1. Virtudes humanas

Conferencia inaugural de Mons. Javier Echevarría en el Congreso La grandeza de la vida ordinaria, con ocasión del centenario del nacimiento de San Josemaría, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma, 8-I-2002. Publicada en La grandezza Della vita quotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, pp. 67-89.

A finales de agosto del año 2000 se cumplió el centenario de la muerte de Friedrich Nietzsche. Se publicaron con ese motivo muchos libros y artículos, muestra de que la figura del pensador alemán –a pesar de sus crispados desequilibrios humanos y sus insuficiencias filosóficas– ha dejado una profunda huella en la mentalidad del último siglo. Una de sus tesis más conocidas es la denuncia de que los cristianos, con su exclusiva valoración de los bienes celestiales –que califica de hipócrita y oportunista–, desprecian lo humano y se convierten en «enemigos de la vida».

La acusación de Nietzsche se revela a todas luces injusta y, como tantas de sus posturas, destartalada y desmesurada. Los cristianos, a lo largo de dos mil años, han apreciado como nadie la dignidad de la persona, han abierto en buena medida el desarrollo de las ciencias positivas, y han inspirado culturas y civilizaciones en las que han surgido genios del arte y del pensamiento, personalidades de extraordinario vigor y de gran capacidad de arrastre. Y esto ha sido posible porque la Iglesia se ha mantenido fiel a la afirmación central de la Encarnación del Verbo: Jesucristo fue, es y será siempre verdadero Dios y verdadero hombre [1] , que restaura todas las cosas en su Verdad.

Precisamente en la vida y en la enseñanza del Beato Josemaría destaca su profunda valoración de las virtudes humanas, como fundamento de las sobrenaturales; doctrina no siempre suficientemente remachada en las obras ascéticas convencionales, a las que seguramente tuvo acceso en su primera formación cristiana y sacerdotal. En una homilía pronunciada en 1941, afirmaba de manera inequívoca: «Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo » [2].

El Fundador del Opus Dei se refirió alguna vez a la armonía de los hábitos virtuosos con una expresión cargada de fuerza: la «formación enteriza de las personalidades jóvenes» [3] . Pero los primeros que recibieron este espíritu de sus labios –y los innumerables que después han transitado ese itinerario– no aprendieron esta forma de conducta a través de una teoría moral o de un estilo pedagógico. La palparon en el existir cotidiano de aquel sacerdote que les orientaba en su vida cristiana. Los testimonios de su labor pastoral, desde los comienzos hasta su fallecimiento en 1975, confirman que Josemaría Escrivá de Balaguer fue una persona en la que doctrina y vida formaban una unidad indisoluble. No era un maestro frío, teórico de la ética natural y la moral cristiana; tampoco un líder entusiasta que arrastraba con recursos sentimentales. Se reveló como un sacerdote enamorado de Jesucristo, entregado por ese amor al servicio de las almas, con una personalidad fuerte y armónica, en la que lo humano y lo sobrenatural se entrecruzaban en mutua potenciación, con un comportamiento sencillo y enérgico que atraía por su indudable autenticidad, por su compromiso leal con lo que enseñaba, por su coherencia sin quiebras.

El Señor le dotó de cualidades singulares –sus padres las cultivaron con su enseñanza y ejemplo–, que le abrieron al gran panorama del caminar cristiano. Desde niño tuvo una gran capacidad para asumir y asimilar todo lo que recibía dentro del clima espiritual y humano que respiraba. Con normalidad, fue aprendiendo la necesidad de practicar las virtudes humanas y cristianas, en las que hundiría sus raíces la vida interior propia de un niño, de un muchacho, de un adolescente, de un universitario. Sorprenden muy de veras sus dotes de observación y de intuición. No ve en el mundo que le rodea algo que se le impone o simplemente le favorece o le ayuda. Contempla cómo se hacen las cosas en el hogar, el parvulario y el colegio, y va sacando consecuencias.

No olvidará jamás la sonrisa amable de su padre, que nunca pierde la paz, y se interesa por las personas que se hallan a su lado como algo que pertenece a su propia existencia. Le he escuchado muchas anécdotas que muestran la amistad y lealtad de don José Escrivá, proyectadas con más fuerza aún, en el ambiente de familia, con su esposa y sus hijos. Josemaría descubrió en su padre el sentido humano y divino de la amistad y la justicia. Desde que empieza a darse cuenta de lo que le rodea, observa la puntualidad y la responsabilidad en el trabajo de sus padres. Cumplidores del deber, cada uno en su ámbito, desempeñan esas tareas con generosidad, con alegría, sin pérdidas de tiempo. Procuran siempre acabarlas bien, con el estímulo de servir a los de arriba y a los de abajo.

Ese desvelo va de la mano de un profundo sentido de la libertad. Precisamente por el clima de confianza del hogar, que luego trasladará a todos los lugares en que se mueva, afronta el cumplimiento de las propias obligaciones y consulta voluntariamente a quienes pueden aconsejarle. A la vez, en el ambiente familiar descubre la necesidad de la sinceridad verdadera, y adquiere la rectitud de no dejarse llevar por la crítica o la murmuración, ni el resentimiento o el rencor. En la medida en que crece en libertad, sabe darla a los demás, sin mostrarse jamás desconfiado.

Se desenvuelve en una atmósfera familiar que cultiva la educación, el pudor, los buenos modales. Aprende a escuchar, a atender, a aprender, a ayudar en la convivencia. Observa la comprensión que se tiene con los ancianos, los enfermos y los pobres; va atesorando ese comportamiento, con la conciencia de que nadie le puede resultar indiferente. Ha escuchado que el personal que colabora en la casa forma parte de la familia: se impone el agradecimiento y el respeto para no dejarse servir innecesariamente. Con el tiempo, muchas personas saldrán del túnel de la tristeza o de la soledad, al comprobar que el Beato Josemaría las trata como hermanos, con la más sincera amistad. No son pocos los que reconocen que, en sus encuentros con este sacerdote, no contaban con nada que ofrecerle, y se veían como pagados por la caridad con que les trataba: les atendía con tal naturalidad sobrenatural que sentían como si aquello fuera lo normal. No exagero al decir que ha llenado de riqueza espiritual y de esperanza, con su amistad y su paternidad sacerdotal, a muchos indigentes, a incontables enfermos, a personas que otros aislaban o rechazaban, a trabajadores de oficios humildes, a quienes no habían experimentado la seguridad de una familia.

No es posible describir la amplia gama de su carácter recio, que le llevaba a tomarse en serio –como cristiano, como sacerdote, como hombre– la propia vida y la de los demás. Por eso, hasta el final de su paso por la tierra, se distinguió por su afán recto de aprender de todos, de los países donde se encontraba, de los sanos intereses de los otros.

Justamente porque se fijaba en el bien que operaban los demás, era muy agradecido, persuadido de que todos lo enriquecían. A la vez, mostraba una acentuada capacidad de advertir la bondad, la belleza, la nobleza, los grandes ideales, y también las necesidades del prójimo. Desde niño fue acrisolando un afán grande de crecer en doctrina y preparación humana, cultural, profesional.

Su naturalidad –noble, elegante, normal– traslucía su personalidad rica. Jamás hacía comedia ni buscaba recitar. Y, sin embargo, se movía en público o ante las cámaras, sin pretenderlo, como un artista consumado. No representaba , pero estaba dotado de una amplia capacidad de comunicación. Atraía su sonrisa permanente y su mirada inteligente, penetrante, comprensiva. Al hablar, no perdonaba un gesto, reforzado por el movimiento o la quietud de sus manos. Hombre de genio vivo y rápido, puso todas sus dotes humanas al servicio de la misión que Dios le confió. No se dejó llevar de preferencias. Amplió continuamente sus horizontes, hasta alcanzar un temple acogedor, que aceptaba y valoraba lo positivo de cada alma.

Refieren quienes le trataron en la infancia que su alegre simpatía arrastraba. Esa faceta humana la puso también al servicio de la misión recibida de Dios, y supo ser desde los comienzos un apóstol alegre, que transmitía la necesidad de una fe operativa, la firmeza de una esperanza segura, y el tesoro de la capacidad de amar a Dios y por Dios. Con esta misma fuerza llegó al final de su paso por la tierra, acercándose a los corazones de las gentes de muchos países, para descubrirles la riqueza de la amistad con Dios.

[1] Cfr. Hb 13, 8.

[2] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios , Rialp, Madrid, 31ª ed. 2005, n. 75. A esta edición nos remitimos en las citas sucesivas.

[3] Cfr. Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, EUNSA, Pamplona 1993, p. 77.