Aquel día, Bernardette Soubirous, una niña de tan sólo 14 años, iba en búsqueda de leña a una gruta cercana al pueblo, situado junto al río Gave y cercana de la frontera con España.
Al llegar al lugar se encontró con un riachuelo. Se detuvo para sacarse las medias y cruzarlo, cuando un ruido muy fuerte la obligó a alzar la vista. En aquél momento vio dentro de la gruta a una Señora vestida de blanco, con una cinta azul en su cintura. Ésta se encontraba descalza y de pié sobre una nube; sus pies estaban adornados por dos rosas del mismo color de la nube y tenía entre sus manos un rosario.
En los días posteriores hubo nuevas apariciones. En una de ellas pidió a la niña que se acercara a la gruta y que bebiera y lavase su cara con ella. En adelante, esa gruta sería el lugar de peregrinaje para miles de fieles que acuden a encontrarse con la Virgen en la Gruta de Lourdes.
Entre ellos, San Josemaría Escrivá, que fue en numerosas ocasiones. Casi siempre, para darle gracias; en algunas ocasiones, a solicitarle algún favor –como la salud de su hermana Carmen o el buen marchar de la Obra-; y siempre para manifestarle su amor de hijo.
El santo escribió en Forja: "Busca a Dios en el fondo de tu corazón limpio, puro; en el fondo de tu alma cuando le eres fiel, ¡y no pierdas nunca esa intimidad!
—Y, si alguna vez no sabes cómo hablarle, ni qué decir, o no te atreves a buscar a Jesús dentro de ti, acude a María, «tota pulchra» —toda pura, maravillosa—, para confiarle: Señora, Madre nuestra, el Señor ha querido que fueras tú, con tus manos, quien cuidara a Dios: ¡enséñame —enséñanos a todos— a tratar a tu Hijo!".