Los libros de la Sagrada Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso que quedara consignada para nuestra salvación. Hablan, pues, de hechos reales.
Pero los hechos se pueden expresar con verdad recurriendo a distintos géneros literarios, y cada género tiene su estilo propio de contar las cosas. Por ejemplo, cuando en los Salmos se dice que «los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19,2) no se pretende afirmar que los cielos pronuncien palabras ni que Dios tenga manos, sino que se expresa el hecho real de que la naturaleza da testimonio de Dios, que es su creador.
La historia es un género literario que en la actualidad tiene unas características peculiares que son distintas de las que en las literaturas del antiguo Oriente Próximo, e incluso en la antigüedad greco-latina, se empleaban para narrar lo sucedido. Todos los libros de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, fueron escritos hace entre dos y tres mil años por los que calificarlos de «históricos» en el sentido que ahora damos a esa palabra sería un anacronismo, ya que no fueron pensados ni escritos con los esquemas conceptuales actualmente en uso.
Sin embargo, que no se les pueda calificar de «históricos» en el sentido actual de esa palabra no quiere decir que transmitan información o nociones falsas o engañosas, y por lo tanto no merezcan credibilidad. Transmiten verdades, y hacen referencia a hechos realmente acaecidos en el tiempo y en el mundo en que vivimos, contados con unos modos de hablar y de expresarse distintos, pero igualmente válidos.
Esos libros no fueron escritos para satisfacer nuestra curiosidad acerca de detalles irrelevantes para el mensaje que trasmiten, como pueda ser decirnos qué comían, cómo vestían o qué aficiones tenían los personajes de los que se habla. Lo que proporcionan sobre todo es una valoración de los hechos desde el punto de vista de la fe de Israel y de la fe cristiana.
Los textos bíblicos permiten conocer lo sucedido incluso mejor de lo que percibieron los testigos directos de los acontecimientos, ya que aquellos podían no tener todos los datos necesarios para valorar en su justo alcance lo que estaban presenciando. Por ejemplo, una persona que pasara junto al Gólgota el día que crucificaron a Jesús se daba cuenta de que allí se estaba llevando a cabo la ejecución de un condenado a muerte por los romanos, pero el lector de los evangelios, además de esa realidad, sabe que ese crucificado es el Mesías y que en ese preciso momento está culminando la redención de todo el género humano.
Bibliografía: Francisco Varo, ¿Sabes leer la Biblia? (Planeta, Barcelona, 2006)