2. Contemplativos en medio del mundo

Libro escrito por Dominique Le Tourneau sobre la estructura y el espíritu del Opus Dei

Se denomina contemplación, espíritu de contemplación (del latín contemplatio, “mirar atentamente”) a un estado de intimidad con Dios y de profunda unión espiritual con Él que permite a las mujeres y hombres que la cultivan ver a Dios en esta tierra (es un modo de hablar), antes de quedar absortos para toda la eternidad en el abismo de Amor de la Santísima Trinidad.

San Josemaría era un maestro de la contemplación cristiana, que nace de la oración, de la identificación con Cristo. En sus escritos, en su predicación, en su trato diario enseñaba de forma cordial y animante a unir la acción y la oración, convirtiendo el trabajo y las actividades de cada jornada en una continua plegaria, en un continuo acto de amor. Esa contemplación de Dios con los ojos del alma —decía, con formulaciones muy diversas— en los avatares de la vida diaria no es una utopía irrealizable: es el fruto granado de la vida cristiana.

El cristiano es un ciudadano de esta tierra, pero puede decirse que al gozar en su alma de la gracia santificante ya ha puesto un pie en la eternidad. Para alcanzar esa contemplación no necesita retirarse a un monasterio o a irse a vivir a un lugar apartado. “Nosotros vivimos en la calle, ahí tenemos la celda: somos contemplativos en medio del mundo”, decía el fundador (Carta, 31-V-1954, n. 7, en Illanes, La Santificación del Trabajo, 10ª ed. revisda y actualizada, p. 125).

Esa contemplación no es algo extraño ni supone entrar en una especie de éxtasis místico arrebatado y extraño: es el resultado natural de la presencia de Dios; de luchar por vivir en gracia y de esforzarse por referirlo todo a Él. Cuando un cristiano empieza a vivir así, entra por caminos de contemplación. “¡Qué pocos entienden todavía esto! Piensan, al oír hablar de vida interior, en la oscuridad del templo, cuando no en los ambientes enrarecidos de algunas sacristías. Llevo más de un cuarto de siglo diciendo que no es eso. Describo la vida interior de cristianos corrientes, que habitualmente se encuentran en plena calle, al aire libre; y que, en la calle, en el trabajo, en la familia y en los ratos de diversión están pendientes de Jesús todo el día. ¿Y qué es esto sino vida de oración continua? ¿No es verdad que tú has visto la necesidad de ser alma de oración, con un trato con Dios que te lleva a endiosarte? Esa es la fe cristiana y así lo han comprendido siempre las almas de oración: se hace Dios aquel hombre, escribe Clemente de Alejandría, porque quiere lo mismo que quiere Dios.

Al principio costará; hay que esforzarse en dirigirse al Señor, en agradecer su piedad paterna y concreta con nosotros. Poco a poco el amor de Dios se palpa —aunque no es cosa de sentimientos—, como un zarpazo en el alma. Es Cristo, que nos persigue amorosamente: he aquí que estoy a tu puerta, y llamo. ¿Cómo va tu vida de oración? ¿No sientes a veces, durante el día, deseos de charlar más despacio con El? ¿No le dices: luego te lo contaré, luego conversaré de esto contigo?

En los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor, el corazón se explaya, la voluntad se fortalece, la inteligencia —ayudada por la gracia— penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas. Como fruto, saldrán siempre propósitos claros, prácticos, de mejorar tu conducta, de tratar finamente con caridad a todos los hombres, de emplearte a fondo —con el afán de los buenos deportistas— en esta lucha cristiana de amor y de paz.

La oración se hace continua, como el latir del corazón, como el pulso. Sin esa presencia de Dios no hay vida contemplativa; y sin vida contemplativa de poco vale trabajar por Cristo, porque en vano se esfuerzan los que construyen, si Dios no sostiene la casa” (Es Cristo que pasa, 8).

La cita ha sido larga pero expresiva. Contemplar significa vivir en Dios con los pies en el suelo; vivir para Dios entre el ajetreo de la vida corriente; trabajar y rezar; rezar y trabajar, hasta que no se distingue dónde termina la oración y comienza el trabajo.

Eso explica que para un cristiano corriente, no pueda haber vida de oración, ni vida contemplativa, sin un cumplimiento fiel de las obligaciones profesionales, sin un trabajo intenso realizado con perfección, cara a Dios. Orar, rezar, contemplar: dejarse guiar por el Amor de Dios, secundar fielmente sus deseos, dejar actuar a la gracia en el alma.

Con motivo de la canonización de San Josemaría el cardenal Ratzinger, actual Benedicto XVI, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, señalaba: “Virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para que Dios actuara (…).

Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios” (L´Osservatore Romano, 6 de octubre de 2002, p. 14).

Esta contemplación, vivida con naturalidad en medio del mundo, nace en el ámbito de la intimidad personal y lleva a la humildad de saberse instrumento en las manos de Dios; también está en la raíz de lahumildad colectiva de la que tanto hablaba el fundador con los miembros del Opus Dei, exhortándoles a trabajar para la gloria de Dios, en servicio de la Iglesia y de sus hermanos los hombres con una humildad personal profunda, que al sumarse se convierta en una humildad colectiva. “Pertenecen de hecho al Opus Dei, en España y en todo el mundo —comentaba en una entrevista— personas de todas las condiciones sociales: hombres y mujeres, viejos y jóvenes, obreros, industriales, empleados, campesinos, personas que ejercen profesiones liberales, etcétera. La vocación la da Dios, y para Dios no hay acepción de personas. Pero el Opus Dei no se precia de ninguna cosa: las obras apostólicas no crecen con las fuerzas humanas, sino al soplo del Espíritu Santo. En una asociación que tenga una finalidad terrena, es lógico publicar estadísticas ostentosas sobre el número, condición y cualidades de los socios, y así suelen hacerlo de hecho las organizaciones que buscan un prestigio temporal, pero ese modo de obrar, cuando se busca la santificación de las almas, favorece la soberbia colectiva: y Cristo quiere la humildad de cada uno de los cristianos y de los cristianos todos” (Conversaciones..., 40).

La contemplación es un don de Dios y al mismo tiempo un fruto del esfuerzo personal constante y enamorado por vivir para Dios, poniendo los medios para apartar de la propia existencia todo lo que separe de Él. ”Sentid las cosas de arriba, no las de la tierra” (Col 3, 2)

En el Opus Dei se vive el espíritu de sacrificio y penitencia, de la llamada oración del cuerpo —la mortificación corporal— de acuerdo con la edad, salud y circunstancias de cada persona, según los modos concretos aprobados por la Iglesia, y moderados por un acompañamiento espiritual personal que ayuda a discernir lo más conveniente para cada uno en cada momento, evitando desviaciones de cualquier tipo.

En medio de una sociedad que busca desenfrenadamente el placer a cualquier precio, el espíritu cristiano del Opus Dei se hace eco, en el oído de numerosas personas de nuestro tiempo, de las palabras de Cristo: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga” (Lc 9, 23). Ayuda a los cristianos a descubrir el sentido corredentor de la penitencia, a reparar y desagraviar por las ofensas de los hombres a Dios, a unirse a Cristo Crucificado.

San Josemaría ponía el acento en esas “pequeñas mortificaciones” —a veces son las más costosas— que pasan inadvertidas: “una sonrisa —decía— puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia” (Forja, 149). A nadie se le oculta qué difícil resulta sonreír tras un agravio o en medio de un fuerte contratiempo. Ahí es donde nos espera el Señor, dice Escrivá, que concreta en sus escritos muchos aspectos elocuentes del verdadero espíritu de penitencia: “Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior”. (Camino, 173).

Anima a buscar “mortificaciones que no mortifiquen a los demás” (Camino, 179), y escribe: “Pídele al Señor que te ayude a fastidiarte por amor suyo; a poner en todo, con naturalidad, el aroma purificador de la mortificación; a gastarte en su servicio sin espectáculo, silenciosamente, como se consume la lamparilla que parpadea junto al Tabernáculo. Y por si no se te ocurre ahora cómo responder concretamente a los requerimientos divinos que golpean en tu corazón, óyeme bien.

Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.

La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío.

Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias —los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo— así lo requieran.

La penitencia consiste en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.

Penitencia, para los padres y, en general, para los que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.

El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!” (Amigos de Dios, 138).