1. La filiación divina

Libro escrito por Dominique Le Tourneau sobre la estructura y el espíritu del Opus Dei

El Bautismo confiere el don de la filiación divina. Dios había situado amorosamente al hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza suya (cf. Gn 1, 26), en un estado de justicia original que perdieron —ellos y toda su descendencia, el género humano— al desobedecerle, cometiendo el primer pecado, llamado pecado original.

Mediante el Bautismo el hombre se reconcilia con Dios, que borra de su alma el pecado original, aunque en su naturaleza permanezcan las secuelas de ese pecado: la concupiscencia o inclinación al mal.

Es decir, hay dos nacimientos en el hombre: un nacimiento a la vida natural gracias a la voluntad de Dios, que crea un alma espiritual, y a la voluntad de sus padres; y un nacimiento a la vida sobrenatural en el Bautismo. Mediante este sacramento, Dios hace del hombre su hijo adoptivo y le comunica su propia vida: “la gracia santificante”. “Mirad qué amor tan grade nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y los somos!” (1 Jn 3, 1).

 El bautizado se convierte en hijo de Dios en el Hijo, Jesucristo, que, al morir en la Cruz, nos liberó “de la esclavitud de la corrupción para participar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8, 21).

Durante el otoño de 1931, cuando viajaba en un tranvía de Madrid, Dios hizo comprender a Josemaría Escrivá de Balaguer, mediante una gracia especialísima, este rasgo fundacional del Opus Dei. Aquel día comprendió que el espíritu de la filiación divina debía ser el fundamento del espíritu del Opus Dei.

“Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía (...). Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo”. (Apuntes íntimos, n. 60, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei I, pp. 389-390).

 “Entendí que la filiación divina había de ser una característica fundamental de nuestra espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la filiación divina, los hijos míos se encontrarían llenos de alegría y de paz, protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de esta alegría, y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno. Justamente por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre” (Carta, 8-XII-1949, n. 41, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei I, 391)

 “La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo." (Es Cristo que pasa, 65).

Conviene hacer notar que Dios no le concedió esta gracia mientras celebraba la Eucaristía, o durante un retiro espiritual (como sucedió con la fundación del Opus Dei), sino en plena calle, en medio de un transporte público. Es como si Dios quisiera confirmarle, una vez más, que debía enseñar a todos buscar la santidad en la vida cotidiana, transformando la existencia entera en oración.

Al igual que los padres de la tierra, Dios es un Padre bueno al que le importan, al que le interesan todas las cosas que importan a sus hijos, incluso las más intrascendentes. San Josemaría se refirió a esta realidad consoladora y reconfortante en diversas ocasiones: “Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile —a solas, en tu corazón— que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios —pocas, pero constantes, insisto—, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo.” (Amigos de Dios, 150).