1. "La Gran Ciudad de Londres"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Durante los últimos meses de estancia en Barbastro, Josemaría se aplicó con esmero al estudio. «Dejó un buen recuerdo entre sus compañeros y profesores del colegio. Y todos lamentamos su marcha», asegura uno de los antiguos condiscípulos |# 1|.

En junio de 1915 fue a examinarse al Instituto de Lérida. Sacó buenas notas en Francés e Historia de España, y la máxima calificación en Geometría. En cambio, en Lengua Latina consiguió tan sólo un aprobado, pues le fallaron los nervios y no acertó a expresarse con soltura, a pesar de las esperanzas que en él habían puesto los profesores del colegio |# 2|.

En los primeros días de julio, como de costumbre, la familia se fue a Fonz a pasar el verano. Faltándole la compañía del padre, que se hallaba lejos, en Logroño, Josemaría se entregó de lleno a la lectura, con objeto de descansar de recientes preocupaciones. La inclinación a leer le venía de cuando era pequeño. Don José le compraba muchos cuentos y le suscribió a una revista infantil: "Chiquitín". También el padre se enfrascaba en la lectura, pues le gustaba estar al tanto de lo que pasaba en el mundo, sucesos de política o religión, de economía y cultura. Su diario preferido era "La Vanguardia Española" y, de las revistas, "La Ilustración Española" y "Blanco y Negro" |# 3|.

Con tiempo libre por delante, el muchacho se embebió en las novelas de Julio Verne. Aquellas fantásticas aventuras, con un continuo desfile de tierras y costumbres exóticas, invenciones fabulosas y peligros inimaginables, le absorbían los sentidos. Pero cuando el autor se engolfaba en fastidiosas descripciones científicas, Josemaría pasaba rápidamente las páginas en busca del hilo de la acción novelesca |# 4|.

De Fonz regresaron a Barbastro a principios de septiembre, tan pronto les llegó noticia de que don José tenía ya listo un piso en Logroño. Enseguida desocuparon de muebles y enseres la casa de la calle Mayor, donde habían nacido todos los hijos del matrimonio y que, desde meses atrás, no era ya propiedad suya |# 5|.

Entre el 4 y el 8 de ese mes celebraba Barbastro la fiesta de la Natividad de la Virgen, al tiempo que los Escrivá preparaban su marcha. Se hicieron las despedidas, probablemente penosas. Últimamente la norma de conducta de doña Dolores era el comportarse como si nada hubiera pasado. Era la señora enemiga de adioses y melancólicas añoranzas. Y una mañana de mediados de septiembre, muy temprano, tomaron los Escrivá la diligencia que hacía el camino de Huesca. Por lo visto ningún pariente salió a despedirles.

«Yo recuerdo la despedida en una mañana temprano, refiere Esperanza Corrales. Ya había comenzado el curso escolar porque desde allí nos fuimos a clase. Doña Lola no quería despedidas y, por eso, estábamos sólo las amigas de Carmen» |# 6|.

* * *

En Barbastro dejaba el muchacho parientes y amigos; y recuerdos de infancia; y la tumba de tres hermanas en el cementerio. Todo eso le ataba inolvidablemente a su tierra natal, en la que no volvió a residir, aunque continuó siguiendo paso a paso los acontecimientos de su historia. El más triste de todos ocurrió veintiún años después de la salida de los Escrivá, en el verano de 1936. Con la dominación marxista, la diócesis de Barbastro se vistió de luto, pagando un fuerte tributo de sangre. De los 140 sacerdotes con que contaba el clero secular, 123 fueron martirizados, con el Obispo Administrador Apostólico a la cabeza. Igual suerte corrieron los religiosos. Fueron también asesinados: 9 padres escolapios, 51 religiosos y novicios del Corazón de María y 20 benedictinos del monasterio de Pueyo. La familia Escrivá hubo de llorar la muerte de algunos parientes |# 7|.

Posteriormente la diócesis de Barbastro, que durante nueve siglos venía sufriendo incertidumbres, pleitos y violencias, tuvo que enfrentarse ahora con nuevos problemas. Las muchas sedes que quedaron vacantes por martirio de los obispos, y las destrucciones de todo tipo causadas durante la guerra civil, aconsejaban una reorganización eclesiástica. Entre los proyectos de reforma estaba la supresión de la diócesis de Barbastro, por lo que ya en 1945 los barbastrenses buscaron la intercesión de Mons. Escrivá de Balaguer ante el Nuncio de Su Santidad en España. Nunca había accedido don Josemaría a usar de recomendaciones, ni siquiera con los de su familia. El caso presente era una notable excepción |# 8|. La diócesis consiguió salir de dificultades, aunque de nuevo se presentó el peligro veinte años más tarde. Corrían fuertes y fundados rumores acerca de la supresión de la sede. Las gentes de Barbastro tuvieron que recurrir otra vez a su ilustre paisano, que intercedió por escrito ante Pablo VI, exponiendo las razones históricas, sociales y pastorales que aconsejaban su mantenimiento, en bien de la Iglesia y de las almas. Como dice al final de un Appunto dirigido al Santo Padre: Quisiera, finalmente, insistir de nuevo en que es tan sólo el amor a la Iglesia y a las almas lo que me mueve a escribir estas líneas, suplicando humildemente al Santo Padre que no se suprima la diócesis de Barbastro |# 9|.

Con el paso del tiempo se hizo aún más patente su amor a la patria chica: Cada día que pasa —escribe—, me siento más unido a mi queridísima ciudad de Barbastro y a todos los barbastrinos: mi recuerdo y mi cariño son muy hondos |# 10|. No era un simple sentimiento de nostalgia, planteado por los años. Los recuerdos hundían sus raíces en las duras circunstancias que obligaron a la familia a dejar aquellas tierras. Y el afecto que sentía Josemaría era tanto más vivo por cuanto la evocación de Barbastro le traía memorias del padre:

Soy muy barbastrino y trato de ser buen hijo de mis padres —escribía al alcalde de Barbastro el 28 de marzo de 1971, desde Roma—. Déjame que te diga que mi madre y mi padre, aunque hubieron de salir de esa tierra, nos inculcaron, con la fe y la piedad, tanto cariño a las riberas del Vero y del Cinca. Recuerdo, concretamente de mi padre, cosas que me enorgullecen y que no se han borrado de mi memoria, a pesar de que me fui de ahí a los trece años: anécdotas de caridad generosa y oculta, fe recia sin ostentaciones, abundante fortaleza a la hora de la prueba bien unido a mi madre y a sus hijos. Así preparó el Señor mi alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido siempre subrayados por una sonrisa, para que más tarde le fuera pobre instrumento —con la gracia de Dios— en la realización de una Providencia suya, que no me aparta del pueblo mío queridísimo. Perdóname este desahogo. No te puedo ocultar que, esas evocaciones, me llenan de alegría |# 11|.

* * *

Por san Mateo, celebraba Logroño sus fiestas, del 20 al 27 de septiembre. Pocos días antes los Escrivá se instalaron en el piso alquilado por don José, en el número 18 de la calle Sagasta, que posteriormente pasó a ser el 12. Se encontraba en la cuarta planta. Encima tenía desvanes y guardillas, por lo que prometía fríos y calores. El señor Garrigosa, propietario del comercio donde trabajaba don José, les echó una mano en las primeras dificultades, pues, según refiere Paula Royo, hija de uno de los empleados, «se dirigió a mi padre pidiendo que se ofreciera, junto con su familia, a D. José Escrivá y a Dª Dolores Albás, que venían de Barbastro, donde habían tenido un revés de fortuna» |# 12|.

El negocio de don Antonio Garrigosa y Borrell marchaba prósperamente. La empresa se anunciaba como "Grandes Almacenes de Tejidos", y tenía dos comercios en Logroño. Uno en la calle de la Estación, con "ventas al por mayor, con exportación a provincias". El otro estaba en Portales, número 28, esquina con San Blas; en esta tienda, llamada "La Gran Ciudad de Londres", se ofrecían a la clientela logroñesa las "altas novedades" de la época. El Sr. Garrigosa era comerciante emprendedor, en consonancia con el nombre, un tanto pomposo, de su tienda y almacenes. El negocio perduró largos años, si bien el rótulo de la tienda se redujo al más modesto de "La Ciudad de Londres" |# 13|.

Logroño, capital de la provincia de su nombre (hoy "Comunidad Autónoma de la Rioja"), atravesaba un período de florecimiento. Su población había aumentado considerablemente. En 1915 tenía alrededor de 25.000 habitantes. El desarrollo demográfico, en gran parte debido a la inmigración, marchaba a la par de una creciente actividad económica. La comarca, que se extendía por la ribera derecha del Alto Ebro, debía a este río y a sus afluentes la fertilidad de sus tierras. La riqueza agrícola consistía, principalmente, en extensos viñedos y campos de olivares, tierras de cereal y frutas, y hortalizas de regadío. Por esos tiempos de la primera Guerra Mundial, en que toda Europa se hallaba en campaña, se vivía en plena expansión económica, en razón a las materias primas y elaboradas que desde España, país neutral, se enviaban a otros países beligerantes, especialmente a Francia. Logroño se benefició por sus cuantiosas exportaciones, porque a su producción agrícola acompañaba la industria de transformación, con bodegas, fábricas de harina, de conservas de fruta y hortalizas, industrias de aceite y embutidos, y elaboración de tabacos.

La población logroñesa era provinciana y recogida, sin peligro de grandes tensiones sociales ni de alborotos políticos. Imponían en ella orden y sosiego las tradiciones y el trabajo. Existía un cierto equilibrio social, con predominio político de los liberales, cuyo medio de expresión era el periódico "La Rioja", mientras que su antagonista, el "Diario de la Rioja", se proclamaba "católico independiente" y conservador.

A tono con el ambiente provinciano, don José se habituó a las salidas domingueras en familia. Elegantemente trajeado, con su bombín y su bastón, se iba a pasear a la ribera del Ebro, según informa Paula Royo: «Las dos familias salíamos juntas casi todos los domingos por la tarde, a eso de las cuatro, a tomar el sol. Generalmente, los recogíamos nosotros en la calle de Sagasta, donde vivían, pasábamos el puente de hierro sobre el Ebro y seguíamos por la carretera de Laguardia o por la de Navarra, dando un paseo [...]. Al regresar del paseo nos reuníamos en casa donde terminábamos la tarde merendando o jugando» |# 14|.

La calle de Sagasta, en la que vivían los Escrivá, se cruzaba a mitad de curso con la del Mercado, que atravesaba Logroño de este a oeste. La parte más céntrica, con casas de amplios soportales corridos, era zona de tiendas y comercio. Allí estaba "La Gran Ciudad de Londres", calle del Mercado, 28; más conocida popularmente por Portales, 28. La distancia desde el piso de los Escrivá hasta el establecimiento en que trabajaba don José no era mucha; aparte de que no existían grandes distancias en Logroño. Siendo un hombre puntual, metódico y cumplidor —lo fue hasta el día mismo de su muerte—, tenía costumbres fijas. Casi todos los días salía a las siete menos unos minutos, para asistir a misa en la parroquia de Santiago, que se hallaba cerca |# 15|. Regresaba luego a desayunar, para volver a salir hacia las nueve menos cuarto en dirección a la tienda.

En "La Gran Ciudad de Londres" trabajaba como "dependiente", esto es, como encargado de despachar y atender al público |# 16|. Lo cual era para él un perpetuo y nostálgico recordatorio de cuando en Barbastro regentaba, como propietario, un negocio similar. En atención a sus conocimientos y distinción social, por edad y experiencia, se le asignó un puesto por encima de los demás empleados de la tienda. El sueldo, sin embargo, era modesto. Y de mil modos se traslucía en la vida de los Escrivá el que no andaban holgados de dinero.

Doña Dolores se dedicaba a los oficios domésticos, y fue «en aquellos difíciles momentos de crisis económica, en que se encontrarían un poco descentrados en Logroño, un buen apoyo para su marido e hijos» |# 17|. Del ama de casa, a la que conoció y trató en Logroño un compañero de Josemaría, se nos dice que «era una mujer que mantenía siempre un ambiente señorial acorde con el de la familia de la que procedía y en la que había sido educada» |# 18|. Evidentemente, la señora hacía faenas caseras a las que no estaba acostumbrada, por disponer de servicio doméstico, pero se entregó gustosamente a los gratos quehaceres del hogar.

Según los recuerdos de Josemaría aquellos fueron tiempos muy duros |# 19|, especialmente para el padre, que se pasó la vida capeando fatigas y obstáculos, aunque «era muy alegre y llevaba con una gran dignidad el cambio de posición» |# 20|. De manera que el ambiente familiar que rodeó a Josemaría, por muy duro que le resultase al muchacho, no estaba amargado por la tristeza de la adversidad, ni endurecido por una estoica resignación ante la desgracia. Muy por el contrario, en casa de los Escrivá se respiraba una humilde alegría, hecha de maneras corteses y discretos silencios. El cabeza de familia, del que se refiere que «era verdaderamente un santo» |# 21|, marcaba la pauta. Es de creer que eso dijeran quienes conocieron su pasado en Barbastro y su presente en Logroño, porque el caballero «tenía una gran paciencia y conformidad en todo, siempre se le veía alegre, y era llano y sencillo en el trato. Vivía toda su vida con una confiada y alegre resignación, a pesar del revés de fortuna que había sufrido. Nunca hablaba de sus preocupaciones ni se lamentaba de su situación» |# 22|.