente, quedará plasmada, con un trasfondo autobiográfico, en un criterio que aconseja seguir a todo fiel cristiano:

No me pongas al Sacerdote en el trance de perder su gravedad. Es virtud que, sin envaramiento, necesita tener.

¡Cómo la pedía —¡Señor, dame... ochenta años de gravedad!— aquel clérigo joven, nuestro amigo!

Pídela tú también, para el Sacerdocio entero, y habrás hecho una buena cosa |# 36|.

El joven capellán redoblaba sus cuidados para no dar motivo a posibles habladurías, yendo más allá de lo que exigía una discreta prudencia. Ponía especial atención en no salir a la calle en compañía de su madre, o de su hermana, no fuese a causar escándalo a quienes nada sabían del parentesco entre las faldas y la sotana. Con las jóvenes que seguían estudios universitarios en la Facultad de Derecho, pocas en aquellos años, se comportaba con precavida amabilidad, sin excederse en muestras de cortesía |# 37|.

El traje talar —repetimos— nunca fue impedimento para don Josemaría, que en la calle, en la Universidad o en el ejercicio de la capellanía de San Pedro Nolasco, sabía desenvolverse con naturalidad, consciente del valor de su sotana. Más aún, como nos cuenta un compañero de estudios: «no dejaba de hacer notar su condición sacerdotal» |# 38|. Estaba el joven clérigo noblemente orgulloso de poseer semejante tesoro y dignidad. Un título que le llevaba a amar de todo corazón a sus hermanos en el sacerdocio, a defender con uñas y dientes el honor de los ministros del altar y a tratar de recomponer esa dignidad, cuando era mancillada.

Don Josemaría fue testigo de algún triste suceso de este tipo, como lo ocurrido a un íntimo amigo del seminario, que pronto abandonó el ministerio sacerdotal. La conversión de aquella alma requirió un largo proceso de oraciones y vigilia. Hacia 1930, don Josemaría —refiere un estudiante— «me pedía que rezase por él, y en íntima confidencia, me contó algo de su oración y mortificación por aquella intención» |# 39|. Varios años más tarde testimonia otra persona que el sacerdote «le recordaba mucho, le encomendaba y procuraba no perder el contacto con él, siempre pensando que podía ser recuperable» |# 40|. «Le amonestó de palabra y por escrito para sacarle de la situación mala», insiste un tercero. Hasta que, al final de su vida, aquel pecador, ya reconciliado, vio que Josemaría «había sido el amigo más fiel y el instrumento de que se valió Dios para volverle a la Iglesia» |# 41|.

Otras veces se trataba de personas de mayor edad, a quienes el joven sacerdote, luego de haberse mortificado y orado largamente, se les acercaba armado de caridad y simpatía |# 42|.

* * *

El 25 de abril de 1926, con el noble deseo de dar un fuerte avance en sus estudios civiles, y, con exceso de optimismo, dirigió al decano de la Facultad de Derecho una instancia en la que respetuosamente expone:

Que deseando sufrir examen, en la próxima convocatoria, de las asignaturas siguientes: Derecho Político, Derecho Penal, Derecho Administrativo, Derecho Internacional Público, Derecho Mercantil y Procedimientos judiciales, etc. etc |# 43|. Estaba decidido a sacar adelante este apretado manojo de asignaturas, aun cuando sabía que el celo apostólico que llevaba dentro de sí, sumado a las estrictas obligaciones de la capellanía de San Pedro Nolasco, no le dejaría mucho tiempo libre.

A la hora de los exámenes, viendo más de cerca el peligro, hizo sus cálculos y abandonó para la convocatoria de septiembre el Derecho Penal y los Procedimientos Judiciales. Del resto de las asignaturas se examinó en ese mes de junio, con el resultado de una Matrícula de Honor, dos notables y un aprobado. De las otras dos asignaturas pendientes, más la Hacienda Pública y el Derecho Internacional Privado, se examinó al terminar el verano. Con ello, únicamente le quedaba una asignatura para acabar la carrera |# 44|.